Por Federico Engels
Prefacio a la Primera Edición -
1884
Las
siguientes páginas vienen a ser, en cierto sentido, la ejecución de un
testamento. Carlos Marx se disponía a exponer personalmente los resultados de
las investigaciones de Morgan en relación con las conclusiones de su (hasta
cierto punto, puedo decir nuestro) análisis materialista de la historia, para
esclarecer así, y sólo así, todo su alcance. En América, Morgan descubrió de
nuevo, y a su modo, la teoría materialista de la historia, descubierta por Marx
cuarenta años antes, y, guiándose de ella, llegó, al contraponer la barbarie y
la civilización, a los mismos resultados esenciales que Marx. Señalaré que los
maestros de la ciencia "prehistórica" en Inglaterra procedieron con
el "Ancient Society" de Morgan del mismo modo que se comportaron con
"El Capital" de Marx los economistas gremiales de Alemania, que
estuvieron durante largos años plagiando a Marx con tanto celo como empeño
ponían en silenciarlo. Mi trabajo sólo medianamente puede remplazar al que mi
difunto amigo no logró escribir. Sin embargo, tengo a la vista, junto con
extractos detallados que hizo de la obra de Morgan, glosas críticas que
reproduzco aquí, siempre que cabe.
Según
la teoría materialista, el factor decisivo en la historia es, en fin de
cuentas, la producción y la reproducción de la vida inmediata. Pero esta
producción y reproducción son de dos clases. De una parte, la producción de
medios de existencia, de productos alimenticios, de ropa, de vivienda y de los
instrumentos que para producir todo eso se necesitan; de otra parte, la
producción del hombre mismo, la continuación de la especie. El orden social en
que viven los hombres en una época o en un país dados, está condicionado por
esas dos especies de producción: por el grado de desarrollo del trabajo, de una
parte, y de la familia, de la otra. Cuanto menos desarrollado está el trabajo,
más restringida es la cantidad de sus productos y, por consiguiente, la riqueza
de la sociedad, con tanta mayor fuerza se manifiesta la influencia dominante de
los lazos de parentesco sobre el régimen social. Sin embargo, en el marco de
este desmembramiento de la sociedad basada en los lazos de parentesco, la
productividad del trabajo aumenta sin cesar, y con ella se desarrollan la
propiedad privada y el cambio, la diferencia de fortuna, la posibilidad de
emplear fuerza de trabajo ajena y, con ello, la base de los antagonismos de
clase: los nuevos elementos sociales, que en el transcurso de generaciones
tratan de adaptar el viejo régimen social a las nuevas condiciones hasta que,
por fin, la incompatibilidad entre uno y otras no lleva a una revolución
completa. La sociedad antigua, basada en las uniones gentilicias, salta al aire
a consecuencia del choque de las clases sociales recien formadas; y su lugar lo
ocupa una sociedad organizada en Estado y cuyas unidades inferiores no son ya
gentilicias, sino unidades territoriales; se trata de una sociedad en la que el
régimen familiar está completamente sometido a las relaciones de propiedad y en
la que se desarrollan libremente las contradicciones de clase y la lucha de
clases, que constituyen el contenido de toda la historia escrita hasta
nuestros dias.
El
gran mérito de Morgan consiste en haber encontrado en las uniones gentilicias
de los indios norteamericanos la clave para descifrar importantísimos enigmas,
no resueltos aún, de la historia antigua de Grecia, Roma y Alemania. Su obra no
ha sido trabajo de un día. Estuvo cerca de cuarenta años elaborando sus datos
hasta que consiguió dominar por completo la materia. Y su esfuerzo no ha sido
vano, pues su libro es uno de los pocos de nuestros días que hacen época.
En
lo que a continuación expongo, el lector distinguirá fácilmente lo que pertenece
a Morgan y lo que he agregado yo. En los capítulos históricos consagrados a
Grecia y a Roma no me he limitado a reproducir la documentación de Morgan y he
añadido todos los datos de que yo disponía. La parte que trata de los celtas y
de los germanos es mía, esencialmente, pues los documentos de que Morgan
disponía al respecto eran de segunda mano y en cuanto a los germanos, aparte de
lo que dice Tácito, únicamente conocía las pésimas falsificaciones liberales
del señor Freeman. La argumentación económica he tenido que rehacerla por
completo, pues si bien era suficiente para los fines que se proponía Morgan, no
bastaba en absoluto para los que perseguía yo. Finalmente, de por sí se
desprende que respondo de todas las conclusiones hechas sin citar a Morgan.
Prefacio a la cuarta
edición - 1891
Las
ediciones precedentes, de las que se hicieron grandes tiradas, agotáronse hará
cosa de unos seis meses, por lo que el editor venía dese hace tiempo rogándome
que preparase una nueva. Trabajos más urgentes me han impedido hacerlo hasta
ahora. Desde que apareció la primera edición han trasncurrido ya siete años, en
los que el estudio de las formas primitivas de la familia ha logrado grandes
progresos. Por ello ha sido necesario corregir y aumentar minuciosamente mi
obra, con mayor razón porque se piensa estereotipar el libro y ello me privará,
por algún tiempo, de toda posibilidad de corregirlo.
Como
digo, he revisado atentamente todo el texto y he introducido en él adiciones en
las que confío haber tenido en cuenta, debidamente, el actual estado de la
ciencia. Además, hago en este prólogo una breve exposición del desarrollo de la
historia de la familia desde Bachofen hasta Morgan; he procedido a ello, ante
todo, porque la escuela prehistórica inglesa, que tiene un marcado matiz
chovinista, continúa haciendo todo lo posible para silenciar la revolución que
los descubrimientos de Morgan han producido en las nociones de la historia
primitiva, aunque no siente el menor escrúpulo cuando se apropia los resultados
obtenidos por Morgan. Por cierto, también en otros países se sigue con excesivo
celo, en algunos casos, este ejemplo dado por los ingleses.
Mi
obra ha sido traducida a varios idiomas. En primer lugar, al italiano:
"L'origine della famiglia, della propietá privata e dello stato, versione
riveduta dall'autore, di Pasquale Martignetti, Benevento, 1855. Luego apareció
la traducción rumana: "Origina familei, propietatei private si a statului,
traducere de Joan Nadejde", publicada en la revista de Jassi Contemporanul
desde septiembre de 1885 hasta mayo de 1886. Luego al dinamarqués: "Familjens,
privatejendommens og Statens Oprindelse, Dansk, af Forffatteren gennemgaet
Udgave, besörget of Gerson Tier, Köbenhavn, 1888. Está
imprimiéndose una traducción francesa de Henri Ravé según esta edición alemana.
Hasta
1860 ni siquiera se podía pensar en una historia de la familia. Las ciencias
históricas hallábanse aún, en este dominio, bajo la influencia de los cinco
libros de Moisés. La forma patriarcal de la familia, pintada en esos cinco
libros con mayor detalle que en ninguna otra parte, no sólo era admitida sin
reservas como la más antigua, sino que se la identificaba -descontando la
poligamia- con la familia burguesa de nuestros días, de modo que parecía como
si la familia no hubiera tenido ningún desarrollo histórico; a lo sumo se
admitía que en los tiempos primitivos podía haber habido un período de
promiscuidad sexual. Es cierto que aparte de la monogamia se conocía la
poligamia en Oriente y la poliandría en la India y en el Tíbet; pero estas tres formas no
podían ser ordenadas históricamente de modo sucesivo, sino que figuraban unas
junto a otras sin guardar ninguna relación. También es verdad que en algunos
pueblos del mundo antiguo y entre algunas tribus salvajes aun existentes la
descendencia se cuenta por línea materna, y no paterna, siendo aquélla la única
válida, y que en muchos pueblos contemporáneos se prohibe el matrimonio dentro
de determinados grupos más o menos grandes -por aquel entonces aún no
estudiados de cerca-, dándose este fenómeno en todas las partes del mundo;
estos hechos, ciertamente, eran conocidos y cada día se agregaban a ellos
nuevos ejemplos. Pero nadie sabía cómo abordarlos e incluso en la obra de E. B.
Tylor "Investigaciones de la
Historia primitiva de la Humanidad, etc" (1865) figuran como
"costumbres raras", al lado de la prohibición vigente en algunas
tribus salvajes de tocar la leña ardiendo con cualquier instrumento de hierro y
otras futilezas religiosas semejantes.
El
estudio de la historia de la familia comienza en 1861, con el "Derecho
materno" de Bachofen. El autor formula allí las siguientes tesis: 1)
primitivamente los seres humanos vivieron en promiscuidad sexual, a la que
Bachofen da, impropiamente, el nombre de heterismo; 2) tales relaciones
excluyen toda posibilidad de establecer con certeza la paternidad, por lo que
la filiación sólo podía contarse por línea femenina, según el derecho materno;
esto se dio entre todos los pueblos antiguos; 3) a consecuencia de este hecho,
las mujeres, como madres, como únicos progenitores conocidos de la joven
generación, gozaban de un gran aprecio y respeto, que llegaba, según Bachofen,
hasta el dominio femenino absoluto (ginecocracia); 4) el paso a la monogamia,
en la que la mujer pertenece a un solo hombre, encerraba la transgresión de una
antiquísima ley religiosa (es decir, el derecho inmemorial que los demás
hombres tenían sobre aquella mujer), transgresión que debía ser castigada o
cuya tolerancia se resarcía con la posesión de la mujer por otros durante
determinado período.
Bachofen
halló las pruebas de estas tesis en numerosas citas de la literatura clásica
antigua, reunidas por él con singular celo. El paso del "heterismo" a
la monogamia y del derecho materno al paterno se produce, según Bachofen -concretamente
entre los griegos-, a consecuencia del desarrollo de las concepciones
religiosas, a consecuencia de la introducción de nuevas divinidades, que
representan ideas nuevas, en el grupo de los dioses tradicionales, encarnación
de las viejas ideas; poco a poco los viejos dioses van siendo relegados a
segundo plano por los primeros. Así, pues, según Bachofen no fue el desarrollo
de las condiciones reales de existencia de los hombres, sino el reflejo
religioso de esas condiciones en el cerebro de ellos, lo que determinó los
cambios históricos en la situación social recíproca del hombre y de la mujer.
En correspondencia con esta idea, Bachofen interpreta la "Orestiada"
de Esquilo como un cuadro dramático de la lucha entre el derecho materno
agonizante y el derecho paterno, que nació y logró la victoria sobre el primero
en la época de las epopeyas. Llevada de su pasión por su amante Egisto,
Clitemnestra mata a Agamenón, su marido, al regresar éste de la guerra de
Troya; pero Orestes, hijo de ella y de Agamenón, venga al padre quitando la
vida a su madre. ello hace que se vea perseguido por las Erinias, seres
demoníacos que protegen el derecho materno, según el cual el matridicio es el
más grave e imperdonable de los crímenes. Pero Apolo, que por mediación de su
oráculo ha incitado a Orestes a matar a su madre, y Atenea, que interviene como
juez (ambas divinidades representan aquí el nuevo derecho paterno), defienden a
Orestes. Atenea escucha a ambas partes. Todo el litigio está resumido en la
discusión que sostienen Orestes y las Erinias. Orestes dice que Clitemnestra ha
cometido un crimen doble por haber matado a su marido y padre de su hijo.
¿Por qué las Erinias le persiguen a él, cuando ella es mucho más culpable? La
respuesta es sorprendente:
"No
estaba unida por los vínculos de la sangre al hombre a quien ha matado".
El
asesinato de una persona con la que no se está ligado por lazos de sangre,
incluso si es el marido de la asesina, puede expiarse y no concierne en lo más
mínimo a las Erinias. La misión que a ellas corresponde es perseguir el
homicidio entre consanguíneos, y el peor de estos crímenes, el único
imperdonable, según el derecho materno, es el matricidio. Pero aquí interviene
Apolo, el defensor de Orestes. Atenea somete el caso al areópago, el tribunal
jurado de Atenas; hay el mismo número de votos en pro de la absolución y en pro
de la condena; entonces Atenea, en calidad de presidente del Tribunal, vota en
favor de Orestes y lo absuelve. El derecho paterno obtiene la victoria sobre el
materno, los "dioses de la nueva generación", según se expresan las
propias Erinias, vencen a éstas, que, al fin y a la postre, se resignan a
ocupar un puesto diferente al que han venido ocupando y se ponen al servicio
del nuevo orden de cosas.
Esta
nueva y muy acertada interpretación de la "Orestiada" es uno de los
más bellos y mejores pasajes del libro de Bachofen, pero al mismo tiempo es la
prueba de que Bachofen cree, como en su tiempo Esquilo, en las Erinias, en
Apolo y en Atenea, es decir, cree que estas divinidades realizaron en la época
heroica griega el milagro de echar abajo el derecho materno y de sustituirlo
por el paterno. Es evidente que tal concepción, que estima la religión como la
palanca decisiva de la historia mundial, se reduce, en fin de cuentas, al más
puro misticismo. Por ello, estudiar a fondo el voluminoso tomo de Bachofen es
una labor ardua y, en muchos casos, poco provechosa. Sin embargo, lo dicho no
disminuye su mérito como investigador que ha abierto una nueva senda, ya que ha
sido el primero en sustituir las frases acerca de aquel ignoto estadio
primitivo con promiscuidad sexual por la demostración de que en la literatura
clásica griega hay muchas huellas de que entre los griegos y entre los pueblos
asiáticos existió, en efecto, antes de la monogamia, un estado social en el que
no solamente el hombre mantenía relaciones sexuales con varias mujeres, sino
que también la mujer mantenía relaciones sexuales con varios hombres, sin
faltar por ello a los hábitos establecidos. Bachofen probó que este uso no
desapareció sin dejar huellas bajo la forma de la necesidad, para la mujer, de
entregarse por un período determinado a otros hombres, entrega que era el
precio de su derecho al matrimonio único; que, por tanto, primitivamente no
podía contarse la descendencia sino en línea femenina, de madre a madre; que
esta validez exclusiva de la filiación femenina se mantuvo largo tiempo,
incluso en el período de la monogamia con la paternidad establecida, o por lo
menos, reconocida; y, por último, que esta situación primitiva de las madres,
como únicos genitores ciertos de sus hijos, aseguró a aquéllas y, al mismo
tiempo, a las mujeres en general, una posición social más elevada de la que
desde entonces acá nunca han tenido. Es cierto que Bachofen no emitió esos
principios con tanta claridad, por impedírselo el misticismo de sus
concepciones; pero los demostró, y ello, en 1861, fue toda una revolución.
El
voluminoso tomo de Bachofen estaba escrito en alemán, es decir, en la lengua de
la nación que menos se interesaba entonces por la prehistoria de la familia
contemporánea. Por eso permaneció casi ignorado. El más inmediato sucesor de
Bachofen en este terreno entró en escena en 1865, sin haber oído hablar de él
nunca jamás.
Este
sucesor fue J. F. MacLennan, el polo opuesto de su precedesor. En lugar de
místico genial, tenemos aquí a un árido jurisconsulto; en vez de una exultante
y poética fantasía, las plausibles combinaciones de un alegato de abogado.
MacLennan encuentra en muchos pueblos salvajes, bárbaros y hasta civilizados de
los tiempos antiguos y modernos, una forma de matrimonio en que el novio, solo
o asistido por sus amigos, está obligado a arrebatar su futura esposa a sus
padres, simulando un rapto por violencia. Esta usanza debe ser vestigio de una
costumbre anterior, por la cual los hombres de una tribu adquirían mujeres
tomándolas realmente por la fuerza en el exterior, en otras tribus. Pero ¿cómo
nació ese "matrimonio por rapto"?. Mientras los hombres pudieron
hallar en su propia tribu suficientes mujeres, no había ningún motivo para
semejante procedimiento. Por otra parte, con frecuencia no menor encontramos en
pueblos no civilizados ciertos grupos (que en 1865 aún solían identificarse con
las tribus mismas) en el seno de los cuales estaba prohibido el matrimonio,
viéndose obligados los hombres a buscar esposas y las mujeres esposos fuera del
grupo; mientras tanto, en otros pueblos existe una costumbre en virtud de la
cual los hombres de cierto grupo vienen obligados a tomar mujeres sólo en el
seno de su mismo grupo. MacLennan llama "tribus" exógamas a
los primeros, endógamas a los segundos, y a renglón seguido y sin más
circunloquios señala que existe una antítesis bien marcada entre las
"tribus" exógamas y endógamas. Y aún cuando sus propias investigaciones
acerca de la exogamia le meten por los ojos el hecho de que esa antítesis en
muchos, si no en la mayoría o incluso en todos los casos, existe solamente en
su imaginación, no por eso deja de tomarla como base de toda su teoría. Según
esta, las tribus exógamas no pueden tomar mujeres sino de otras tribus, cosa
que, dada la guerra permanente entre las tribus, tan propia del estado salvaje,
sólo puede hacerse mediante el rapto.
MacLennan
plantea más adelante: ¿De dónde proviene esa costumbre de la exogamia? A su
parecer, nada tienen que ver con ella las ideas de la consanguinidad y del
incesto, nacidas mucho más tarde. La causa de tal usanza pudiera ser la
costumbre muy difundida entre los salvajes, de matar a las niñas enseguida que
nacen. De eso resultaría un excedente de hombres en cada tribu tomada por
separado, siendo la inmediata consecuencia de ello que varios hombres tendrían
en común una misma mujer, es decir, la poliandría. De aquí se desprende, a su
vez, que se sabía quien era la madre del niño, pero no quién era su padrea; por
ello la ascendencia sólo se contaba en línea materna, y no paterna (derecho
materno). Y otra consecuencia de la escasez de mujeres en el seno de la tribu,
escasez atenuada, pero no suprimida, por la poliandría, era precisamente el
rapto sistemático de mujeres de tribus extrañas. "Desde el momento en que
la exogamia y la poliandria proceden de una sola causa, del desequilibrio
numérico entre los sexos, debemos considerar que entre todas las razas
exogámicas ha existido primitivamente la poliandría... Y por esto debemos
teber por indiscutible que entre las razas exógamas el primer sistema de
parentesco era aquel que sólo reconocía el vínculo de la sangre por el lado
materno". (MacLennan, "Estudios de Historia Antigua, 1886; matrimonio
primitivo", pág. 124).
El
mérito de MacLennan consiste en haber indicado la difusión general y la gran
importancia de lo que él llama exogamia. En cuanto al hecho de la existencia de
grupos exógamos, no lo ha descubierto, y menos todavía lo ha comprendido.
Sin hablar ya de las noticias anteriores y sueltas de numerosos observadores
-precisamente las fuentes donde ha bebido MacLennan-, Latham había descrito con
mucha exactitud y precisión ("Etnología descriptiva", 1859) ese
fenómeno entre los magars de la
India y había dicho que estaba universalmente difundido y se
encontraba en todas las partes del mundo. Este pasaje lo cita el propio
MacLennan. Además, también nuestro Morgan había observado y descrito
perfectamente en 1847, en sus cartas acerca de los iroqueses ("American
Review"), y en 1851, en su "La Liga de los Iroqueses", este mismo fenómeno,
mientras que el ingenio triquiñuelista de MacLennan ha introducido aquí una
confusión mucho mayor que la aportada por la fantasía mística de Bachofen en el
terreno del derecho materno. Otro mérito de MacLennan consiste en haber
reconocido como primario el orden de descendencia con arreglo al derecho
materno, aunque también aquí se le adelantó Bachofen, según lo confiesa aquél
más tarde. Pero tampoco aquí ve claras las cosas, pues habla sin cesar de
"parentesco en línea femenina solamente" ("kinship through
females only"), empleando continuamente esta expresión, exacta para un
período anterior, en el análisis de fases del desarrollo más tardías en que, si
bien es cierto que la filiación y el derecho de herencia siguen contándose
exclusivamente según la línea materna, el parentesco por línea paterna está ya
reconocido y fijado. Observamos aquí la estrechez de criterio del
jurisconsulto, que se forja un término jurídico fijo y continúa aplicándolo,
sin modificarlo, a circunstancias para las que es ya inservible.
Parece
ser que, a pesar de su verosimilitud, la teoría de MacLennan pareciole a su
autor no muy bien asentada. Por lo menos, le llama la atención el "hecho,
digno de ser notado, de que la forma de rapto (simulado) de las mujeres se
observe marcada y nítidamente entre los pueblos en que predomina el parentesco masculino
(es decir, la descendencia en línea paterna)" (pág. 140). Más adelante
dice: "Es muy extraño que, según las noticias que poseemos, el
infanticidio no se practique por sistema allí donde coexisten la exogamia y la
más antigua forma de parentesco" (pág. 146). Estos dos hechos rebaten
directamente su manera de explicar las cosas, y MacLennan no puede oponerle
sino nuevas hipótesis más embrolladas aún.
Sin
embargo, su teoría fue acogida en Inglaterra con gran aprobación y simpatía.
MacLennan fue considerado aquí por todo el mundo como el fundador de la
historia de la familia y como la primera autoridad en la materia. Su antítesis
entre las "tribus" exógamas y endógamas continuó siendo, a pesar de
ciertas excepciones y modificaciones comprobadas, la base reconocida de las
opiniones dominantes y se trocó en las anteojeras que impedían ver libremente
el terreno explorado y, por consiguiente, todo progreso decisivo. Ante la
exageración de los méritos de MacLennan, hoy costumbre en Inglaterra y,
siguiendo a ésta, fuera de ella, debemos señalar que con su antítesis de
"tribus" exógamas y endógamas, basada en la más pura confusión, ha
causado más daño que servicios ha prestado con sus investigaciones.
Entretanto,
pronto empezaron a ser conocidos hechos que ya no cabían en el frágil molde de
su teoría. MacLennan sólo conocía tres formas de matrimonio: la poligamia, la
poliandría y la monogamia. Pero así que se centró la atención en este punto, se
hallaron pruebas, cada vez más numerosas, de que entre los pueblos no
desarrollados existían otras formas de matrimonio, en las que varios hombres
tenían en común varias mujeres; y Lubbock ("El origen de la
civilización", 1870 reconoció como un hecho histórico este matrimonio por
grupos (Communal marriage).
Poco
después (en 1871) apareció en escena Morgan, con documentos nuevos y decisivos
desde muchos puntos de vista. Habíase convencido de que el sistema de
parentesco propio de los iroqueses, y vigente aún entre ellos, era común a
todos los aborígenes de los Estados Unidos, es decir, que estaba difundido en
un continente entero, aun cuando se encuentra en contradicción formal con los
grados de parentesco que resultan del sistema conyugal allí imperante. Incitó
entonces al gobierno federal americano a que recogiese informes acerca del
sistema de parentesco de los demás pueblos, según un formulario y unos cuadros
confeccionados por él mismo. Y de las respuestas dedujo: 1) que el sistema de
parentesco indoamericano estaba igualmente en vigor en Asia y, bajo una forma
poco modificada, en muchas tribus de Africa y Australia; 2) que este sistema
tenía su más completa explicación en una forma de matrimonio por grupos que se
hallaba en proceso de extinción en Hawaí y en otras islas australianas, 3) que
en estas mismas islas existía, junto a esa forma de matrimonio, un sistema de
parentesco que sólo podía explicarse mediante una forma, desaparecida hoy, de
matrimonio por grupos más primitivo aún.
Morgan
publicó las noticias reunidas y las conclusiones deducidas de ellas en su
"Sistemas de consanguinidad y afinidad", en 1871, y llevó así la
discusión a un terreno infinitamente más amplio. Tomando como punto de partida
los sistemas de parentesco y reconstituyendo las formas de familia a ellos
correspondientes, abrió nuevos caminos a la investigación y dio la posibilidad
de ver mucho más lejos en la prehistoria de la humanidad. De haber sido
aceptado este método, las frágiles construcciones de MacLennan hubieran quedado
reducidas a polvo.
MacLennan
salió en defensa de su teoría con una nueva edición del "Matrimonio
primitivo (Estudios de Historia Antigua, 1876)". Aunque él mismo construye
la historia de la familia basándose en simples hipótesis y de una manera
artificial en extremo, exige a Lubbock y a Morgan, no sólo la prueba de cada
una de sus aseveraciones, sino pruebas irrefutables, las únicas admitidas en
los tribunales de justicia escoceses. ¡Y eso lo hace un hombre quien,
apoyándose en el íntimo parentesco entre el tio materno y el sobrino en los
germanos (Tácito: Germania, cap. XX), en el relato de César de que los bretones
tienen sus mujeres en común por grupos de diez o doce, y en todas las demás
relaciones que los autores antiguos hacen de las mujeres entre los bárbaros,
deduce sin vacilación que la poliandría ha reinado en todos esos pueblos!
Parece que se está oyendo a un fiscal que se toma entera libertad para amañar
sus conclusiones y exige, en cambio, al defensor la prueba más formal y más
jurídicamente valedera de cada palabra que éste pronuncie.
Afirma
que el matrimonio por grupos es pura invención, y queda, así, muy por debajo de
Bachofen. Según él, los sistemas de parentesco de Morgan no son sino
simplemente fórmulas de cortesía social, demostradas por el hecho de que al
dirigir los indios la palabra hasta a un extranjero, a un blanco, lo tratan de
hermano o de padre. Esto es lo mismo que si se quisiera asegurar que las
palabras padre, madre, hermano y hermana son puras fórmulas de apóstrofe sin
significación, porque a los sacerdotes y a las abadesas católicas se los saluda
igualmente con los nombres de padre y madre, y porque los frailes y las monjas,
lo mismo que los masones y los miembros de los sindicatos ingleses, se tratan
entre sí de hermanos y hermanas en sus reuniones solemnes. En una palabra, la
defensa de MacLennan no pudo ser más floja.
Pero
quedaba un punto en el que era invulnerable. Su antítesis de las "tribus"
exógamas y endógamas, base de su sistema, lejos de vacilar, se reconocía
universalmente como el fundamento de toda la historia de la familia. Se admitía
que el intento de demostrar esta antítesis hecho por MacLennan era insuficiente
y estaba en contradicción con los datos por él mismo aportados. Pero se
consideraba como un evangelio indiscutible la antítesis misma, la existencia de
dos tipos, exclusivos entre sí, de tribus autónomas e independientes, de los
cuales uno tomaba sus mujeres en la misma tribu, mientras que al otro le estaba
eso terminantemente prohibido. Consúltese, por ejemplo, "Orígenes de la
familia", de Giraud-Teulon (1874), y aun la obra de Lubbock "El
origen de la civilización" (4ª edición, 1882).
Aparece
luego el trabajo fundamental de Morgan, "La Sociedad Antigua"
(1877), que forma la base de la obra que ofrezco al lector. Aquí Morgan
desarrolla con plena nitidez lo que en 1871 conjeturaba vágamente. La endogamia
y la exogamia no forman ninguna antítesis; la existencia de "tribus"
exógamas no está demostrada hasta ahora en ninguna parte. Pero, en la época en
que aún dominaba el matrimonio por grupos -que, según toda verosimilitud, ha
existido en tiempos en todas partes-, la tribu se escindió en cierto número de
grupos, de gens consanguíneas por línea materna, en el seno de las cuales
estaba rigurosamente prohibido el matrimonio, de tal suerte que los hombres de
una gens, si bien es verdad que podían tomar mujeres en la tribu, y las tomaban
efectivamente en ella, venían obligados a tomarlas fuera de su propia gens. De
este modo, si la gens era estrictamente exógama, la tribu que comprendía la
totalidad de las gens era endógama en la misma medida. Esta circunstancia dio
al traste con los restos de las sutilezas de MacLennan.
Pero
Morgan no se limitó a esto. La gens de los indios americanos le sirvió, además,
para dar un segundo y decisivo paso en la esfera de sus investigaciones. En esa
gens, organizada según el derecho materno, descubrió la forma primitiva de
donde salió la gens ulterior, basada en el derecho paterno, la gens tal como la
encontramos en los pueblos civilizados de la antiguedad. La gens griega y
romana, que había sido hasta entonces un enigma para todos los historiadores,
quedó explicada partiendo de la gens india, y con ello se dio una base nueva
para el estudio de toda la historia primitiva.
El
descubrimiento de la primitiva gens de derecho materno, como etapa anterior a
la gens de derecho paterno de los pueblos civilizados, tiene para la historia
primitiva la misma importancia que la teoría de la evolución de Darwin para la
biología, y que la teoría de la plusvalía, enunciada por Marx, para la Economía política. Este
descubrimiento permitió a Morgan bosquejar por vez primera una historia de la
familia, donde, por lo menos en líneas generales, quedaron asentados
previamente, en cuanto lo permiten los datos actuales, los estadios clásicos de
la evolución. Para todo el mundo está claro que con ello se inicia una nueva
época en el estudio de la prehistoria. La gens de derecho materno es hoy el eje
alrededor del cual gira toda esta ciencia; desde su descubrimiento, se sabe en
qué dirección encaminar las investigaciones y qué estudiar, así como de qué
manera de debe agrupar los resultados obtenidos. Por eso hoy se hacen en este terreno
progresos mucho más rápidos que antes de aparecer el libro de Morgan.
También
en Inglaterra todos los investigadores de la prehistoria admiten hoy los
descubrimientos de Morgan, aunque sería más exacto decir que se han apropiado
de ellos. Pero casi ninguno de estos investigadores declara francamente que es
a Morgan a quien debemos esa revolución en las ideas. En Inglaterra se pasa en
silencio su libro siempre que es posible; en cuanto al propio autor, se limitan
a condescendientes elogios de sus trabajos anteriores; escarban con celo
en pequeños detalles de su exposición, pero silencian, contumaces, sus
descubrimientos, verdaderamente importantes. La primera edición de
"Ancient Society" se agotó; en América las publicaciones de este tipo
se venden mal; en Inglaterra parece que la publicación de este libro ha sido
saboteada sistemáticamente, y la única edición en venta de esta obra, que forma
época, es la traducción alemana.
¿Por
qué esa reserva, en la cual es difícil no advertir una conspiración del silencio,
sobre todo si se toma en cuenta las numerosas citas hechas por simple cortesía,
y otras pruebas de camaradería en que abundan las obras de nuestros reconocidos
investigadores de la prehistoria? ¿Quizá porque Morgan es americano, y resulta
muy duro para los historiadores ingleses, a pesar del muy meritorio celo que
ponen en acopiar documentos, tener que depender en cuanto a los puntos de vista
generales necesarios para ordenar y agrupar los datos, en una palabra, en
cuanto a sus ideas, de dos extranjeros de genio, de Bachofen y de Morgan?. Aun
pudiera pasar el alemán, pero ¡el americano!. En presencia de un americano
vuélvese patriota todo inglés; he visto en los Estados Unidos ejemplos
graciosísimos. Agrégese a esto que MacLennan fue, en cierto modo, proclamado
oficialmente el fundador y el jefe de la escuela prehistórica inglesa; que,
hasta cierto punto, en prehistoria se consideraba de buen tono no hablar sino
con el más profundo respeto de su alambicada construcción histórica, que
conducía desde el infanticidio a la familia de derecho materno, pasando por la
poliandría y el matrimonio por rapto. Teníase como grave sacrilegio manifestar
la menor duda acerca de la existencia de "tribus" endógamas y
exógamas que se excluían absolutamente unas a otras; por tanto, Morgan, al
disipar como humo todos estos dogmas consagrados, cometió una especie de
sacrilegio. Además, los hacía desvanecerse con argumentos cuya sola exposición
bastaba para que todo el mundo los admitiese como evidentes. Y los adoradores
de MacLennan, que hasta entonces vacilaban, perplejos, entre la exogamia y la
endogamia, sin saber qué camino tomar, casi se vieron obligados a darse de
puñadas en la frente, y exclamar: "¿Cómo hemos podido ser tan pazguatos
para no haber descubierto todo esto nosotros mismos hace mucho tiempo?".
Y
como si tantos crímenes no fuesen aún suficientes para que la escuela oficial
diese fríamente la espalda a Morgan, éste hizo desbordarse la copa, no sólo
criticando, de un modo que recuerda a Fourier, la civilización y la sociedad de
la producción mercantil, forma fundamental de nuestra sociedad presente, sino
hablando ademas de una transformación de esta sociedad en términos que hubieran
podido salir de labios de Carlos Marx. Por eso Morgan se llevó su merecido cuando
MacLennan le espetó indignado que el "método histórico le es absolutamente
antipático" y cuando el profesor Giraud-Teulon se lo repitió en Ginebra,
en 1884. Y, sin embargo, el mismo señor Giraud-Teulon erraba impotentemente en
1874 ("Orígenes de la familia") por el laberinto de la exogamia
maclennanesca, ¡de donde sólo Morgan había de sacarlo!.
Huelga
detallar aquí los demás progresos que debe a Morgan la prehistoria; en el curso
de mi trabajo se hallará lo que es preciso decir acerca de este asunto. Los catorce
años transcurridos desde que apareció su obra capital, han aumentado mucho el
acervo de nuestros datos históricos acerca de las sociedades humanas
primitivas. En adición a los antropólogos, viajeros e investigadores
profesionales de la prehistoria, han salido al palenque los representantes de
la jurisprudencia comparada, que han aportado nuevos datos y nuevos puntos de
vista. Algunas hipótesis de Morgan han llegado a bambolearse y hasta a caducar.
Pero los nuevos datos no han sustituido en parte alguna por otras sus muy
importantes ideas principales. El orden introducido por él en la historia
primitiva subsiste aún en lo fundamental. Incluso puede afirmarse que este
orden va siendo reconocido generalmente en la misma medida en que se intenta
ocultar quién es el autor de este gran avance.
Federico
Engels.
Londres,
16 de junio de 1891.
I. Estadios Prehistóricos
de Cultura
Morgan
fue el primeror que con conocimiento de causa trató de introducir un orden
preciso en la prehistoria de la humanidad, y su clasificación permanecerá sin
duda en vigor hasta que una riqueza de datos mucho más considerable no obligue
a modificarla.
De
las tres épocas principales -salvajismo, barbarie, civilización-sólo se ocupa,
naturalmente, de las dos primeras y del paso a la tercera. Subdivide cada una
de estas dos estapas en los estadios inferior, medio y superior, según los
progresos obtenidos en la producción de los medios de existencia, porque, dice:
"La habilidad en esa producción desempeña un papel decisivo en el grado de
superioridad y de dominio del hombre sobre la naturaleza: el hombre es, entre
todos los seres, el único que ha logrado un dominio casi absoluto de la
producción de alimentos. Todas las grandes épocas del progreso de la humanidad
coinciden, de manera más o menos directa, con las épocas en que se extienden
las fuentes de existencia". El desarrollo de la familia se opera
paralelamente, pero sin ofrecer indicios tan acusados para la delimitación de
los periodos.
I.
SALVAJISMO
1.
Estadio inferior. Infancia del género humano. Los hombres
permanecían aún en los bosques tropicales o subtropicales y vivían, por lo
menos parcialmente, en los árboles; esta es la única explicación de que
pudieran continuar existiendo entre grandes fieras salvajes. Los frutos, las nueces
y las raíces servían de alimento; el principal progreso de esta época es la
formación del lenguaje articulado. Ninguno de los pueblos conocidos en el
período histórico se encontraba ya en tal estado primitivo. Y aunque este
periodo duró, probablemente, muchos milenios, no podemos demostrar su
existencia basándonos en testimonios directos; pero si admitimos que el hombre
procede del reino animal, debemos aceptar, necesariamente, ese estado
transitorio.
2.
Estadio medio. Comienza con el empleo del pescado
(incluimos aquí también los crustaceos, los moluscos y otros animales
acuáticos) como alimento con el uso del fuego. Ambos fenómenos van juntos,
porque el pescado sólo puede ser empleado plenamente como alimento gracias al
fuego. Pero con este nuevo alimento los hombres se hicieron independientes del
clima y de los lugares; siguiendo el curso de los ríos y las costas de los
mares pudieron, aun en estado salvaje, extenderse sobre la mayor parte de la Tierra. Los toscos
instrumentos de piedra sin pulimentar de la primitiva Edad de Piedra, conocidos
con el nombre de paleolíticos, pertenecen todos o la mayoría de ellos a este
período y se encuentran desparramados por todos los continentes, siendo una
prueba de esas emigraciones. La población de nuevos lugares y el incansable y
activo afán de nuevos descubrimientos, vinculado a la posesión del fuego, que
se obtenía por frotamiento, condujeron al empleo de nuevos elementos, como las
raíces y los tubérculos farináceos, cocidos en ceniza caliente o en hornos excavados
en el suelo, y también la caza, que, con la invención de las primeras armas -la
maza y la lanza-, llegó a ser un alimento suplementario ocasional. Jamás hubo
pueblos exclusivamente cazadores, como se dice en los libros, es decir, que
vivieran sólo de la caza, porque sus frutos son harto problemáticos. Por
efecto de la constante incertidumbre respecto a las fuentes de alimentación,
parece ser que la antropofagia nace en ese estadio para subsistir durante largo
tiempo. Los australianos y muchos polinesios se hallan hoy aún en ese estadio
medio del salvajismo.
3.
Estadio superior. Comienza con la invención del arco y la
flecha, gracias a los cuales llega la caza a ser un alimento regular, y el
cazar, una de las ocupaciones normales. El arco, la cuerda y la flecha forman
ya un instrumento muy complejo, cuya invención supone larga experiencia
acumulada y facultades mentales desarrolladas, así como el conocimiento
simultáneo de otros muchos inventos. Si comparamos los pueblos que conocen el
arco y la flecha, pero no el arte de la alfarería (con el que empieza, según
Morgan, el tránsito a la barbarie), encontramos ya algunos indicios de
residencia fija en aldeas, cierta maestría en la producción de medios de
subsistencia: vasijas y trebejos de madera, el tejido a mano (sin telar) con
fibras de albura, cestos trenzados con albura o con juncos, instrumentos de
piedra pulimentada (neolíticos). En la mayoría de los casos, el fuego y el
hacha de piedra han producido ya la piragua formada de un solo tronco de árbol y
en ciertos lugares las vigas y las tablas necesarias para construir viviendas.
Todos estos progresos los encontramos, por ejemplo, entre los indios del
noroeste de América, que conocen el arco y la flecha, pero no la alfarería. El
arco y la flecha fueron para el estadio salvaje lo que la espada de hierro para
la barbarie y el arma de fuego para la civilización: el arma decisiva.
II. LA BARBARIE
1.
Estadio inferior. Empieza con la introducción de la alfarería.
Puede demostrarse que en muchos casos y probablemente en todas partes, nació de
la costumbre de recubrir con arcilla las vasijas de cestería o de madera para
hacerlas retractarias al fuego; y pronto se descubrió que la arcilla moldeada
servía para el caso sin necesidad de la vasija interior.
Hasta
aquí hemos podido considerar el curso del desarrollo como un fenómeno
absolutamente general, válido en un período determinado para todos los pueblos,
sin distinción de lugar. Pero con el advenimiento de la barbarie llegamos a un
estadio en que empieza a hacerse sentir la diferencia de condiciones naturales
entre los dos grandes continentes. El rasgo característico del período de la
barbarie es la domesticación y cría de animales y el cultivo de las plantas.
Pues bien; el continente oriental, el llamado mundo antiguo, poseía casi todos
los animales domesticables y todos los cereales propios para el cultivo, menos
uno; el continente occidental, América, no tenía más mamíferos domesticables
que la llama -y aún así, nada más que en la parte del Sur-, y uno sólo de los
cereales cultivables, pero el mejor, el maíz. En virtud de estas condiciones
naturales diferentes, desde este momento la población de cada hemisferio se
desarrolla de una manera particular, y los mojones que señalen los límites de
los estadios particulares son diferentes para cada uno de los hemisferios.
2.
Estadio medio. En el Este, comienza con la domesticación de
animales y en el Oeste, con el cultivo de las hortalizas por medio del riego y
con el empleo de adobes (ladrillos secados al sol) y de la piedra para la
construcción.
Comenzamos
por el Oeste, porque aquí este estadio no fue superado en ninguna parte hasta
la conquista de América por los europeos.
Entre
los indios del estadio inferior de la barbarie (figuran aquí todos los que
viven al este del Misisipí) existía ya en la época de su descubrimiento cierto
cultivo hortense del maíz y quizá de la calabaza, del melón y otras plantas de
huerta que les suministraban una parte muy esencial de su alimentación; vivían
en casas de madera, en aldeas protegidas por empalizadas. Las tribus del
Noroeste, principalmente las del valle del Columbia, hallábanse aún en el
estadio superior del estado salvaje y no conocían la alfarería ni el más simple
cultivo de las plantas. Por el contrario, los indios de los llamados pueblos de
Nuevo México, los mexicanos, los centroamericanos y los peruanos de la época de
la conquista, hallábanse en el estadio medio de la barbarie; vivían en casas de
adobes y de piedra en forma de fortalezas; cultivaban en huertos de riego artificial
el maíz y otras plantas comestibles, diferentes según el lugar y el clima, que
eran su principal fuente de alimentación, y hasta habían reducido a la
domesticidad algunos animales: los mexicanos, el pavo y otras aves; los
peruanos, la llama. Además, sabían labrar los metales, excepto el hierro; por
eso no podían aún prescindir de sus armas a instrumentos de piedra. La
conquista española cortó en redondo todo ulterior desenvolvimiento
independiente.
En
el Este, el estado medio de la barbarie acomenzó con la domesticación de
animales para el suministro de leche y carne, mientras que, al parecer, el
cultivo de las plantas permaneció desconocido allí hasta muy avanzado este
período. La domesticación de animales, la cría de ganado y la formación de
grandes rebaños parecen ser la causa de que los arios y los semitas se
apartasen del resto de la masa de los bárbaros. Los nombres con que los arios
de Europa y Asia designan a los animales son aún comunes, pero los de las
plantas cultivadas son casi siempre distintos.
La
formación de rebaños llevó, en los lugares adecuados, a la vida pastoril; los
semitas, en las praderas del Eufrates y del Tigris; los arios, en las de la India, del Oxus y el
Jaxartes[1]; del
Don y el Dniépér. Fue por lo visto en estas tierras ricas en pastizales donde
primero se consiguió domesticar animales. Por ello a las generaciones
posteriores les parece que los pueblos pastores proceden de comarcas que, en
realidad, lejos de ser la cuna del género humano, eran casi inhabitables para
sus salvajes abuelos y hasta para los hombres del estadio inferior de la
barbarie. Y, a la inversa, en cuanto esos bárbaros del estadio medio se
habituaron a la vida pastoril, nunca se les hubiera podido ocurrir la idea de
abandonar voluntariamente las praderas situadas en los valles de los rios para
volver a los territorios selváticos donde habitaran sus antepasados. Y ni aun
cuando fueron empujados hacia el Norte y el Oeste les fue posible a los semitas
y a los arios retirarse a las regiones forestales del Oeste de Asia y de Europa
antes de que el cultivo de los cereales les permitiera en este suelo menos
favorable alimentar sus ganados, sobre todo en invierno. Es más que probable
que el cultivo de los cereales naciese aquí, en primer término, de la necesidad
de proporcionar forrajes a las bestias, y que hasta más tarde no cobrase
importancia para la alimentación del hombre.
Quizá
la evolución superior de los arios y los semitas se deba a la abundancia de
carne y de leche en su alimentación y, particularmente, a la benéfica
influencia de estos alimentos en el desarrollo de los niños. En efecto, los
indios de los pueblos de Nuevo México, que se ven reducidos a una alimentación
casi exclusivamente vegetal, tienen el cerebro mucho más pequeño que los indios
del estadio inferior de la barbarie, que comen más carne y pescado. En todo
caso, en este estadio desaparece poco a poco la antropofagia, que ya no
sobrevive sino como rito religioso o como un sortilegio, lo cual viene a ser
casi lo mismo.
3.
Estadio superior. Comienza con la fundición del mineral de
hierro, y pasa al estadio de la civilización con el invento de la escritura
alfabética y su empleo para la notación literaria. Este estadio, que, como
hemos dicho, no ha existido de una manera independiente sino en el hemisferio
oriental, supera a todos los anteriores juntos en cuanto a los progresos de la
producción. A este estadio pertenecen los griegos de la época heroica, las tribus
italas poco antes de la fundación de Roma, los germanos de Tácito, los
normandos del tiempo de los vikingos.
Ante
todo, encontramos aquí por primera vez el arado de hierro tirado por animales
domésticos, lo que hace posible la roturación de la tierra en gran escala -la agricultura-
y produce, en las condiciones de entonces, un aumento prácticamente casi
ilimitado de los medios de existencia; en relación con esto, observamos también
la tala de los bosques y su transformación en tierras de labor y en praderas,
cosa imposible en gran escala sin el hacha y la pala de hierro. Todo ello
motivó un rápido aumento de la población, que se instala densamente en pequeñas
áreas. Antes del cultivo de los campos sólo circunstancias excepcionales
hubieran podido reunir medio millón de hombres bajo una dirección central; es
de creer que esto no aconteció nunca.
En
los poemas homéricos, principalmente en la "Iliada", aparece ante
nosotros la época más floreciente del estadio superior de la barbarie. La
principal herencia que los griegos llevaron de la barbarie a la civilización la
constituyen instrumentos de hierro perfeccionados, los fuelles de fragua, el
molino de brazo, la rueda de alfarero, la preparación del aceite y del vino, el
labrado de los metales elevado a la categoría de arte, la carreta y el carro de
guerra, la construcción de barcos con tablones y vigas, los comienzos de la
arquitectura como arte, las ciudades amuralladas con torres y almenas, las
epopeyas homéricas y toda la mitología. Si comparamos con esto las descripciones
hechas por César, y hasta por Tácito, de los germanos, que se hallaban en el
unbral del estadio de cultura del que los griegos de Homero se disponían a
pasar a un grado más alto, veremos cuán espléndido fue el desarrollo de la
producción en el estadio superior de la barbarie.
El
cuadro del desarrollo de la humanidad a través del salvajismo y de la barbarie
hasta los comienzos de la civilización, cuadro que acabo de bosquejar siguiendo
a Morgan, es bastante rico ya en rasgos nuevos y, sobre todo, indiscutibles,
por cuanto están tomados directamente de la producción. Y, sin embargo,
parecerá empañado e incompleto si se compara con el que se ha de desplegar ante
nosotros al final de nuestro viaje; sólo entonces será posible presentar con
toda claridad el tránsito de la barbarie a la civilización y el pasmoso
contraste entre ambas. Por el momento, podemos generalizar la clasificación de
Morgan como sigue: Salvajismo. -Período en que predomina la apropiación
de productos que la naturaleza da ya hechos; las producciones artificiales del
hombre están destinadas, sobre todo, a facilitar esa apropiación. Barbarie.
-Período en que aparecen la ganadería y la agricultura y se aprende a
incrementar la producción de la naturaleza por medio del género humano. Civilización.
-Período en el que el hombre sigue aprendiendo a elaborar los productos
naturales, período de la industria, propiamente dicha, y del arte.
II. La Familia
Morgan,
que pasó la mayor parte de su vida entre los iroqueses - establecidos aún
actualmente en el Estado de Nueva York- y fue adoptado por una de sus tribus
(la de los senekas), encontró vigente entre ellos un sistema de parentesco en
contradicción con sus verdaderos vínculos de familia. Reinaba allí esa especie
de matrimonio, fácilmente disoluble por ambas partes, llamado por Morgan
"familia sindiásmica". La descendencia de una pareja conyugal de esta
especie era patente y reconocida por todo el mundo; ninguna duda podía quedar
acerca de a quién debían aplicarse los apelativos de padre, madre, hijo, hija,
hermano, hermana. Pero el empleo de estas expresiones estaba en completa
contradicción con lo antecedente. El iroqués no sólo llama hijos a hijas a los
suyos propios, sino también a los de sus hermanos, que, a su vez, también le
llamam a él padre. Por el contrario, llama sobrinos y sobrinas a los hijos de
sus hermanas, los cuales le llaman tío. Inversamente, la iroquesa, a la vez que
a los propios, llama hijos e hijas a los de sus hermanas, quienes le dan el
nombre de madre. Pero llama sobrinos y sobrinas a los hijos de sus hermanos,
que la llaman tía. Del mismo modo, los hijos de hermanos se llaman entre sí
hermanos y hermanas, y lo mismo hacen los hijos de hermanas. Los hijos de una
mujer y los del hermano de ésta se llaman mutuamente primos y primas. Y no son
simples nombres, sino expresión de las ideas que se tiene de lo próximo o lo
lejano, de lo igual o lo desigual en el parentesco consanguíneo; ideas que
sirven de base a un parentesco completamente elaborado y capaz de expresar
muchos centenares de diferentes relaciones de parentesco de un sólo individuo.
Más aún: este sistema no sólo se halla en pleno vigor entre todos los indios de
América (hasta ahora no se han encontrado excepciones), sino que existe
también, casi sin cambio ninguno, entre los aborígenes de la India, las tribus
dravidianas del Decán y las tribus gauras del Indostán. Los nombres de
parentesco de las familias del Sur de la India y los de los senekas iroqueses del Estado
de Nueva York aun hoy coinciden en más de doscientas relaciones de parentesco
diferentes. Y en estas tribus de la
India, como entre los indios de América, las relaciones de
parentesco resultantes de la vigente forma de la familia están en contradicción
con el sistema de parentesco.
¿A
qué se debe este fenómeno?. Si tomamos en consideración el papel decisivo que
la consanguinidad desempeña en el régimen social entre todos los pueblos
salvajes y bárbaros, la importancia de un sistema tan difundido no puede ser
explicada con mera palabrería. Un sistema que prevalece en toda América, que
existe en Asia entre pueblos de raza completamente distinta, y que en formas
más o menos modificadas suele encontrarse por todas partes en Africa y en
Australia, requiere ser explicado históricamente y no con frases hueras como
quiso hacerlo, por ejemplo, MacLennan. Los apelativos de padre, hijo, hermano,
hermana, no son simples títulos honoríficos, sino que, por el contrario, traen
consigo serios deberes recíprocos perfectamente definidos y cuyo conjunto forma
una parte esencial del régimen social de esos pueblos. Y se encontró la
explicación del hecho. En las islas Sandwich (Hawaí) había aún en la primera
mitad de este siglo una forma de familia en la que existían los mismos padres y
madres, hermanos y hermanas, hijos e hijas, tios y tias, sobrinos y sobrinas
que requiere el sistema de parentesco de los indios americanos y de los
aborígenes de la India.
Pero -¡cosa extraña!- el sistema de parentesco vigente en
Hawaí tampoco respondía a la forma de familia allí existente. Concretamente: en
este país todos los hijos de hermanos y hermanas, sin excepción, son hermanos y
hermanas entre sí y se reputan como hijos comunes, no solo de su madre y de las
hermanas de ésta o de su padre y de los hermanos de éste, sino que también de
todos sus hermanos y hermanas de dus padres y madres sin distinción. Por tanto,
si el sistema de parentesco presupone una forma más primitiva de la familia,
que ya no existe en América, pero que encontramos aún en Hawaí, el sistema
hawaiano, por su parte, nos apunta otra forma aún más rudimentaria de la
familia, que si bien no hallamos hoy en ninguna parte, ha debido existir,
pues de lo contrario no hubiera podido nacer el sistema de parentesco que le
corresponde. "La familia, dice Morgan, es el elemento activo; nunca
permanece estacionada, sino que pasa de una forma inferior a una forma superior
a medida que la sociedad evoluciona de un grado más bajo a otro más alto. Los
sistemas de parentesco, por el contrario, son pasivos; sólo después de largos
intervalos registran los progresos hechos por la familia y no sufren una
modificación radical sino cuando se ha modificado radicalmente la
familia". "Lo mismo -añade Carlos Marx- sucede en general con los
sistemas políticos, jurídicos, religiosos y filosóficos". Al paso que la
familia sigue viviendo, el sistema de parentesco se osifica; y mientras éste
continúa en pie por la fuerza de la costumbre, la familia rebasa su marco.
Pero, por el sistema de parentesco legado históricamente hasta nuestros dias,
podemos concluir que existió una forma de familia a él correspondiente y hoy
extinta, y lo podemos concluir con la misma certidumbre con que dedujo Cuvier
por los huesos de un didelfo hallado cerca de París que le esqueleto pertenecía
a un didelfo y que allí existieron en un tiempo didelfos, hoy extintos.
Los
sistemas de parentesco y las normas de familia a que acabamos de referirnos difieren
de los reinantes hoy en que cada hijo tenía varios padres y madres. En el
sistema americano de parentesco, al cual corresponde la familia hawaiana, un
hermano y una hermana no pueden ser padre y madre de un mismo hijo; el sistema
de parentesco hawaiano presupone una familia en la que, por el contrario, esto
es la regla. Tenemos aquí una serie de formas de familia que están en
contradicción directa con las admitidas hasta ahora como únicas valederas. La
concepción tradicional no conoce más que la monogamia, al lado de la poligamia
del hombre, y, quizá, la poliandría de la mujer, pasando en silencio -como
corresponde al filisteo moralizante- que en la práctica se salta tácitamente y
sin escrúpulos por encima de las barreras impuestas por la sociedad oficial. En
cambio, el estudio de la historia primitiva nos revela un estado de cosas en
que los hombres practican la poligamia y sus mujeres la poliandría y en que,
por consiguiente, los hijos de unos y otros se consideran comunes. A su vez,
ese mismo estado de cosas pasa por toda una serie de cambios hasta que se
resuelve en la monogamia. Estas modificaciones son de tal especie, que el
círculo comprendido en la unión conyugal común, y que era muy amplio en su
origen, se estrecha poco a poco hasta que, por último, ya no comprende sino la
pareja aislada que predomina hoy.
Reconstituyendo
retrospectivamente la historia de la familia, Morgan llega, de acuerdo con la
mayor parte de sus colegas, a la conclusión de que existió un estadio primitivo
en el cual imperaba en el seno de la tribu el comercio sexual promiscuo, de
modo que cada mujer pertenecía igualmente a todos los hombres y cada hombre a
todas las mujeres. En el siglo pasado habíase ya hablado de tal estado
primitivo, pero sólo de una manera general; Bachofen fue el primero -y éste es
uno de sus mayores méritos- que lo tomó en serio y buscó sus huellas en las
tradiciones históricas y religiosas. Sabemos hoy que las huellas descubiertas
por él no conducen a ningún estado social de promiscuidad de los sexos, sino a
una forma muy posterior; al matrimonio por grupos. Aquel estadio social
primitivo, aun admitiendo que haya existido realmente, pertenece a una época
tan remota, que de ningún modo podemos prometernos encontrar pruebas directas
de su existencia, ni aun en los fósiles sociales, entre los salvajes más
atrasados. Corresponde precisamente a Bachofen el mérito de haber llevado a
primer plano el estudio de esta cuestión[1].
En
estos últimos tiempos se ha hecho moda negar ese período inicial en la vida
sexual del hombre. Se quiere ahorrar esa "vergüenza" a la humanidad.
Y para ello apóyanse, no sólo en la falta de pruebas directas, sino, sobre
todo, en el ejemplo del resto del reino animal. De éste ha sacado Letourneau
("La evolución del matrimonio y de la familia, 1888[2])
numerosos hechos, con arreglo a los cuales la promiscuidad sexual completa no
es propia sino de las especies más inferiores. Pero de todos estos hechos yo no
puedo inducir más conclusión que ésta: no prueban absolutamnte nada respecto al
hombre y a sus primitivas condiciones de existencia. El emparejamiento por
largo plazo entre los vertebrados puede ser plenamente explicado por razones
fisiológicas; en las aves, por ejemplo, se debe a la necesidad de asistir a la
hembra mientras incuba los huevos; los ejemplos de fiel monogamia que se
encuentran en las aves no prueban nada respecto al hombre, puesto que éste no
desciende precisamente del ave. Y si la estricta monogamia es la cumbre de la
virtud, hay que ceder la palma a la tenia solitaria, que en cada uno de sus
cincuenta a doscientos anillos posee un aparato sexual masculino y femenino
completo, y se pasa la existencia entera cohabitando consigo misma en cada uno
de esos anillos reproductores. Pero si nos limitamos a los mamíferos,
encontramos en ellos todas las formas de la vida sexual: la promiscuidad, la
unión por grupos, la poligamia, la monogamia; sólo falta la poliandría, a la
cual nada más que seres humanos podían llegar. Hasta nuestros parientes más
próximos, los cuadrumanos, presentan todas las variedades posibles de
agrupamiento entre machos y hembras; y si nos encerramos en límites aún más
estrechos y no ponemos mientes sino en las cuatro especies de monos
antropomorfos, Letourneau sólo puede decirnos de ellos que viven cuándo en la
monogamia cuándo en la poligamia; mientras que Saussure, según Giraud-Teulon,
declara que son monógamos. También distan mucho de probar nada los recientes
asertos de Westermarck ("La historia del matrimonio humano", 1891[3])
acerca de la monogamia del mono antropomorfo. En resumen, los datos son de tal
naturaleza, que el honrado Letourneau conviene en que "no hay en los
mamíferos ninguna relación entre el grado de desarrollo intelectual y la forma
ed la unión sexual". Y Espinas dice con franqueza ("Las sociedades
animales", 1877[4]):
"La horda es el más elevado de los grupos sociales que hemos podido
observar en los animales. Parece compuesto de familias, pero ya en su
origen la familia y el rebaño son antagónicos; se desarrollan en razón
inversa una y otro".
Según
acabamos de ver, no sabemos nada positivo acerca de la familia y otras
agrupaciones sociales de los monos antropomorfos; los datos que poseemos se
contradicen diametralmente, y no hay que extrañarlo. ¡Cuán contradictorias son
y cuán necesitadas están de ser examinadas y comprobadas cíticamente incluso
las noticias que poseemos respecto a las tribus humanas en estado salvaje!.
Pues bien, las sociedades de los monos son mucho más difíciles de observar que
las de los hombres. Por tanto, hasta tener una información amplia debemos
rechazar toda conclusión sacada de datos que no merecen ningún crédito.
Por
el contrario, el pasaje de Espinas que hemos citado nos da mejor punto de
apoyo. La horda y la familia, en los animales superiores, no son complementos
recíprocos, sino fenómenos antagónicos. Espinas describe muy bien cómo la
rivalidad de los machos durante el período de celo relaja o suprime
momentáneamente los lazos sociales de la horda' "Allí donde está
íntimamente unida la familia no vemos formarse hordas, salvo raras excepciones.
Por el contrario, las hordas se constituyen casi de un modo natural donde
reinan la promiscuidad o la poligamia... Para que se produzca la horda se
precisa que los lazos familiares se hayan relajado y que el individuo haya
recobrado su libertad. Por eso tan rara vez observamos entre las aves bandadas
organizadas... En cambio, entre los mamíferos es donde encontramos sociedades
más o menos organizadas precisamente porque en este caso el individuo no es
absorvido por la familia... Así, pues, la conciencia colectiva de la horda no
puede tener en su origen enemigo mayor que la conciencia colectiva de la
familia. No titubeemos en decirlo: si se ha desarrollado una sociedad superior
a la familia, ha podido deberse únicamente a que se han incorporado a ella
familias profundamente alteradas, aunque ello no excluye que, precisamente por
esta razón, dichas familias puedan más adelante reconstituirse bajo condiciones
infinítamente más favorables". (Espinas, cap. I, citado por Giraud-Teulon:
"Origen del matrimonio y de la familia, 1884[5] págs.
518-520).
Como
vemos, las sociedades animales tienen cierto valor para sacar conclusiones
respecto a las sociedades humanas, pero sólo en un sentido negativo. Por todo
lo que sabemos, el vertebrado superior no conoce sino dos formas de familia: la
poligamia y la monogamia. En ambos casos sólo se admite un macho adulto,
un marido. Los celos del macho, a la vez lazo y límite de la familia,
oponen ésta a la horda; la horda, la forma social más elevada, se hace
imposible en unas ocasiones, y en otras, se relaja o se disuelve durante el
período del celo; en el mejor de los casos, su desarrollo se ve frenado por los
celos de los machos. Esto basta para probar que la familia animal y la sociedad
humana primitiva son cosas incompatibles; que los hombres primitivos, en la
época en que pugnaban por salir de la animalidad, o no tenía ninguna nocióni de
la familia o, a lo sumo, conocían una forma que no se da en los animales. Un
animal tan inerme como la criatura que se estaba convirtiendo en hombre pudo
sobrevivir en pequeño número incluso en una situación de aislamiento, en la que
la forma de sociabilidad más elevada es la pareja, forma que, basándose en
relatos de cazadores, atribuye Westermarck al gorila y al chimpancé. Mas, para
salir de la animalidad, para realizar el mayor progreso que conoce la
naturaleza, se precisaba un elemento más; remplazar la carencia de poder
defensivo del hombre aislado por la unión de fuerzas y la acción común de la
horda. Partiendo de las condiciones en que viven hoy los monos antropomorfos,
sería sencillamente inexplicable el tránsito a la humanidad; estos monos
producen más bien el efectos de líneas colaterales desviadas en vías de
extinción y que, en todo caso, se encuentran en un proceso de decadencia. Con
esto basta para rechazar todo paralelo entre sus formas de familia y las del
hombre primitivo. La tolerancia recíproca entre los machos adultos y la
ausencia de celos constituyeron la primera condición para que pudieran formarse
esos grupos extensos y duraderos en cuyo seno únicamente podía operarse la transformación
del animal en hombre. Y, en efecto, ¿qué encontramos como forma más antigua y
primitiva de la familia, cuya existencia indudablemente nos demuestra la
historia y que aun podemos estudiar hoy en algunas partes?. El matrimonio por
grupos, la forma de matrimonio en que grupos enteros de hombres y grupos
enteros de mujeres se pertenecen recíprocamente y que deja muy poco margen para
los celos. Además, en un estadio posterior de desarrollo encontramos la
poliandria, forma excepcional, que excluye en mayor medida aún los celos y que,
por ello, es desconocida entre los animales. Pero, como las formas de
matrimonio por grupos que conocemos van acompañadas por condiciones tan
peculiarmente complicadas que nos indican necesariamente la existencia de formas
anteriores más sencillas de relaciones sexuales, y con ello, en último término,
un período de promiscuidad correspondiente al tránsito de la animalidad a la
humanidad, las referencias a los matrimonios animales nos llevan de nuevo al
mismo punto del que debíamos haber partido de una vez para siempre.
¿Qué
significa lo de comercio sexual sin trabas? Es significa que no existían los
límites prohibitivos de ese comercio vigentes hoy o en una época anterior. Ya
hemos visto caer las barreras de los celos. Si algo se ha podido establecer
irrefutablemente, es que los celos son un sentimiento que se ha desarrollado
relativamente tarde. Lo mismo sucede con la idea del incesto. No sól en la
época primitiva eran marido y mujer el hermano y la hermana, sino que aun hoy
es lícito en muchos pueblos un comercio sexual entre padres e hijos. Bancroft
("Las razas indígenas de los Estados de la costa del Pacífico de América
del Norte, 1885, tomo I[6])
atestigua la existencia de tales relaciones entre los kaviatos del Estrecho de
Behring, los kadiakos de cerca de Alaska y los tinnehs, en el interior de la América del Norte
británica; Letourneau ha reunido numerosos hechos idénticos entre los indios
chippewas, los cucús de Chile, los caribes, los karens de la Indochina; y esto,
dejando a un lado los relatos de los antiguos griegos y romanos acerca de los
partos, los persas, los escitas, los hunos, etc.. Antes de la invención del
incesto (porque es una invención, y hasta de las más preciosas), el
comercio sexual entre padres e hijos no podía ser más repugnante que entre
otras personas de generaciones diferentes, cosa que ocurre en nuestros días,
hasta en los países más mojigatos, sin producir gran horror. Viejas
"doncellas" que pasan de los sesenta se casan, si son lo bastante
ricas, con hombres jóvenes de unos treinta años. Pero si despojamos a las
formas de la familia más primitivas que conocemos de las ideas de incesto que
les corresponden (ideas que difieren en absoluto de las nuestras y que a menudo
las contradicen por completo), vendremos a parar a una forma de relaciones
carnales que sólo puede llamarse promiscuidad sexual, en el sentido de que aún
no existían las restricciones impuestas más tarde por la costumbre. Pero de
esto no se deduce, en ningún modo, que en la práctica cotidiana dominase
inevitablemente la promiscuidad. De ningún modo queda excluida la unión de
parejas por un tiempo determinado, y así ocurre, en la mayoría de los casos,
aun en el matrimonio por grupos. Y si Westermarck, el último en negar este
estado primitivo, da el nombre de matrimonio a todo caso en que ambos sexos
conviven hasta el nacimiento de un vástago, puede decirse que este matrimonio
podía muy bien tener lugar en las condiciones de la promiscuidad sexual sin
contradecir en nada a ésta, es decir, a la carencia de barreras impuestas por
la costumbre al comercio sexual. Verdad es que Westermarck parte del punto de
vista de que "la promiscuidad supone la supresión de las inclinaciones
individuales", de tal suerte, que "su forma por excelencia es la
prostitución". Paréceme más bien que es imposible formarse la menor idea
de las condiciones primitivas, mientras se las mire por la ventana de un lupanar.
Cuadno hablemos del matrimonio por grupos volveremos a tratar de este asunto.
Según
Morgan, salieron de este estado primitivo de promiscuidad, probablemente en
época muy temprana:
1.
La familia consanguínea, la primera etapa de la familia.
Aquí los grupos conyugales se clasifican por generaciones: todos los abuelos y
abuelas, en los límites de la familia, son maridos y mujeres entre sí; lo mismo
sucede con sus hijos, es decir, con los padres y las madres; los hijos de éstos
forman, a su vez, el tercer círculo de cónyuges comunes; y sus hijos, es decir,
los biznietos de los primeros, el cuarto. En esta forma de la familia, los
ascendientes y los descendientes, los padres y los hijos, son los únicos que
están excluídos entre sí de los derechos y de los deberes (pudiéramos decir)
del matrimonio. Hermanos y hermanas, primos y primas en primero, segundo y
restantes grados, son todos ellos entre sí hermanos y hermanas, y por eso
mismo todos ellos maridos y mujeres unos de otros. El vínculo de hermano y
hermana presupone de por sí en este período el comercio carnal recíproco[7].
Ejemplo
típico de tal familia serían los descendientes de una pareja en cada una de
cuyas generaciones sucesivas todos fuesen entre sí hermanos y hermanas y, por
ello mismo, maridos y mujeres unos de otros.
La
família consanguínea ha desaparecido. Ni aun los pueblos más salvajes de que
habla la historia presentan algún ejemplo indudable de ella. Pero lo que nos
obliga a reconocer que debió existir, es el sistema de parentesco
hawaiano que aún reina hoy en toda la Polinesia y que expresa grados de parentesco
consanguíneo que sólo han podido nacer con esa forma de familia; nos obliga
también a reconocerlo todo el desarrollo ulterior de la familia, que presupone
esa forma como estadio preliminar necesario.
2.
La familia punalúa. Si el primer progreso en la organización de
la familia consistió en excluir a los padres y los hijos del comercio sexual
recíproco, el segundo fue en la exclusión de los hermanos. Por la mayor
igualdad de edades de los participantes, este progreso fue infinitamente más
importante, pero también más difícil que el primero. Se realizó poco a poco,
comenzando, probablemente, por la exclusión de los hermanos uterinos (es decir,
por parte de madre), al principio en casos aislados, luego, gradualmente, como
regla general (en Hawaí aún había excepciones en el presente siglo), y acabando
por la prohibición del matrimonio hasta entre hermanos colaterales (es decir,
según nuestros actuales nombres de parentesco, los primos carnales, primos
segundos y primos terceros). Este progreso constituye, según Morgan, "una
magnífica ilustración de cómo actúa el principio de la selección natural".
Sin duda, las tribus donde ese progreso limitó la reproducción consanguínea,
debieron desarrollarse de una manera más rápida y más completa que aquéllas
donde el matrimonio entre hermanos y hermanas continuó siendo una regla y una
obligación. Hasta qué punto se hizo sentir la acción de ese progreso lo
demuestra la institución de la gens, nacida directamente de él y que
rebasó, con mucho, su fin inicial. La gens formó la base del orden social de la
mayoría, si no de todos los pueblos bárbaros de la Tierra, y de ella pasamos
en Grecia y en Roma, sin transiciones, a la civilización.
Cada
familia primitiva tuvo que escindirse, a lo sumo después de algunas
generaciones. La economía doméstica del comunismo primitivo, que domina
exclusivamente hasta muy entrado el estadio medio de la barbarie, prescribía
una extensión máxima de la comunidad familiar, variable según las
circunstancias, pero más o menos determinada en cada localidad. Pero, apenas
nacida, la idea de la impropiedad de la unión sexual entre hijos de la misma
madre debió ejercer su influencia en la escisión de las viejas comunidades
domésticas (Hausgemeinden) y en la formación de otras nuevas que no coincidían
necesariamente con el grupo de familias. Uno o más grupos de hermanas
convertíanse en el núcleo de una comunidad, y sus hermanos carnales, en el
núcleo de otra. De la familia consanguínea salió, así o de una manera análoga,
la forma de familia a la que Morgan da el nombre de familia punalúa. Según la
costumbre hawaiana, cierto número de hermanas carnales o más lejanas (es decir,
primas en primero, segundo y otros grados), eran mujeres comunes de sus maridos
comunes, de los cuales quedaban excluidos, sin embargo, sus propios hermanos.
Esos maridos, por su parte, no se llamaban entre sí hermanos, pues ya no tenían
necesidad de serlo, sino "punalúa", es decir, compañero íntimo, como
quien dice associé. De igual modo, una serie de hermanos uterinos o más
lejanos tenían en matrimonio común cierto número de mujeres, con exclusión
de sus propias hermanas, y esas mujeres se llamaban entre sí
"punalúa". Este es el tipo clásico de una formación de la familia
(Familienformation) que sufrió más tarde una serie de variaciones y cuyo rasgo
característico esencial era la comunidad recíproca de maridos y mujeres en el
seno de un determinado círculo familiar, del cual fueron excluidos, sin
embargo, al principio los hermanos carnales y, más tarde, también los hermanos
más lejanos de las mujeres, ocurriendo lo mismo con las hermanas de los
maridos.
Esta
forma de la familia nos indica ahora con la más perfecta exactitud los grados
de parentesco, tal como los expresa el sistema americano. Los hijos de las
hermanas de mi madre son también hijos de ésta, como los hijos de los hermanos
de mi padre lo son también de éste; y todos ellos son hermanas y hermanos míos.
Pero los hijos de los hermanos de mi madre son sobrinos y sobrinas de ésta,
como los hijos de las hermanas de mi padre son sobrinos y sobrinas de éste; y
todos ellos son primos y primas míos. En efecto, al paso que los maridos de las
hermanas de mi madre son también maridos de ésta, y de igual modo las mujeres
de los hermanos de mi padre son también mujeres de éste -de derecho, si no
siempre de hecho-, la prohibición por la sociedad del comercio sexual entre
hermanos y hermanas ha conducido a la división de los hijos de hermanos y de
hermanas, considerados indistintamente hasta entonces como hermanos y hermanas,
en dos clases: unos siguen siendo como lo eran antes, hermanos y hermanas
(colaterales); otros - los hijos de los hermanos en un caso, y en otro los
hijos de las hermanas-no pueden seguir siendo ya hermanos y hermanas, ya
no pueden tener progenitores comunes, ni el padre, ni la madre, ni ambos
juntos; y por eso se hace necesaria, por primera vez, la clase de los sobrinos
y sobrinas, de los primos y primas, clase que no hubiera tenido ningún sentido
en el sistema familiar anterior. El sistema de parentesco americano, que parece
sencillamente absurdo en toda forma de familia que descanse, de esta o la otra
forma, en la monogamia, se explica de una manera racional y está justificado
naturalmente hasta en sus más íntimos detalles por la familia punalúa. La
familia punalúa, o cualquier otra forma análoga, debió existir, por lo menos en
la misma medida en que prevaleció este sistema de consanguinidad.
Esta
forma de la familia, cuya existencia en Hawaí está demostrada, habría sido
también probablemente demostrada en toda la Polinesia si los
piadosos misioneros, como antaño los frailes españoles en América, hubiesen
podido ver en estas relaciones anticristianas algo más que una simple
"abominación"[8].
Cuadno César nos dice que los bretones, que se hallaban por aquel entonces en
el estadio medio de la barbarie, que "cada diez o doce hombres tienen
mujeres comunes, con la particularidad de que en la mayoría de los casos son
hermanos y hermanas y padres e hijos", la mejor explicación que se puede
dar es el matrimonio por grupos. Las madres bárbaras no tienen diez o doce hijos
en edad de poder sostener mujeres comunes; pero el sistema americano de
parentesco, que corresponde a la familia punalúa, suministra gran número de
hermanos, puesto que todos los primos carnales o remotos de un hombre son
hermanos, puesto que todos los primos carnales o remotos de un hombre son
hermanos suyos. Es posible que lo de "padres con sus hijos" sea un
concepto erróneo de César; sin embargo, este sistema no excluye absolutamente
que puedan encontrarse en el mismo grupo conyugal padre e hijo, madre e hija,
pero sí que se encuentren en él padre e hija, madre e hijo. Esta forma de la
familia suministra también la más fácil explicación de los relatos de Heródoto
y de otros escritores antiguos acerca de la comunidad de mujeres en los pueblos
salvajes y bárbaros. Lo mismo puede decirse de lo que Watson y Kaye cuentan de
los tikurs del Audh, al norte del Ganges, en su libro "La población de la India"[9].
"Cohabitan (es decir, hacen vida sexual) casi sin distinción, en grandes
comunidades; y cuando dos individuos se consideran como marido y mujer, el
vínculo que les une es puramente nominal".
En
la inmensa mayoría de los casos, la institución de la gens parece haber
salido directamente de la familia punalúa. Cierto es que el sistema de clases[1-]
australiano también representa un punto de partida para la gens; los
australianos tienen la gens, pero aún no tienen familia punalúa, sino una forma
más primitiva de grupo conyugal.
En
ninguna forma de familia por grupos puede saberse con certeza quién es el padre
de la criatura, pero sí se sabe quién es la madre. Aun cuando ésta llama hijos
suyos a todos los de la familia común y tiene deberes maternales para
con ellos, no por eso deja de distinguir a sus propios hijos entre los demás.
Por tanto, es claro que en todas partes donde existe el matrimonio por grupos,
la descendencia sólo puede establecerse por la línea materna, y por
consiguiente, sólo se reconoce la línea femenina. En ese caso se
encuentran, en efecto, todos los pueblos salvajes y todos los que se hallan en
el estadio inferior de la barbarie; y haberlo descubierto antes que nadie es el
segundo mérito de Bachofen. Este designa el reconocimiento exclusivo de la
filiación maternal y las relaciones de herencia que después se han deducido de
él con el nombre de derecho materno; conservo esta expresión en aras de la
brevedad. Sin embargo, es inexacta, porque en ese estadio de la sociedad no
existe aún derecho en el sentido jurídico de la palabra.
Tomemos
ahora en la familia punalúa uno de los dos grupos típicos, concretamente el de
una especie de hermanas carnales y más o menos lejanas (es decir, descendientes
de hermanas carnales en primero, segundo y otros grados), con sus hijos y sus
hermanos carnales y más o menos lejanos por línea materna (los cuales, con
arreglo a nuestra premisa, no son sus maridos), obtendremos exáctamente
el círculo de los individuos que más adelante aparecerán como miembros de una
gens en la primitiva forma de esta institución. Todos ellos tienen por tronco
común una madre, y en virtud de este origen, los descendientes femeninos forman
generaciones de hermanas. Pero los maridos de estas hermanas ya no pueden ser
sus hermanos; por tanto, no pueden descender de aquel tronco materno y no
pertenecen a este grupo consanguíneo, que más adelante llega a ser la gens,
mientras que sus hijos pertenecen a este grupo, pues la descendencia por línea
materna es la única decisiva, por ser la única cierta. En cuanto queda
prohibido el comercio sexual entre todos los hermanos y hermanas -incluso los
colaterales más lejanos- por línea materna, el grupo antedicho se transforma en
una gens, es decir, se constituye como un círculo cerrado de parientes
consanguíneos por línea femenina, que no pueden casarse unos con otros; círculo
oque desde ese momento se consolida cada vez más por medio de instituciones
comunes, de orden social y religioso, que lo distinguen de las otras gens de la
misma tribu. Más adelante volveremos a ocuparnos de esta cuestión con mayor
detalle. Pero si estimamos que la gens surge en la familia punalúa no sólo
necesariamente, sino incluso como cosa natural, tendremos fundamento para
estimar casi indudable la existencia anterior de esta forma de familia en todos
los pueblos en que se puede comprobar instituciones gentilicias, es decir, en
casi todos los pueblos bárbaros y civilizados.
Cuando
Morgan escribió su libro, nuestros conocimientos acerca del matrimonio por
grupos eran muy limitados. Se sabía alguna cosa del matrimonio por grupos entre
los australianos organizados en clases, y, además, Morgan había publicado ya en
1871 todos los datos que poseía sobre la familia punalúa en Hawaí. La familia
punalúa, por un lado, suministraba la explicación completa del sistema de
parentesco vigente entre los indios americanos y que había sido el punto de
partida de todas las investigaciones de Morgan; por otro lado, constituía el punto
de arranque para deducir la gens de derecho materno; por último, era un grado
de desarrollo mucho más alto que las clases australianas. Se comprende, por
tanto, que Morgan la concibiese como el estadio de desarrollo inmediatamente
anterior al matrimonio sindiásmico y le atribuyese una difusión general en los
tiempos primitivos. De entonces acá, hemos llegado a conocer otra serie de
formas de matrimonio por grupos, y ahora sabemos que Morgan fue demasiado lejos
en este punto. Sin embargo, en su familia punalúa tuvo la suerte de encontrar
la forma más elevada, la forma clásica del matrimonio por grupos, la forma que
explica de la manera más sencilla el paso a una forma superior.
Si
las nociones que tenemos del matrimonio por grupos se han enriquecido, lo debemos
sobre todo al misionero inglés Lorimer Fison, que durante años ha estudiado
esta forma de la familia en su tierra clásica, Australia. Entre los negros
australianos del monte Gambier, en el Sur de Australia, es donde encontró el
grado más bajo de desarrollo. La tribu entera se divide allí en dos grandes
clases: los krokis y los kumites. Está terminantemente prohibido el comercio
sexual en el seno de cada una de estas dos clases; en cambio, todo hombre de
una de ellas es marido nato de toda mujer de la otra, y recíprocamente. No son
los individuos, sino grupos enteros, quienes están casados unos con otros,
clase con clase. Y nótese que allí no hay en ninguna parte restricciones por
diferencia de edades o de consanguinidad especial, salvo la que se desprende de
la división en dos clases exógamas. Un kroki tiene de derecho por esposa a toda
mujer kumite; y como su propia hija, como hija de una mujer kumite, es también
kumite en virtud del derecho materno, es, por ello, esposa nata de todo kroki,
incluído su padre. En todo caso, la organización por clases, tal como se nos
presenta, no opone a esto ningún obstáculo. Así, pues, o esta organización
apareció en una época en que, a pesar de la tendencia instintiva de limitar el
incesto, no se veía aún nada malo en las relaciones sexuales entre hijos y
padres, y entonces el sistema de clases debió nacer directamente de las
condiciones del comercio sexual sin restricciones, o, por el contrario, cuando
se crearon las clases estaban ya prohibidas por la costumbre las
relaciones sexuales entre padres e hijos, y entonces la situación actual señala
la existencia anterior de la familia consanguínea y constituye el primer paso
dado para salir de ella. Esta última hipótesis es la más verosimil. Que yo
sepa, no se dan ejemplos de unión conyugal entre padres e hijos en Australia;
y, aparte de eso, la forma posterior de la exogamia, la gens basada en el
derecho materno, presupone tácitamente la prohibición de este comercio, como
una cosa que había encontrado ya establecida antes de su surgimiento.
Además
de la región del monte Gambier, en el Sur de Australia, el sistema de las
clases se encuentra a orillas del río Darling, más al este, y en Queensland, en
el nordeste; de modo que está muy difundido. Este sistema sólo excluye el matrimonio
entre hermanos y hermanas, entre hijos de hermanos y entre hijos de hermanas
por línea materna, porque éstos pertenecen a la misma clase; por el contrario,
los hijos de hermano y de hermana pueden casarse unos con otros. Un nuevo paso
hacia la prohibición del matrimonio entre consanguíneos lo observamos entre los
kamilarois, en las márgenes del Darling, en la Nueva Gales del Sur,
donde las dos clases originarias se han escindido en cuatro, y donde cada una
de estas cuatro clases se casa, entera, con otra determinada. Las dos primeras
clases son esposos natos una de otra; pero según pertenezca la madre a la
primera o a la segunda, pasan los hijos a la tercera o a la cuarta. Los hijos
de estas dos últimas clases, igualmente casadas una con otra, pertenecen de
nuevo a la primera y a la segunda. De suerte que siempre una generación
pertenece a la primera y a la segunda clase, la siguiente a la tercera y a la
cuarta, y la que viene inmediatamente después, de nuevo a la primera y a la
segunda. Dedúcese de aquí que hijos de hermano y hermana (por línea materna) no
pueden ser marido y mujer, pero sí pueden serlo los nietos de hermano y
hermana. Este complicado orden se enreda aún más porque se injerta en él más
tarde la gens basada en el derecho materno; pero aquí no podemos entrar en
detalle. Observamos, pues, que la tendencia a impedir el matrimonio entre
consanguíneos se manifiesta una y otra vez, pero de modo espontáneo, a tientas,
sin conciencia clara del fin que se persigue.
El
matrimonio por grupos, que en Australia es además un matrimonio por clases, la
unión conyugal en masa de toda una clase de hombres, a menudo esparcida por
todo el continente, con una clase entera de mujeres no menos diseminada; este
matrimonio por grupos, visto de cerca, no es tan monstruoso como se lo
representa la fantasía de los filisteos, influenciada por la prostitución. Por
el contrario, transcurrieron muchísimos años antes de que se tuviese ni
siquiera noción de su existencia, la cual, por cierto, se ha puesto de nuevo en
duda hace muy poco. A los ojos del observador superficial, se presenta como una
monogamia de vínculos muy flojos y, en algunos lugares, como una poligamia
acompañada de una infidelidad ocasional. Hay que consagrarle años de estudio,
como lo han hecho Fison y Howitt, para descubrir en esas relaciones conyugales
(que, en la práctica, recuerdan más bien a la generalidad de los europeos las
costumbres de su patria), la ley en virtud de la cual el negro australiano, a
miles de kilómetros de sus lares, entre gente cuyo lenguaje no comprende -y a
menudo en cada campamento, en cada tribu-, mujeres que se le entregan
voluntariamente, sin resistencia; ley en virtud de la cual, quien tiene varias
mujeres, cede una de ellas a su huésped para la noche. Allí donde el europeo ve
inmoralidad y falta de toda ley, reina de hecho una ley muy rigurosa. Las
mujeres pertenecen a la clase conyugal del forastero y, por consiguiente, son
sus esposas natas; la misma ley moral que destina el uno a al otra, prohibe, so
pena de infamia, todo comercio sexual fuera de las clases conyugales que se
pertenecen recíprocamente. Aun allí donde se practica el rapto de las mujeres,
que ocurre a menudo y en parte de Australia es regla general, se mantiene
escrupulosamente la ley de las clases.
En
el rapto de las mujeres se encuentra ya indicios del tránsito a la monogamia,
por lo menos en la forma del matrimonio sindiásmico; cuando un joven, con ayuda
de sus amigos, se ha llevado de grado o por fuerza a una joven, ésta es gozada
por todos, uno tras otro, pero después se considera como esposa del promotor
del rapto. Y a la inversa, si la mujer robada huye de casa de su marido y la
recoge otro, se hace esposa de este último y el primero pierde sus
prerrogativas. Al lado y en el seno del matrimonio por grupos, que, en general,
continúa existiendo, se encuentran, pues, relaciones exclusivistas, uniones por
parejas, a plazo más o menos largo, y también la poligamia; de suerte que
también aquí el matrimonio por grupos se va extingiendo, quedando reducida la cuestión
a saber quién, bajo la influencia europea, desaparecerá antes de la escena: el
matrimonio por grupos o los negros australianos que lo practican.
El
matrimonio por clases enteras, tal como existe en Australia, es, en todo caso,
una forma muy atrasada y muy primitiva del matrimonio por grupos, mientras que
la familia punalúa constituye, en cuanto no es dado conocer, su grado superior
de desarrollo. El primero parece ser la forma correspondiente al estado social
de los salvajes errantes; la segunda supone ya el establecimiento fijo de
comunidades comunistas, y conduce directamente al grado inmediato superior de
desarrollo. Entre estas dos formas de matrimonio hallaremos aún, sin duda
alguna, grados intermedios; éste es un terreno de investigaciones que acaba de
descubrirse, y en el cual no se han dado todavía sino los primeros pasos.
3.
La familia sindiásmica. En el régimen de matrimonio por
grupos, o quizás antes, formábanse ya parejas conyugales para un tiempo más o
menos largo; el hombre tenía una mujer principal (no puede aún decirse que una
favorita) entre sus numerosas, y era para ella el esposo principal entre todos
los demás. Esta circunstancia ha contribuído no poco a la confusión producida
en la mente de los misioneros, quienes en el matrimonio por grupos ven ora una
comunidad promiscua de la mujeres, ora un adulterio arbitrario. Pero conforme
se desarrollaba la gens e iban haciéndose más numerosas las clases de
"hermanos" y "hermanas", entre quienes ahora era imposible
el matrimonio, esta unión conyugal por parejas, basada en la costumbre, debió
ir consolidándose. Aún llevó las cosas más lejos el impulso dado por la gens a
la prohibición del matrimonio entre parientes consanguíneos. Así vemo que entre
los iroqueses y entre la mayoría de los demás indios del estadio inferior de la
barbarie, está prohibido el matrimonio entre todos los parientes que
cuenta su sistema, y en éste hay algunos centenares de parentescos diferentes.
Con esta creciente complicación de las prohibiciones del matrimonio, hiciéronse
cada vez más imposibles las uniones por grupos, que fueron sustituidas por la familia
sindiásmica. En esta etapa un hombre vive con una mujer, pero de tal suerte
que la poligamia y la infidelidad ocasional siguen siendo un derecho para los
hombres, aunque por causas económicas la poligamia se observa raramente; al
mismo tiempo, se exige la más estricta fidelidad a las mujeres mientras dure la
vida común, y su adulterio se castiga cruelmente. Sin embargo, el vínculo
conyugal se disuelve con facilidad por una y otra parte, y después, como antes,
los hijos sólo pertenecen a la madre.
La
selección natural continúa obrando en esta exclusión cada vez más extendida de
los parientes consanguíneos del lazo conyugal. Según Morgan, "el
matrimonio entre gens no consanguíneas engendra una raza más fuerte, tanto en
el aspecto físico como en el mental; mezclábanse dos tribus avanzadas, y los
nuevos cráneos y cerebros crecían naturalmente hasta que comprendían las
capacidades de ambas tribus. Las tribus que habían adoptado el régimen de la
gens, estaban llamadas, pues, a predominar sobre las atrasadas do a
arrastrarlas tras de sí con su ejemplo.
Por
tanto, la evolución de la familia en los tiempos prehistóricos consiste en una
constante reducción del círculo en cuyo seno prevalece la comunidad conyugal
entre los dos sexos, círculo que en su origen abarcaba la tribu entera. La
exclusión progresiva, primero de los parientes cercanos, después de los
lejanosd y, finalmente, de las personas meramente vinculadas por alianza, hace
imposible en la práctica todo matrimonio por grupos; en último término no queda
sino la pareja, unida por vínculos frágiles aún, esa molécula con cuya
disociación concluye el matrimonio en general. Esto prueba cuán poco tiene que
ver el origen de la monogamia con el amor sexual individual, en la actual
concepción de la palabra. Aun prueba mejor lo dicho la práctica de todos los
pueblos que se hallan en este estado de desarrollo. Mientras que en las
anteriores formas de la familia los hombres nunca pasaban apuros para encontrar
mujeres, antes bien tenían más de las que les hacían falta, ahora las mujeres
escaseaban y había que buscarlas. Por eso, con el matrimonio sindiásmico
empiezan el rapto y la compra de las mujeres, síntomas muy difundidos,
pero nada más que síntomas, de un cambio mucho más profundo que se había
efectuado; MacLennan, ese escocés pedante, ha transformado por arte de su
fantasía esos síntomas, que no son sino simples métodos de adquirir mujeres, en
distintas clases de familias, bajo la forma de "matrimonio por rapto"
y "matrimonio por compra". Además, entre los indios de América y en
otras partes (en el mismo estadío), el convenir en un matrimonio no incumbe a
los interesados, a quienes a menudo ni aun se les consulta, sino a sus madres.
Muchas veces quedan prometidos así dos seres que no se conocen el uno al otro,
y a quienes no se comunica el cierre del trato hasta que no llega el momento
del enlace matrimonial. Antes de la boda, el futuro hace regalos a los
parientes gentiles de la prometida (es decir, a los parientes por parte de la
madre de ésta, y no al padre ni a los parientes de éste). Estos regalos se
consideran como el precio por el que el hombre compra a la joven núbil que le
ceden. El matrimonio es disoluble a voluntad de cada uno de los dos cónyuges;
sin embargo, en numerosas tribus, por ejemplo, entre los iroqueses, se ha
formado poco a poco una opinión pública hostil a esas rupturas; en caso de
haber disputas entre los cónyuges, median los parientes gentiles de cada carte,
y sólo si esta mediación no surte efecto, se lleva a cabo la separación, en
virtud de la cual se queda la mujer con los hijos y cada una de las partes es
libre de casarse de nuevo.
La
familia sindiásmica, demasiado débil e inestable por sí misma para hacer sentir
la necesidad o, aunque sólo sea, el deseo de un hogar particular, no suprime de
ningún modo el hogar comunista que nos presenta la época anterior. Pero el
hogar comunista significa predominio de la mujer en la casa, lo mismo que el
reconocimiento exclusivo de una madre propia, en la imposibilidad de conocer
con certidumbre al verdadero padre, significa profunda estimación de las
mujeres, es decir, de las madres. Una de las ideas más absurdas que nos ha
transmitido la filosofía del siglo XVIII es la opinión de que en el origen de
la sociedad la mujer fue la esclava del hombre. Entre todos los salvajes y en
todas las tribus que se encuentran en los estadios inferior, medio y, en parte,
hasta superior de la barbarie, la mujer no sólo es libre, sino que está muy
considerada. Arthur Wright, que fue durante muchos años misionero entre los
iroqueses-senekas, puede atestiguar cual es aún esta situación de la mujer en
el matrimonio sindiásmico. Wright dice: "Respecto a sus familias, en la
época en que aún vivían en las antiguas casas grandes (domicilios comunistas de
muchas familias)... predominaba siempre allí un clan (una gens), y las mujeres
tomaban sus maridos en otros clanes (gens)... Habitualmente, las mujeres
gobernaban en la casa; las provisiones eran comunes, pero ¡desdichado del pobre
marido o amante que era demasiado holgazán o torpe para aportar su parte al
fondo de provisiones de la comunidad!. Por más hijos o enseres personales que
tuviese en la casa, podía a cada instante verse conminado a liar los bártulos y
tomar el portante. Y era inútil que intentase oponer resistencia, porque la
casa se convertía para él en un infierno; no le quedaba más remedio sino
volverse a su propio clan (gens) o, lo que solía suceder más a menudo, contraer
un nuevo matrimonio en otro. Las mujeres constituían una gran fuerza dentro de
los clanes (gens), lo mismo que en todas partes. Llegado el caso, no vacilaban
en destituir a un jefe y rebajarle a simple guerrero". La economía
doméstica comunista, donde la mayoría, si no la totalidad de las mujeres, son
de una misma gens, mientras que los hombres pertenecen a otras distintas, es la
base efectiva de aquella preponderancia de las mujeres, que en los tiempos
primitivos estuvo difundida por todas partes y el descubrimiento de la cual es
el tercer mérito de Bachofen. Puedo añadir que los relatos de los viajeros y de
los misioneros a cerca del excesivo trabajo con que se abruma a las mujeres
entre los salvajes y los bárbaros, no están en ninguna manera en contradicción
con lo que acabo de decir. La división del trabajo entre los dos sexos depende
de otras causas que nada tienen que ver con la posición de la mujer en la
sociedad. Pueblos en los cuales las mujeres se ven obligadas mucho más de lo
que, según nuestras ideas, les corresponde, tienen a menudo mucha más
consideración real hacia ellas que nuestros europeos. La señora de la
civilización, rodeada de aparentes homenajes, extraña a todo trabajo efectivo,
tiene una posición social muy inferior a la de la mujer de la barbarie, que
trabaja de firme, se ve en su pueblo conceptuada como una verdadera dama (lady,
frowa, frau = señora) y lo es efectivamente por su propia disposición.
Nuevas
investigaciones acerca de los pueblos del Noroeste y, sobre todo, del Sur de
América, que aún se hallan en el estadio superior del salvajismo, deberán
decirnos si el matrimonio sindiásmico ha remplazado o no por completo hoy en
América al matrimonio por grupos. Respecto a los sudamericanos, se refieren tan
variados ejemplos de licencia sexual, que se hace difícil admitir la
desaparición completa del antiguo matrimonio por grupos. En todo caso, aún no
han desaparecido todos sus vestigios. Por lo menos, en cuarenta tribus de
América del Norte el hombre que se casa con la hermana mayor tiene derecho a tomar
igualmente por mujeres a todas las hermanas de ella, en cuanto llegan a la edad
requerida. Esto es un vestigio de la comunidad de maridos para todo un grupo de
hermanas. De los habitantes de la península de California (estadio superior del
salvajismo) cuenta Bancroft que tienen ciertas festividades en que se reunen
varias "tribus" para practicar el comercio sexual más promiscuo. Con
toda evidencia, son gens que en estas fiestas conservan un oscuro recuerdo del
tiempo en que las mujeres de una gens tenían por maridos comunes a todos los
hombres de otra, y recíprocamente. La misma costumbre impera aún en Australia.
En algunos pueblos acontece que los ancianos, los jefes y los hechiceros
sacerdotes practican en provecho propio la comunidad de mujeres y monopolizan
la mayor parte de éstas; pero, en cambio, durante ciertas fiestas y grandes
asambleas populares están obligados a admitir la antigua posesión común y a
permitir a sus mujeres que se solacen con los hombres jóvenes. Westermarck
(páginas 28- 29) aporta una serie de ejemplos de saturnales de este género, en
las que recobra vigor por corto tiempo la antigua libertad del comercio sexual:
entre los hos, los santalas, los pandchas, y los cotaros de la India, en algunos pueblos
africanos, etc. Westermarck deduce de un modo extraño que estos hechos
constituyen restos, no del matrimonio por grupos, que él niega, sino del
período del celo, que los hombres primitivos tuvieron en común con los
animales.
Llegamos
al cuarto gran descubrimiento de Bachofen: el de la gran difusión de la forma
del tránsito del matrimonio por grupos al matrimonio sindiásmico. Lo que
Bachofen representa como una penitencia por la transgresión de los antiguos
mandamientos de los dioses, como una penitencia impuesta a la mujer para comprar
su derecho a la castidad, no es, en resumen, sino la expresión mística del
rescate por medio del cual se libra la mujer de la antigua comunidad de maridos
y adquiere el derecho de no entregarse más que a uno solo. Ese rescate
consiste en dejarse poseer en determinado periodo: las mujeres babilónicas
estaban obligadas a entregarse una vez al año en el templo de Mylitta; otros
pueblos del Asia Menor enviaban a sus hijas al templo de Anaitis, donde,
durante años enteros, debían entregarse al amor libre con favoritos elegidos
por ellas antes de que se les permitiera casarse; en casi todos los pueblos
asiáticos entre el Mediterráneo y el Ganges hay análogas usanzas, disfrazadas
de costumbres religiosas. El sacrificio expiatorio que desempeña el papel de
rescate se hace cada vez más ligero con el tiempo, como lo ha hecho notar
Bachofen: "La ofrenda, repetida cada año, cede el puesto a un sacrificio
hecho sólo una vez; al heterismo de las matronas sigue el de las jóvenes
solteras; se practica antes del matrimonio, en vez de ejercitarlo durante éste;
en lugar de abandonarse a todos, sin tener derecho de elegir, la mujer ya no se
entrega sino a ciertas personas". ("Derecho materno", pág. XIX).
En otros pueblos no existe ese disfraz religioso; en algunos -los tracios, los
celtas, etc., en la antigüedad, en gran número de aborígenes de la India, en los pueblos
malayos, en los insulares de Oceanía y entre muchos indios americanos hoy día
-las jóvenes gozan de la mayor libertad sexual hasta que contraen matrimonio.
Así sucede, sobre todo, en la
América del Sur, como pueden atestiguarlo cuantos han
penetrado algo en el interior. De una rica familia de origen indio refiere
Agassiz ("Viaje por el Brasil, Boston y Nueba York"[11]
1886, pág. 266) que, habiendo conocido a la hija de la casa, preguntó por su
padre, suponiendo que lo sería el marido de la madre, oficial del ejército en
campaña contra el Paraguay; pero la madre le respondió sonriéndose: "Naod
tem pai, he filha da fortuna" (no tiene padre, es hija del acaso).
"Las mujeres indias o mestizas hablan siempre en este tono, sin vergüenza
ni censura, de sus hijos ilegítimos; y esto es la regla, mientras que lo
contrario parece ser la excepción. Los hijos... a menudo sólo conocen a su
madre, porque todos los cuidados y toda la responsabilidad recaen sobre ella;
nada saben acerca de su padre, y tampoco parece que la mujer tuviese nunca la
idea de que ella o sus hijos pudieran reclamarle la menor cosa". Lo que
aquí parece pasmoso al hombre civilizado, es sencillamente la regla en el
matriarcado y en el matrimonio por grupos.
En
otros pueblos, los amigos y parientes del novio o los convidados a la boda
ejercen con la novia, durante la boda misma, el derecho adquirido por usanza
inmemorial, y al novio no le llega el turno sino el último de todos: así
sucedía en las islas Baleares y entre los augilas africanos en la antigüedad, y
así sucede aún entre los bareas en Abisinia. En otros, un personaje oficial,
sea jefe de la tribu o de la gens, cacique, shamán, sacerdote o príncipe, es
quien representa a la colectividad y quien ejerce en la desposada el derecho de
la primera noche ("jus primae noctis"). A pesar de todos los
esfuerzos neorrománticos de cohonestarlo, ese "jus primae noctis"
existe hoy aún como una reliquia del matrimonio por grupos entre la mayoría de
los habitantes del territorio de Alaska (Bancroft: "Tribus Nativas",
1, 81), entre los tahus del Norte de México (ibid, pág. 584) y entre otros
pueblos; y ha existido durante toda la Edad Media, por lo menos en los países de origen
céltico, donde nació directamente del matrimonio por grupos; en Aragón, por
ejemplo. Al paso que en Castilla el campesino nunca fue siervo, la servidumbre
más abyecta reinó en Aragón hasta la sentencia o bando arbitral de Fernando el
Católico de 1486, documento donde se dice: "Juzgamos y fallamos que los
señores (senyors, barones) susodichos no podrán tampoco pasar la primera noche
con la mujer que haya tomado un campesino, ni tampoco podrán durante la noche
de boda, después que se hubiere acostado en la cama la mujer, pasar la pierna
encima de la cama ni de la mujer, en señal de su soberanía; tampoco podrán los
susodichos señores servirse ade las hijas o lo hijos de los campesinos contra
su voluntad, con y sin pago". (Citado, según el texto original en catalán,
por Sugenheim, "La servidumbre", San Petersburgo 1861[12],
pág. 35).
Aparte
de esto, Bachofen tiene razón evidente cuando afirma que el paso de lo que él
llama "heterismo" o "Sumpfzeugung" a la monogamia se
realizó esencialmente gracias a las mujeres. Cuanto más perdían las antiguas
relaciones sexuales su candoroso carácter primitivo selvático a causa del
desarrollo de las condiciones económicas y, por consiguiente, a causa de la
descomposición del antiguo comunismo y de la densidad, cada vez mayor, de la
población, más envilecedoras y opresivas debieran parecer esas relaciones a las
mujeres y con mayor fuerza debieron de anhelar, como liberación, el derecho a
la castidad, el derecho al matrimonio temporal o definitivo con un solo hombre.
Este progreso no podía salir del hombre, por la sencilla razón, sin buscar
otras, de que nunca, ni aun en nuestra época, le ha pasado por las mientes la
idea de renunciar a los goces del matrimonio efectivo por grupos. Sólo después
de efectuado por la mujer el tránsito al matrimonio sindiásmico, es cuando los
hombres pudieron introducir la monogamia estricta, por supuesto, sólo para las
mujeres.
La
familia sindiásmica aparece en el límite entre el salvajismo y la barbarie, las
más de las veces en el estadio superior del primero, y sólo en algunas partes
en el estadio inferior de la segunda. Es la forma de familia característica de
la barbarie, como el matrimonio por grupos lo es del salvajismo, y la monogamia
lo es de la civilización. Para que la familia sindiásmica evolucione hasta
llegar a una monogamia estable fueron menester causas diversas de aquéllas cuya
acción hemos estudiado hasta aquí. En la familia sindiásmica el grupo había
quedado ya reducido a su última unidad, a su molécula biatómica: a un hombre y
una mujer. La selección natural había realizado su obra reduciendo cada vez más
la comunidad de los matrimonios, nada le quedaba ya que hacer en este sentido.
Por tanto, si no hubieran entrado en juego nuevas fuerzas impulsivas de
"orden social", no hubiese habido ninguna razón para que de la
familia sindiásmica naciera otra nueva forma de familia. Pero entraron en juego
esas fuerzas impulsivas.
Abandonemos
ahora América, tierra clásica de la familia sindiásmica. Ningún indicio permite
afirmar que en ella se halla desarrollado una forma de familia más perfecta,
que haya existido allí una monogamia estable en ningún tiempo antes del
descubrimiento y de la conquista. Lo contrario sucedió en el viejo mundo.
Aquí
la domesticación de los animales y la cría de ganado habían abierto manantiales
de riqueza desconocidos hasta entonces, creando relaciones sociales enteramente
nuevas. Hasta el estadio inferior de la barbarie, la riqueza duradera se
limitaba poco más o menos a la habitación, los vestidos, adornos primitivos y
los enseres necesarios para obtener y preparar los alimentos: la barca, las armas,
los utensilios caseros más sencillos. El alimento debía ser conseguido cada día
nuevamente. Ahora, con sus manadas de caballos, camellos, asnos, bueyes,
carneros, cabras y cerdos, los pueblos pastores, que iban ganando terreno (los
arios en el País de los Cinco Ríos y en el valle del Ganges, así como en las
estepas del Oxus y el Jaxartes, a la sazón mucho más espléndidamente irrigadas,
y los semitas en el Eufrates y el Tigris), habían adquirido riquezas que sólo
necesitaban vigilancia y los cuidados más primitivos para reproducirse en una
proporción cada vez mayor y suministrar abundantísima alimentación en carne y
leche. Desde entonces fueron relegados a segundo plano todos los medios con
anterioridad empleados; la caza que en otros tiempos era una necesidad, se
trocó en un lujo.
Pero,
¿a quién pertenecía aquella nueva riqueza?. No cabe duda alguna de que, en su
origen, a la gens. Pero muy pronto debió de desarrollarse la propiedad privada
de los rebaños. Es difícil decir si el autor de lo que se llama el primer libro
de Moisés consideraba al patriarca Abraham propietario de sus rebaños por
derecho propio, como jefe de una comunidad familiar, o en virtud de su carácter
de jefe hereditario de una gens. Sea como fuere, lo cierto es que no debemos
imaginárnoslo como propietario, en el sentido moderno de la palabra. También es
indudable que en los unbrales de la historia auténtica encontramos ya en todas
partes los rebaños como propiedad particular de los jefes de familia, con el
mismo título que los productos del arte de la barbarie, los enseres de metal,
los objetos de lujo y, finalmente, el ganado humano, los esclavos.
La
esclavitud había sido ya inventada. El esclavo no tenía valor ninguno para los
bárbaros del estadio inferior. Por eso los indios americanos obraban con sus
enemigos vencidos de una manera muy diferente de como se hizo en el estadio
superior. Los hombres eran muertos o los adoptaba como hermanos la tribu
vencedora; las mujeres eran tomadas como esposas o adoptadas, con sus hijos
supervivientes, de cualquier otra forma. En este estadio, la fuerza de trabajo
del hombre no produce aún excedente apreciable sobre sus gastos de
mantenimiento. Pero al introducirse la cria de ganado, la elaboración de los
metales, el arte del tejido, y, por último, la agricultura, las cosas tomaron
otro aspecto. Sobre todo desde que los rebaños pasaron definitivamente a ser
propiedad de la familia, con la fuerza de trabajo pasó lo mismo que había
pasado con las mujeres, tan fáciles antes de adquirir y que ahora tenían ya su
valor de cambio y se compraban. La familia no se multiplicaba con tanta rapidez
como el ganado. Ahora se necesitaban más personas para la custodia de éste;
podía utilizarse para ello el prisionero de guerra, que además podía
multiplicarse, lo mismo que el ganado.
Convertidas
todas estas riquezas en propiedad particular de las familias, y aumentadas
después rápidamente, asestaron un duro golpe a la sociedad fundada en el
matrimonio sindiásmico y en la gens basada en el matriarcado. El matrimonio
sindiásmico había introducido en la fmailia un elemento nuevo. Junto a la
verdadera madre había puesto le verdadero padre, probablemente mucho más
auténtico que muchos "padres" de nuestros días. Con arreglo a la
división del trabajo en la familia de entonces, correspondía al hombre procurar
la alimentación y los instrumentos de trabajo necesarios para ello;
consiguientemente, era, por derecho, el propietario de dichos instrumentos y en
caso de separación se los llevaba consigo, de igual manera que la mujer conservaba
sus enseres domésticos. Por tanto, según las costumbres de aquella sociedad, el
hombre era igualmente propietario del nuevo manantial de alimentación, el
ganado, y más adelante, del nuevo instrumento de trabajo, el esclavo. Pero
según la usanza de aquella misma sociedad, sus hijos no podían heredar de él,
proque, en cuanto a este punto, las cosas eran como sigue.
Con
arreglo al derecho materno, es decir, mientras la descendencia sólo se contaba
por línea femenina, y según la primitiva ley de herencia imperante en la gens,
los miembros de ésta heredaban al principio de su pariente gentil fenecido. Sus
bienes debían quedar, pues, en la gens. Por efecto de su poca importancia,
estos bienes pasaban en la práctica, desde los tiempos más remotos, a los parientes
más próximos, es decir, a los consanguíneos por línea materna. Pero los hijos
del difunto no pertenecían a su gens, sino a la de la madre; al principio
heredaban de la madre, con los demás consanguíneos de ésta; luego,
probablemente fueran sus primeros herederos, pero no podían serlo de su padre,
porque no pertenecían a su gens, en la cual debían quedar sus bienes. Así, a la
muerte del propietario de rebaños, estos pasaban en primer término a sus
hermanos y hermanas y a los hijos de estos últimos o a los descendientes de las
hermanas de su madre; en cuanto a sus propios hijos, se veían desheredados.
Así,
pues, las riquezas, a medida que iban en aumento, daban, por una parte, al
hombre una posición más importante que a la mujer en la familia y, por otra
parte, hacían que naciera en él la idea de valerse de esta ventaja para
modificar en provecho de sus hijos el orden de herencia establecido. Pero esto
no podía hacerse mientras permaneciera vigente la filiación según el derecho
materno. Este tenía que ser abolido, y lo fue. Ello no resultó tan difícil como
hoy nos parece. Aquella revolución -una de las más profundas que la humanidad
ha conocido- no tuvo necesidad de tocar ni a uno solo de los miembros vivos de
la gens. Todos los miembros de ésta pudieron seguir siendo lo que hasta
entonces habían sido. Bastó decidir sencillamente que en lo venidero los
descendientes de un miembro masculino permanecerían en la gens, pero los de un
miembro femenino saldrían de ella, pasando a la gens de su padre. Así quedaron
abolidos al filiación femenina y el derecho hereditario materno,
sustituyéndolos la filiación masculina y el derecho hereditario paterno. Nada
sabemos respecto a cómo y cuando se produjo esta revolución en los pueblos
cultos, pues se remonta a los tiempos prehistóricos. Pero los datos reunidos,
sobre todo por Bachofen, acerca de los numerosos vestigios del derecho materno,
demuestran plenamente que esa revolución se produjo; y con qué facilidad
se verifica, lo vemos en muchas tribus indias donde acaba de efectuarse o se
está efectuando, en parte por influjo del incremento de las riquezas y el
cambio de género de vida (emigración desde los bosques a las praderas), y en
parte por la influencia moral de la civilización y de los misioneros. De ocho
tribus del Misurí, en seis rigen la filiación y el orden de herencia
masculinos, y en otras dos, los femeninos. Entre los schawnees, los miamíes y
los delawares se ha introducido la costumbre de dar a los hijos un nombre
perteneciente a la gens paterna, para hacerlos pasar a ésta con el fin de que
puedan heredar de su padre. "Casuística innata en los hombres la de
cambiar las cosas cambiando sus nombres y hallar salidas para romper con la
tradición, sin salirse de ella, en todas partes donde un interés directo da el
impulso suficiente para ello" (Marx). Resultó de ahí una espantosa
confusión, la cual sólo podía remediarse y fue en parte remediada con el paso
al patriarcado. "Esta parece ser la transición más natural" (Marx).
Acerca de lo que los especialistas en Derecho comparado pueden decirnos sobre
el modo en que se operó esta transición en los pueblos civilizados del Mundo
Antiguo -casi todo son hipótesis-, véase Kovalevski, "Cuadro de los
orígenes y de la evolución de la familia y de la propiedad", Estocolmo
1890[13].
El
derrocamiento del derecho materno fue la gran derrota histórica del sexo
femenino en todo el mundo. El hombre empuñó también las riendas en la casa;
la mujer se vio degradada, convertida en la servidora, en la esclava de la
lujuria del hombre, en un simple instrumento de reproducción. Esta baja
condición de la mujer, que se manifiesta sobre todo entre los griegos de los
tiempos heroicos, y más aún en los de los tiempos clásicos, ha sido
gradualmente retocada, disimulada y, en ciertos sitios, hasta revestida de
formas más suaves, pero no, ni mucho menos, abolida.
El
primer efecto del poder exclusivo de los hombres, desde el punto y hora en que
se fundó, lo observamos en la forma intermedia de la familia patriarcal, que
surgió en aquel momento. Lo que caracteriza, sobre todo, a esta familia no es
la poligamia, de la cual hablaremos luego, sino la "organización de cierto
número de individuos, libres y no libres, en una familia sometida al poder
paterno del jefe de ésta. En la forma semítica, ese jefe de familia vive en
plena poligamia, los esclavos tienen una mujer e hijos, y el objetivo de la
organización entera es cuidar del ganado en un área determinada". Los
rasgos esenciales son la incorporación de los esclavos y la potestad paterna;
por eso, la familia romana es el tipo perfecto de esta forma de familia. En su
origen, la palabra familia no significa el ideal, mezcla de sentimentalismos y
de disensiones domésticas, del filisteo de nuestra época; al principio, entre
los romanos, ni siquiera se aplica a la pareja conyugal y a sus hijos, sino tan
sólo a los esclavos. Famulus quiere decir esclavo doméstico, y familia es el
conjunto de los esclavos pertenecientes a un mismo hombre. En tiempos de Gayo
la "familia, id es patrimonium" (es decir, herencia), se transmitía
aun por testamento. Esta expresión la inventaron los romanos para designar un
nuevo organismo social, cuyo jefe tenía bajo su poder a la mujer, a los hijos y
a cierto número de esclavos, con la patria potestad romana y el derecho de vida
y muerte sobre todos ellos. "La palabra no es, pues, más antigua que el
férreo sistema de familia de las tribus latinas, que nació al introducirse la
agricultura y la esclavitud legal y después de la escisión entre los itálicos
arios y los griegos". Y añade Marx: "La familia moderna contiene en
germen, no sólo la esclavitud (servitus), sino también la servidumbre, y desde
el comienzo mismo guarda relación con las cargas en la agricultura. Encierra, in
miniature, todos los antagonismos que se desarrollan más adelante en la
sociedad y en su Estado".
Esta
forma de familia señala el tránsito del matrimonio sindiásmico a la monogamia.
Para asegurar la fidelidad de la mujer y, por consiguiente, la paternidad de
los hijos, aquélla es entregada sin reservas al poder del hombre: cuando éste
la mata, no hace más que ejercer su derecho.
Con
la familia patriarcal entramos en los dominios de la historia escrita, donde la
ciencia del Derecho comparado nos puede prestar gran auxilio. Y en efecto, esta
ciencia nos ha permitido aquí hacer importantes progresos. A Máximo Kovalevski
("Cuadro de los orígenes y de la evolución de la familia y de la
propiedad", págs. 60-100, Estocolmo 1890) debemos la idea de que la
comunidad familiar patriarcal (patriarchalische Hausgenossenschaft), según
existe aún entre los servios y los búlgaros con el nombre de zádruga
(que puede traducirse poco más o menos como confraternidad! o bratstwo
(fraternidad)), y bajo una forma modificada entre los orientales, ha
constituido el estadio de transición entre la familia de derecho materno, fruto
del matrimonio por grupos, y la monogamia moderna. Esto parece probado, por lo
menos respecto a los pueblos civilizados del Mundo Antiguo, los arios y los
semitas.
La
zádruga de los sudeslavos constituye el mejor ejemplo, existente aún, de
una comunidad familiar de esta clase. Abarca muchas generaciones de
descendientes de un mismo padre, los cuales viven juntos, con sus mujeres, bajo
el mismo techo; cultivan sus tierras en común, se alimentan y se visten de un
fondo común y poseen en común el sobrante de los productos. La comunidad está
sujeta a la administración superior del dueño de la casa (domàcin), quien la
representa ante el mundo exterior, tiene el derecho de enajenar las cosas de
valor mínimo, lleva la caja y es responsable de ésta, lo mismo que de la buena
marcha de toda la hacienda. Es elegido, y no necesita para ello ser el de más
edad. Las mujeres y su trabajo están bajo la dirección de la dueña de la casa
(domàcica), que suele ser la mujer del domàcin. Esta tiene también voz, a
menudo decisiva, cuando se trata de elegir marido para las mujeres solteras.
Pero el poder supremo pertenece al consejo de familia, a la asamblea de todos
los adultos de la comunidad, hombres y mujeres. Ante esa asamblea rinde cuentas
el domàcin, ella es quien resuelve las cuestiones de importancia, administra
justicia entre todos los miembros de la comunidad, decide las compras o ventas
más importantes, sobre todo de tierras, etc.
No
hace más de diez años que se ha probado la existencia en Rusia de grandes
comunidades familiares de esta especie; hoy todo el mundo reconoce que tienen
en las costumbres populares rusas raíces tan ondas como la obschina, o comunidad
rural. Figuran en el más antiguo código ruso -la "Pravda" de
Yaroslav-, con el mismo nombre (verv) que en las leyes de Damacia; en las
fuentes históricas polacas y checas también podemos encontrar referencias al
respecto.
También
entre los germanos, según Heusler ("Instituciones del Derecho
alemán"), la unidad económica primitiva no es la familia aislada en el
sentido moderno de la palabra, sino una comunidad familiar (Hausgenossenschaft)
que se compone de muchas generaciones con sus respectivas familias y que además
encierra muy a menudo individuos no libres. La familia romana se refiere
igualmente a este tipo, y, debido a ello, el poder absoluto del padre sobre los
demás miembros de la familia, por supuesto privados enteramente de derechos
respecto a él, se ha puesto muy en duda recientemente. Comunidades familiares
del mismo género han debido de existir entre los celtas de Irlanda; en Francia,
se han mantenido en el Nivernesado con el nombre de parçonneries hasta la Revolución, y no se han
extinguido aún en el Franco-Condado. En los alrededores de Louans (Saona y
Loira) se ven grandes caserones de labriegos, con una sala común central muy
alta, que llega hasta el caballete del tejado; alrededor se encuentran los
dormitorios, a los cuales se sube por unas escalerillas de seis u ocho
peldaños; habitan en esas casas varias generaciones de la misma familia.
La
comunidad familiar, con cultivo del suelo en común, se menciona ya en la India por Nearco, en tiempo
de Alejandro Magno, y aún subsiste en el Penyab y en todo el noroeste del país.
El mismo Kovalevsky ha podido encontrarla en el Cáucaso. En Argelia existe aún
en las cábilas. Ha debido hallarse hasta en América, donde se cree descubrirla
en las "calpullis"[14]descritas
por Zurita en el antiguo México; por el contrario, Cunow ("Ausland",
1890, números 42-44) ha demostrado de una manera bastante clara que en la época
de la conquista existía en el Perú una especie de marca (que, cosa extraña,
también se llamaba allí "marca"), con reparto periódico de las
tierras cultivadas y, por consiguiente, con cultivo individual.
En
todo caso, la comunidad familiar patriarcal, con posesión y cultivo del suelo
en común, adquiere ahora una significación muy diferente de la que tenía antes.
Ya no podemos dudar del gran papel transicional que desempeñó entre los
civilizados y otros pueblos de la antigüedad en el período entre la familia de
derecho materno y la familia monógama. Más adelante hablaremos de otra cuestión
sacada por Kovalevski, a saber: que la comunidad familiar fue igualmente el
estadio transitorio de donde salió la comunidad rural o la marca, con cultivo
individual del suelo y reparto al principio periódico y después defintivo de
los campos y pastos.
Respecto
a la vida de familia en el seno de estas comunidades familiares, debe hacerse
notar que, por lo menos en Rusia, los amos de casa tienen la fama de abusar
mucho de su situación en lo que respecta a las mujeres más jóvenes de la
comunidad, principalmente a sus nueras, con las que forman a menudo un harén;
las canciones populares rusas son harto elocuentes a este respecto.
Antes
de pasar a la monogamia, a la cual da rápido desarrollo el derrumbamiento del
matriarcado, digamos algunas palabras de la poligamia y de la poliandria. Estas
dos formas de matrimonio sólo pueden ser excepciones, artículos de lujo de la
historia, digámoslo así, de no ser que se presenten simultáneamente en un mismo
país, lo cual, como sabemos, no se produce. Pues bien; como los hombres
excluidos de la poligamia no podían consolarse con las mujeres dejadas en
libertad por la poliandria, y como el número de hombres y mujeres,
independientemente de las instituciones sociales, ha seguido siendo casi igual
hasta ahora, ninguna de estas formas de matrimonio fue generalmente admitida.
De hecho, la poligamia de un hombre era, evidentemente, un producto de la
esclavitud, y se limitaba a las gentes de posición elevada. En la familia
patriarcal semítica, el patriarca mismo y, a lo sumo, algunos de sus hijos
viven como polígamos; los demás, se ven obligados a contentarse con una mujer.
Así sucede hoy aún en todo el Oriente: la poligamia se un privilegio de los
ricos y de los grandes, y las mujeres son reclutadas, sobre todo, por la compra
de esclavas; la masa del pueblo es monógama. Una excepción parecida es la
poliandria en la India
y en el Tibet, nacida del matrimonio por grupos, y cuyo interesante origen
queda dpor estudiar más a fondo. En la práctica, parece mucho más tolerante que
el celoso régimen del harén musulmán.
Entre
los naires de la India,
por lo menos, tres, cuatro o más hombres, tienen una mujer común; pero cada uno
de ellos puede tener, en unión con otros hombres, una segunda, una tercera, una
cuarta mujer, y así sucesivamente. Asombra que MacLennan, al describirlos, no
haya descubierto una nueva categoría de matrimonio -el matrimonio en club-
en estos clubs conyugales, de varios de los cuales puede formar parte el
hombre. Por supuesto, el sistema de clubs conyugales no tiene que ver con la
poliandria efectiva; por el contrario, según lo ha hecho notar ya
Giraud-Teulon, es una forma particular (spezialisierte) del matrimonio por
grupos: los hombres viven en la poligamia, y las mujeres en la poliandria.
4.
La familia monogámica. Nace de la familia sindiásmica,
según hemos indicado, en el período de la transición entre el estadio medio y
el estadio superior de la barbarie; su triunfo definitivo es uno de los
síntomas de la civilización naciente. Se funda en el predominio del hombre; su
fin expreso es el de procrear hijos cuya paternidad sea indiscutible; y esta
paternidad indiscutible se exige porque los hijos, en calidad de herederos
directos, han de entrar un día en posesión de los bienes de su padre. La
familia monogámica se diferencia del matrimonio sindiásmico por una solidez
mucho más grande de los lazos conyugales, que ya no pueden ser disueltos por
deseo de cualquiera de las partes. Ahora, sólo el hombre, como regla, puede
romper estos lazos y repudiar a su mujer. También se le otorga el derecho de
infidelidad conyugal, sancionado, al menos, por la costumbre (el Código de
Napoleón se lo concede expresamente, mientras no tenga la concubina en el
domicilio conyugal), y este derecho se ejerce cada vez más ampliamente, a
medida que progresa la evolución social. Si la mujer se acuerda de las antiguas
prácticas sexuales y quiere renovarlas, es castigada más rigurosamente que en
ninguna época anterior.
Entre
los griegos encontramos en toda su severidad la nueva forma de la familia.
Mientras que, como señala Marx, la situación de las diosas en la mitología nos
habla de un período anterior, en que las mujeres ocupaban todavía una posición
más libre y más estimada, en los tiempos heroicos vemos ya a la mujer humillada
por el predominio del hombre y la competencia de las esclavas. Léase en la
"Odisea" cómo Telémaco interrumpe a su madre y le impone silencio. En
Homero, los vencedores aplacan sus apetitos sexuales en las jóvenes capturadas;
los jefes elegían para sí, por turno y conforme a su categoría, las más
hermosas; sabido es que la "Iliada" entera gira en torno a la disputa
sostenida entre Aquiles y Agamenón a causa de una esclava. Junto a cada héroe,
más o menos importante, Homero habla de la joven cautiva con la cual comparte
su tienda y su lecho. Esas mujeres eran también conducidas al país nativo de
los héroes, a la casa conyugal, como hizo Agamenón con Casandra, en Esquilo;
los hijos nacidos de esas esclavas reciben una pequeña parte de la herencia paterna
y son considerados como hombres libres; así, Teucro es hijo natural de Telamón,
y tiene derecho a llevar el nombre de su padre. En cuanto a la mujer legítima,
se exige de ella que tolere todo esto y, a la vez, guarde una castidad y una
fidelidad conyugal rigurosas. Cierto es que la mujer griega de la época heroica
es más respetada que la del período civilizado; sin embargo, para el hombre no
es, en fin de cuentas, más que la madre de sus hijos legítimos, sus herederos,
la que gobierna la casa y vigila a las esclavas, de quienes él tiene derecho a
hacer, y hace, concubinas siempre que se le antoje. La existencia de la
esclavitud junto a la monogamia, la presencia de jóvenes y bellas cautivas que
pertenecen en cuerpo y alma al hombre, es lo que imprime desde su origen
un carácter específico a la monogamia, que sólo es monogamia para la
mujer, y no para el hombre. En la actualidad, conserva todavía este
carácter.
En
cuanto a los griegos de una época más reciente, debemos distinguir entre los
dorios y los jonios. Los primeros, de los cuales Esparta es el ejemplo clásico,
se encuentran desde muchos puntos de vista en relaciones conyugales mucho más
primtivas que las printadas de Homero. En Esparta existe un matrimonio
sindiásmico modificado por el Estado conforme a las concepciones dominantes
allí y que conserva muchos vestigios del matrimonio por grupos. Las uniones
estériles se rompen: el rey Anaxándrides (hacia el año 650 antes de nuestra
era) tomó una segunda mujer, sin dejar a la primerad, que era estéril, y
sostenía dos domicilios conyugales; hacia la misma época, teniendo el rey
Aristón dos mujeres sin hijos, tomó otra, pero despidió a una de las dos
primeras. Además, varios hermanos podían tener una mujer común; el hombre que
prefería la mujer de su amigo podía participar de ella con éste; y se estimaba
decoroso poner la mujer propia a disposición de "un buen semental"
(como diría Bismarck), aun cuando no fuese un conciudadano. De un pasaje de
Plutarco en que una espartana envía a su marido un pretendiente que la persigue
con sus proposiciones, puede incluso deducirse, según Schömann, una libertad de
costumbres aún más grande. Por esta razón, era cosa inaudita el adulterio
efectivo, la infidelidad de la mujer a espaldas de su marido. Por otra parte,
la esclavitud doméstica era desconocida en Esparta, por lo menos en su mejor
época; los ilotas siervos vivían aparte, en las tierras de sus señores, y, por
consiguiente, entre los espartanos[15] era
menor la tentación de solazarse con sus mujeres. Por todas estas razones, las
mujeres tenían en Esparta una posición mucho más respetada que entre los otros
griegos. Las casadas espartanas y la flor y nata de las hetairas atenienses son
las únicas mujeres de quienes hablan con respeto los antiguos, y de las cuales
se tomaron el trabajo de recoger los dichos.
Otra
cosa muy diferente era lo que pasaba entre los jonios, para los cuales es
característico el régimen de Atenas. Las doncellas no aprendían sino a hilar,
tejer y coser, a lo sumo a leer y escribir. Prácticamente eran cautivas y sólo
tenían trato con otras mujeres. Su habitación era un aposento separado, sito en
el piso alto o detrás de la casa; los hombres, sobre todo los extraños, no
entraban fácilmente allí, adonde las mujeres se retiraban en cuanto llegaba
algún visitante. Las mujeres no salían sin que las acompañase una esclava;
dentro de la casa se veían, literalmente, sometidas a vigilancia; Aristófanes
habla de perros molosos para espantar a los adúlteros, y en las ciudades
asiáticas para vigilar a las mujeres había eunucos, que desde los tiempos de
Herodoto se fabricaban en Quios para comerciar con ellos y que no sólo servían
a los bárbaros, si hemos de creer a Wachsmuth. En Eurípides se designa a la
mujer como un oikurema, como algo destinado a cuidar del hogar doméstico
(la palabra es neutra), y, fuera de la procreación de los hijos, no era para el
ateniense sino la criada principal. El hombre tenía sus ejercicios gimnásticos
y sus discusiones públicas, cosas de las que estaba excluida la mujer; además
solía tener esclavas a su disposición, y, en la época floreciente de Atenas,
una prostitución muy extensa y protegida, en todo caso, por el Estado.
Precisamente, sobre la base de esa prostitución se desarrollaron las mujeres
griegas que sobresalen del nivel general de la mujer del mundo antiguo por su
ingenio y su gusto artístico, lo mismo que las espartanas sobresalen por su
carácter. Pero el hecho de que para convertirse en mujer fuese preciso ser
antes hetaira, es la condenación más severa de la familia ateniense.
Con
el transcurso del tiempo, esa familia ateniense llegó a ser el tipo por el cual
modelaron sus relaciones domésticas, no sólo el resto de los jonios, sino también
todos los griegos de la metrópoli y de las colonias. Sin embargo, a pesar del
secuestro y de la vigilancia, las griegas hallaban harto a menudo ocasiones
para engañar a sus maridos. Estos, que se hubieran ruborizado de mostrar el más
pequeño amor a sus mujeres, se recreaban con las hetairas en toda clase de
galanterías; pero el envilecimiento de las mujeres se vengó en los hombres y
los envileció a su vez, llevándoles hasta las repugnantes prácticas de la
pederastia y a deshonrar a sus dioses y a sí mismos, con el mito de Ganímedes.
Tal
fue el origen de la monogamia, según hemos podido seguirla en el pueblo más
culto y más desarrollado de la antigüedad. De ninguna manera fue fruto del amor
sexual individual, con el que no tenía nada en común, siendo el cálculo, ahora
como antes, el móvl ade los matrimonios. Fue la primera forma de familia que no
se basaba en condiciones naturales, sino económicas, y concretamente en el
triunfo de la propiedad privada sobre la propiedad común primitiva, originada
espontáneamente. Preponderancia del hombre en la familia y procreación de hijos
que sólo pudieran ser de él y destinados a heredarle: tales fueron,
abiertamente proclamados por los griegos, los únicos objetivos de la monogamia.
Por lo demás, el matrimonio era para ellos una carga, un deber para con los
dioses, el Estado y sus propios antecesores, deber que se veían obligados a
cumplir. En Atenas, la ley no sólo imponía el matrimonio, sino que, además,
obligaba al marido a cumplir un mínimum determinado de lo que se llama deberes
conyugales.
Por
tanto, la monogamia no aparece de ninguna manera en la historia como una
reconciliación entre el hombre y la mujer, y menos aún como la forma más
elevada de matrimonio. Por el contrario, entra en escena bajo la forma del esclavizamiento
de un sexo por el otro, como la proclamación de un conflicto entre los sexos,
desconocido hasta entonces en la prehistoria. En un viejo manuscrito inédito,
redactado en 1846 por Marx y por mí[16],
encuentro esta frase: "La primera división del trabajo es la que se hizo
entre el hombre y la mujer para la procreación de hijos". Y hoy puedo
añadir: el primer antagonismo de clases que apareció en la historia coincide
con el desarrollo del antagonismo entre el hombre y la mujer en la monogamia; y
la primera opresión de clases, con la del sexo femenino por el masculino. La
monogamia fue un gran progreso histórico, pero al mismo tiempo inaugura,
juntamente con la esclavitud y con las riquezas privadas, aquella época que
dura hasta nuestros días y en la cual cda progreso es al mismo tiempo un
regreso relativo y el bienestar y el desarrollo de unos verifícanse a expensas
del dolor y de la represión de otros. La monogamia es la forma celular de la
sociedad civilizada, en la cual podemos estudiar ya la naturaleza de las
contradicciones y de los antagonismos que alcanzan su pleno desarrollo en esta
sociedad.
La
antigua libertad relativa de comercio sexual no desapareció del todo con el
triunfo del matrimonio sindiásmico, ni aún con el de la monogamia. "El
antiguo sistema conyugal, reducido a más estrechos límites por la gradual
desaparición de los grupos punalúas, seguía siendo el medio en que se
desenvolvía la familia, cuyo desarrollo frenó hasta los albores de la
civilización...; desapareció, pro fin, con la nueva forma del heterismo, que
sigue al género humano hasta en plena civilización como una negra sombra que se
cierne sobre la familia". Morgan entiende por heterismo el comercio
extraconyugal, existente junto a la monogamia, de los hombres con
mujeres no casadas, comercio carnal que, como se sabe, florece junto a las
formas más diversas durante todo el período de la civilización y se transforma
cada vez más en descarada prostitución. Este heterismo desciende en línea recta
del matrimonio por grupos, del sacrificio de su persona, mediante el cual
adquirían las mujeres para sí el derecho a la castidad. La entrega por dinero
fue al principio un acto religioso; practicábase en el templo de la diosa del
amor, y primitivamente el dinero ingresaba en las arcas del templo. Las
hieródulas[17] de
Anaitis en Armenia, de Afrodita en Corinto, lo mismo que las bailarinas
religiosas agregadas a los templos de la India, que se conocen con el nombre de bayaderas
(la palabra es una corrupción del portugués "bailaderia"), fueron las
primeras prostitutas. El sacrificio de entregarse, deber de todas las mujeres
en un principio, no fue ejercido más tarde sino por éstas sacerdotisas, en
remplazo de todas las demás. En otros pueblos, el heterismo proviene de la
libertad sexual concedida a las jóvenes antes del matrimonio; así, pues, es
también un resto del matrimonio por grupos, pero que ha llegado hasta nosotros
por otro camino. Con la diferenciación en la propiedad, es decir, ya en el
estadio superior de la barbarie, aparece esporádicamente el trabaja asalariado
junto al trabajo de los esclavos; y al mismo tiempo, como un correlativo
necesario de aquél, la prostitución profesional de las mujeres libres aparece
junto a la entrega forzada de las esclavas. Así, pues, la herencia que el
matrimonio por grupos legó a la civilización es doble, y todo lo que la civilización
produce es también doble, ambiguo, equívoco, contradictorio; por un lado, la
monogamia, y por el otro, el heterismo, comprendida su forma extremada, la
prostitución. El heterismo es una institución social como otra cualquiera y
mantiene la antigua libertad sexual... en provecho de los hombres. De hecho no
sólo tolerado, sino practicado libremente, sobre todo por las clases
dominantes, repruébase la palabra. Pero en realidad, esta reprobación nunca va
dirigida contra los hombres que lo practican, sino solamente contra las
mujeres; a éstas se las desprecia y se las rechaza, para proclamar con eso una
vez más, como ley fundamental de la sociedad, la supremacía absoluta del hombre
sobre el sexo femenino.
Pero,
en la monogamia misma se desenvuelve una segunda contradicción. Junto al
marido, que ameniza su existencia con el heterismo, se encuentra la mujer
abandonada. Y no puede existir un término de una contradicción sin que exista
el otro, como no se puede tener en la mano una manzana entera después de haberse
comido la mitad. Sin embargo, ésta parece haber sido la opinión de los hombres
hasta que la mujeres les pusieron otra cosa en la cabeza. Con la monogamia
aparecieron dos figuras sociales, constantes y características, desconocidas
hasta entonces: el inevitable amante de la mujer y el marido cornudo. Los
hombres habían logrado la victoria sobre las mujeres, pero las vencidas se
encargaron generosamente de coronar a los vencedores. El adulterio, prohibido y
castigado rigurosamente, pero indestructible, llegó a ser una institución
social irremediable, junto a la monogamia y al heterismo. En el mejor de los
casos, la certeza de la paternidad de los hijos se basaba ahora, como antes, en
el convencimiento moral, y para resolver la indisoluble contradicción, el
Código de Napoleón dispuso en su Artículo 312: "L'enfant conçu pendant
le mariage a pour père le mari" ("El hijo concebido durante el
matrimonio tiene por padre al marido"). Este es el resultado final de tres
mil años de monogamia.
Así,
pues, en los casos en que la familia monogámica refleja fielmente su origen
histórico y manifiesta con claridad el conflicto entre el hombre y la mujer,
originado por el dominio exclusivo del primero, tenemos un cuadro en miniatura
de las contradicciones y de los antagonismos en medio de los cuales se mueve la
sociedad, dividida en clases desde la civilización, sin poder resolverlos ni
vencerlos. Naturalmente, sólo hablo aquí de los casos de monogamia en que la
vida conyugal transcurre con arreglo a las prescripciones del carácter original
de esta institución, pero en que la mujer se rebela contra el dominio del
hombre. Que no en todos los matrimonios ocurre así lo sabe mejor que nadie el
filisteo alemán, que no sabe mandar ni en su casa ni en el Estado, y cuya mujer
lleva con pleno derecho los pantalones de que él no es digno. Mas no por eso
deja de creerse muy superior a su compañero de infortunios francés, a quien con
mayor frecuencia que a él mismo le suceden cosas mucho más desagradables.
Por
supuesto, la familia monogámica no ha revestido en todos los lugares y tiempos
la forma clásica y dura que tuvo entre los griegos. La mujer era más libre y
más considerada entre los romanos, quienes en su calidad de futuros
conquistadores del mundo tenían de las cosas un concepto más amplio, aunque
menos refinado que los griegos. El romano creía suficientemente garantizada la
fidelidad de su mujer por el derecho de vida y muerte que sobre ella tenía.
Además, la mujer podía allí romper el vínculo matrimonial a su arbitrio, lo
mismo que el hombre. Pero el mayor progreso en el desenvolvimiento de la
monogamia se realizó, indudablemente, con la entrada de los germanos en la
historia, y fue así porque, dada su pobreza, parece que por el entonces la
monogamia aún no se había desarrollado plenamente entre ellos a partir del
matrimonio sindiásmico. Sacamos esta conclusión basándonos en tres
circunstancias mencionadas por Tácito: en primer lugar, junto con la santidad
del matrimonio ("se contentan con una sola mujer, y las mujeres viven cercadas
por su pudor"), la poligamia estaba en vigor para los grandes y los jefes
de la tribu. Es ésta una situación análoga a la de los americanos, entre
quienes existía el matrimonio sindiásmico. En segundo término, la transición
del derecho materno al derecho paterno no había debido de realizarse sino poco
antes, puesto que el hermano de la madre -el pariente gentil más próximo, según
el matriarcado-casi era tenido como un pariente más próximo que el propio
padre, lo que también corresponde al punto de vista de los indios americanos,
entre los cuales Marx, como solía decir, había encontrado la clave para
comprender nuestro propio pasado. Y en tercer lugar, entre los germanos las
mujeres gozaban de suma consideración y ejercían una gran influencia hasta en
los asuntos públicos, lo cual es diametralmente opuesto a la supremacía
masculina de la monogamia. Todos éstos son puntos en los cuales los germanos
están casi por completo de acuerdo con los espartanos, entre quienes tampoco
había desaparecido del todo el matriarcado sindiásmico, según hemos visto. Así,
pues, también desde este punto de vista llegaba con los germanos un elemento
enteramente nuevo que dominó en todo el mundo. La nueva monogamia que entre las
ruinas del mundo romano salió de la mezcla de los pueblos, revistió la
supremacía maculina de formas más suaves y dio a las mujeres una posición mucho
más considerada y más libre, por lo menos aparentemente, de lo que nunca había
conocido la edad clásica. Gracias a eso fue posible, partiendo de la monogamia
-en su seno, junto a ella y contra ella, según las circunstancias-, el progreso
moral más grande que le debemos: el amor sexual individual moderno, desconocido
anteriormente en el mundo.
Pues
bien; este progreso se debía con toda seguridad a la circunstancia de que los
germanos vivían aún bajo el régimen de la familia sindiásmica, y de que
llevaron a la monogamia, en cuanto les fue posible, la posición de la mujer
correspondiente a la familia sindiásmica; pero no se debía de ningún modo este
progreso a la legendaria y maravillosa pureza de costumbres ingénita en los
germanos, que en realidad se reduce a que en el matrimonio sindiásmico no se
observan las agudas contradicciones morales propias de la monogamia. Por el
contrario, en sus emigraciones, particularmente al Sudeste, hacia las estepas
del Mar Negro, pobladas por nómadas, los germanos decayeron profundamente desde
el punto de vista moral y tomaron de los nómadas, además del arte de la
equitación, feos vicios contranaturales, acerca de lo cual tenemos los expresos
testimonios de Amiano acerca de los taifalienses y el Procopio respecto a los
hérulos.
Pero
si la monogamia fue, de todas las formas de familia conocidas, la única en que
pudo desarrollarse el amor sexual moderno, eso no quiere decir de ningún modo
que se desarrollase exclusivamente, y ni aún de una manera preponderante, como
amor mutuo de los cónyuges. Lo excluye la propia naturaleza de la monogamia
sólida, basada en la supremacía del hombre. En todas las clases históricas
activas, es decir, en todas las clases dominantes, el matrimonio siguió siendo
lo que había sido desde el matrimonio sindiásmico: un trato cerrado por los
padres. La primera forma del amor sexual aparecida en la historia, el amor
sexual como pasión, y por cierto como pasión posible para cualquier hombre (por
lo menos, de las clases dominantes), como pasión que es la forma superior de la
atracción sexual (lo que constituye precisamente su carácter específico), esa
primera forma, el amor caballeresco de la Edad Media, no fue, de ningún modo, amor
conyugal. Muy por el contrario, en su forma clásica, entre los provenzales,
marcha a toda vela hacia el adulterio, que es cantado por sus poetas. La flor
de la poesía amorosa provenzal son las "Albas", en alemán
"Tagelieder" (cantos de la alborada). Pintan con encendidos ardores
cómo el caballero comparte el lecho de su amada, la mujer de otro, mientras en
la calle está apostado un vigilante que lo llama apenas clarea el alba, para
que pueda escapar sin ser visto; la escena de la separación es el punto
culminante del poema. Los franceses del Norte y nuestros valientes alemanes
adoptaron este género de poesías, al mismo tiempo que la manera caballeresca de
amor correspondiente a él, y nuestro antiguo Wolfram von Echenbach dejó sobre
este sugestivo tema tres encantadores "Tagelieder", que prefiero a
sus tres largos poemas épicos.
El
matrimonio de la burguesía es de dos modos, en nuestros días. En los países
católicos, ahora, como antes, los padres son quienes proporcionan al joven
burgués la mujer que le conviene, de lo cual resulta naturalmente el más amplio
desarrollo de la contradicción que encierra la monogamia; heterismo exuberante
por parte del hombre y adulterio exuberante por parte de la mujer. Y si la Iglesia católica ha
abolido el divorcio, es probable que sea porque habrá reconocido que para el
adulterio, como contra la muerte, no hay remedio que valga. Por el contrario,
en los países protestantes la regla general es conceder al hijo del burgués más
o menos libertad para buscar mujer dentro de su clase; por ello el amor puede
ser hasta cierto punto la base del matrimonio, y se supone siempre, para
guardar las apariencias, que así es, lo que está muy en correspondencia con la
hipocresía protestante. Aquí el marido no practica el heterismo tan
enérgicamente, y la infidelidad de la mujer se da con menos frecuencia, pero
como en todas clases de matrimonios los seres humanos siguen siendo lo que
antes eran, y como los burgueses de los países protestantes son en su mayoría
filisteos, esa monogamia protestante viene a parar, aun tomando el término
medio de los mejores casos, en un aburrimiento mortal sufrido en común y que se
llama felicidad doméstica. El mejor espejo de estos dos tipos de matrimonio es
la novela: la novela francesa, para la manera católica; la novela alemana, para
la protestante. En los dos casos, el hombre "consigue lo suyo": en la
novela alemana, el mozo logra a la joven; en la novela francesa, el marido
obtiene su cornamenta. ¿Cuál de los dos sale peor librado?. No siempre es
posible decirlo. Por eso el aburrimiento de la novela alemana inspira a los
lectores de la burguesía francesa el mismo horror que la
"inmoralidad" de la novela francesa inspira al filisteo alemán. Sin
embargo, en estos últimos tiempos, desde que "Berlín se está haciendo una
gran capital", la novela alemana comienza a tratar algo menos tímidamente
el heterismo y el adulterio, bien conocidos allí desde hace largo tiempo.
Pero,
en ambos casos, el matrimonio se funda en la posición social de los
contrayentes y, por tanto, siempre es un matrimonio de conveniencia. También en
los dos casos, este matrimonio de conveniencia se convierte a menudo en la más
vil de las prostituciones, a veces por ambas partes, pero mucho más
habitualmente en la mujer; ésta sólo se diferencia de la cortesana ordinaria en
que no alquila su cuerpo a ratos como una asalariada, sino que lo vende de una
vez para siempre, como una esclava. Y a todos los matrimonios de conveniencia
les viene de molde la frase de Fourier: "Así como en gramática dos
negaciones equivalen a una afirmación, de igual manera en la moral conyugal dos
prostituciones equivalen a una virtud". En las relaciones con la mujer, el
amor sexual no es ni puede ser, de hecho, una regla más que en las clases
oprimidas, es decir, en nuestros días en el proletariado, estén o no estén
autorizadas oficialmente esas relaciones. Pero también desaparecen en estos
casos todos los fundamentos de la monogamia clásica. Aquí faltan por completo
los bienes de fortuna, para cuya conservación y transmisión por herencia fueron
instituidos precisamente la monogamia y el dominio del hombre; y, por ello,
aquí también falta todo motivo para establecer la supremacía masculina. Más
aún, faltan hasta los medios de conseguirlo: El Derecho burgués, que protege
esta supremacía, sólo existe para las clases poseedoras y para regular las
relaciones de estas clases con los proletarios. Eso cuesta dinero, y a causa de
la pobreza del obrero, no desempeña ningún papel en la actitud de éste hacia su
mujer. En este caso, el papel decisivo lo desempeñan otras relaciones
personales y sociales. Además, sobre todo desde que la gran industria ha
arrancado del hogar a la mujer para arrojarla al mercado del trabajo y a la
fábrica, convirtiéndola bastante a menudo en el sostén de la casa, han quedado
desprovistos de toda base los últimos restos de la supremacía del hombre en el
hogar del proletario, excepto, quizás, cierta brutalidad para con sus mujeres,
muy arraigada desde el establecimiento de la monogamia. Así, pues, la familia
del proletario ya no es monogámica en el sentido estricto de la palabra, ni aun
con el amor más apasionado y la más absoluta fidelidad de los cónyuges y a
pesar de todas las bendiciones espirituales y temporales posibles. Por eso, el
heterismo y el adulterio, los eternos compañeros de la monogamia, desempeñan
aquí un papel casi nulo; la mujer ha reconquistado prácticamente el derecho de
divorcio; y cuando ya no pueden entenderse, los esposos prefieren separarse. En
resumen; el matrimonio proletario es monógamo en el sentido etimológico de la
palabra, pero de ningún modo lo es en su sentido histórico.
Por
cierto, nuestros jurisconsultos estiman que el progreso de la legislación va
quitando cada vez más a las mujeres todo motivo de queja. Los sistemas legislativos
de los países civilizados modernos van reconociendo más y más, en primer lugar,
que el matrimonio, para tener validez, debe ser un contrato libremente
consentido por ambas partes, y en segundo lugar, que durante el período de
convivencia matrimonial ambas partes deben tener los mismos derechos y los
mismos deberes. Si estas dos condiciones se aplicaran con un espíritu de
consecuencia, las mujeres gozarían de todo lo que pudieran apetecer.
Esta
argumentación típicamente jurídica es exactamente la misma de que se valen los
republicanos radicales burgueses para disipar los recelos de los proletarios.
El contrato de trabajo se supone contrato consentido libremente por ambas
partes. Pero se considera libremente consentido desde el momento en que la ley estatuye
en el papel la igualdad de ambas partes. La fuerza que la diferente
situación de clase da a una de las partes, la presión que esta fuerza ejerce
sobre la otra, la situación económica real de ambas; todo esto no le importa a
la ley. Y mientras dura el contrato de trabajo, se sigue suponiendo que las dos
partes disfrutan de iguales derechos, en tanto que una u otra no renuncien a
ellos expresamente. Y si su situación económica concreta obliga al obrero a
renunciar hasta a la última apariencia de igualdad de derechos, la ley de nuevo
no tiene nada que ver con ello.
Respecto
al matrimonio, hasta la hey más progresiva se da enteramente por satisfecha
desd el punto y hora en que los interesados han hecho inscribir formalmente en
el acta su libre consentimiento. En cuanto a lo que pasa fuera de las
bambalinas jurídicas, en la vida real, y a cómo se expresa ese consentimiento,
no es ello cosa que pueda inquietar a la ley ni al legista. Y sin embargo, la
más sencilla comparación del derecho de los distintos países debiera mostrar al
jurisconsulto lo que representa ese libre consentimiento. En los países donde
la ley asegura a los hijos la herencia de una parte de la fortuna paterna, y
donde, por consiguiente, no pueden ser desheredados -en Alemania, en los países
que siguen el Derecho francés, etc.-, los hijos necesitan el consentimiento de
los padres para contraer matrimonio. En los países donde se practica el derecho
inglés, donde el consentimiento paterno no es la condición legal del
matrimonio, los padres gozan también de absoluta libertad de testar, y pueden
desheredar a su antojo a los hijos. Claro es que, a pesar de ello, y aun por
ello mismo, entre las clases que tienen algo que heredar, la libertad para
contraer matrimonio no es, de hecho, ni un ápice mayor en Inglaterra y en
América que en Francia y en Alemania.
No
es mejor el Estado de cosas en cuanto a igualdad jurídica del hombre y de la
mujer en el matrimonio. Su desigualdad legal, que hemos heredado de condiciones
sociales anteriores, no es causa, sino efecto, de la opresión económica de la
mujer. En el antiguo hogar comunista, que comprendía numerosas parejas
conyugales con sus hijos, la dirección del hogar, confiada a las mujeres, era
también una industria socialmente tan necesaria como el cuidado de proporcionar
los víveres, cuidado que se confió a los hombres. Las cosas cambiaron con la
familia patriarcal y aún más con la familia individual monogámica. El gobierno
del hogar perdió su carácter social. La sociedad ya no tuvo nada que ver con
ello. El gobierno del hogar se transformó en servicio privado; la mujer
se convirtió en la criada principal, sin tomar ya parte en la producción
social. Sólo la gran industria de nuestros días le ha abierto de nuevo -aunque
sólo a la proletaria- el camino de la producción social. Pero esto se ha hecho
de tal suerte, que si la mujer cumple con sus deberes en el servicio privado de
la familia, queda excluida del trabajo social y no puede ganar nada; y si
quiere tomar parte en la gran industria social y ganar por su cuenta, le es
imposible cumplir con los deberes de la familia. Lo mismo que en la fábrica, le
acontece a la mujer en todas las ramas del trabajo, incluidas la medicina y la
abogacía. La familia individual moderna se funda en la esclavitud doméstica
franca o más o menos disimulada de la mujer, y la sociedad moderna es una masa
cuyas moléculas son las familias individuales. Hoy, en la mayoría de los casos,
el hombre tiene que ganar los medios de vida, que alimentar a la familia, por
lo menos en las clases poseedoras; y esto le da una posición preponderante que
no necesita ser privilegiada de un modo especial por la ley. El hombre es en la
familia el burgués; la mujer representa en ella al proletario. Pero en el mundo
industrial el carácter específico de la opresión económica que pesa sobre el
proletariado no se manifiesta en todo su rigor sino una vez suprimidos todos
los privilegios legales de la clase de los capitalistas y jurídicamente
establecida la plena igualdad de las dos clases. La república democrática no
suprime el antagonismo entre las dos clases; por el contrario, no hace más que
suministrar el terreno en que se lleva a su término la lucha por resolver este
antagonismo. Y, de igual modo, el carácter particular del predominio del hombre
sobre la mujer en la familia moderna, así como la necesidad y la manera de
establecer una igualdad social efectiva de ambos, no se manifestarán con toda
nitidez sino cuando el hombre y la mujer tengan, según la ley, derechos
absolutamente iguales. Entonces se verá que la manumisión de la mujer exige,
como condición primera, la reincorporación de todo el sexo femenino a la
industria social, lo que a su vez requiere que se suprima la familia individual
como unidad económica de la sociedad.
Como
hemos visto, hay tres formas principales de matrimonio, que corresponden
aproximadamente a los tres estadios fundamentales de la evolución humana. Al
salvajismo corresponde el matrimonio por grupos; a la barbarie, el matrimonio
sindiásmico; a la civilización, la monogamia con sus complementos, el adulterio
y la prostitución. Entre el matrimonio sindiásmico y la monogamia se
intercalan, en el sentido superior de la barbarie, la sujeción de las mujeres
esclavas a los hombres y la poligamia.
Según
lo ha demostrado todo lo antes expuesto, la peculiaridad del progreso que se
manifiesta en esta sucesión consecutiva de formas de matrimonio consiste en que
se ha ido quitando más y más a las mujeres, pero no a los hombres, la libertad
sexual del matrimonio por grupos. En efecto, el matrimonio por grupos sigue
existiendo hoy para los hombres. Lo que es para la mujer un crimen de graves
consecuencias legales y sociales, se considera muy honroso para el hombre, o a
lo sumo como una ligera mancha moral que se lleva con gusto. Pero cuanto más se
modifica en nuestra época el heterismo antiguo por la producción capitalista de
mercancías, a la cual se adapta, más se transforma en prostitución descocada y
más desmoralizadora se hace su influencia. Y, a decir verdad, desmoraliza mucho
más a los hombres que a las mujeres. La prostitución, entre las mujeres, no
degrada sino a las infelices que cae en sus garras y aun a éstas en grado mucho
menor de lo que suele creerse. En cambio, envilece el carácter del sexo
masculino entero. Y así es de advertir que el noventa por ciento de las veces
el noviazgo prolongado es una verdadera escuela preparatoria para la
infidelidad conyugal.
Caminamos
en estos momentos hacia una revolución social en que las bases económicas
actuales de la monogamia desaparecerán tan seguramente como las de la
prostitución, complemento de aquélla. La monogamia nació de la concentración de
grandes riquezas en las mismas manos -las de un hombre-y del deseo de
transmitir esas riquezas por herencia a los hijos de este hombre, excluyendo a
los de cualquier otro. Por eso era necesaria la monogamia de la mujer, pero no
la del hombre; tanto es así, que la monogamia de la primera no ha sido el menor
óbice para la poligamia descarada u oculta del segundo. Pero la revolución
social inminente, transformando por lo menos la inmensa mayoría de las riquezas
duraderas hereditarias -los medios de producción- en propiedad social, reducirá
al mínimum todas esas preocupaciones de transmisión hereditaria. Y ahora cabe
hacer esta pregunta: habiendo nacido de causas económicas la monogmia,
¿desaparecerá cuando desaparezcan esas causas?.
Podría
responderse no sin fundamento: lejos de desaparecer, más bien se realizará
plenamente a partir de ese momento. Porque con la transformación de los medios
de producción en propiedad social desaparecen el trabajo asalariado, el
proletariado, y, por consiguiente, la necesidad de que se prostituyan cierto
número de mujeres que la estadística puede calcular. Desaparece la
prostitución, y en vez de decaer, la monogamia llega por fin a ser una
realidad, hasta para los hombres.
En
todo caso, se modificará mucho la posición de los hombres. Pero también sufrirá
profundos cambios la de las mujeres, la de todas ellas. En cuanto los
medios de producción pasen a ser propiedad común, la familia individual dejará
de ser la unidad económica de la sociedad. La economía doméstica se convertirá
en un asunto social; el cuidado y la educación de los hijos, también. La
sociedad cuidará con el mismo esmero de todos los hijos, sean legítimos o
naturales. Así desaparecerá el temor a "las consecuencias", que es
hoy el más importante motivo social -tanto desde el punto de vista moral como
desde el punto de vista económico- que impide a una joven soltera entregarse
libremente al hombre a quien ama. ¿No bastará eso para que se desarrollen
progresivamente unas relaciones sexuales más libres y también para hacer a la
opinión pública menos rigorista acerca de la honra de las vírgenes y la
deshonra de las mujeres?. Y, por último, ¿no hemos visto que en el mundo moderno
la prostitución y la monogamia, aunque antagónicas, son inseparables, como
polos de un mismo orden social?. ¿Puede desaparecer la prostitución sin
arrastrar consigo al abismo a la monogamia?.
Ahora
interviene un elemento nuevo, un elemento que en la época en que nació la
monogamia existía a lo sumo en germen: el amor sexual individual.
Antes
de la Edad Media
no puede hablarse de que existiese amor sexual individual. Es obvio que la
belleza personal, la intimidad, las inclinaciones comunes, etc., han debido
despertar en los individuos de sexo diferente el deseo de relaciones sexuales;
que tanto para los hombres como para las mujeres no era por completo
indiferente con quién entablar las relaciones más íntimas. Pero de eso a
nuestro amor sexual individual aún media muchísima distancia. En toda la
antigüedad son los padres quienes conciertan las bodas en vez de los
interesados; y éstos se conforman tranquilamente. El poco amor conyugal que la
antigüedad conoce no es una inclinación subjetiva, sino más bien un deber
objetivo; no es la base, sino el complemento del matrimonio. El amor, en el
sentido moderno de la palabra, no se presenta en la antigüedad sino fuera de la
sociedad oficial. Los pastores cuyas alegrías y penas de amor nos cantan
Teócrito y Moscos o Longo en su "Dafnis y Cloe" son simples esclavos
que no tienen participación en el Estado, esfera en que se mueve el ciudadano
libre. Pero fuera de los esclavos no encontramos relaciones amorosas sino como
un producto de la descomposición del mundo antiguo al declinar éste; por
cierto, son relaciones mantenidas con mujeres que también viven fuera de la
sociedad oficial, son heteras, es decir, extranjeras o libertas: en Atenas en
vísperas de su caída y en Roma bajo los emperadores. Si había allí relaciones amorosas
entre ciudadanos y ciudadanas libres, todas ellas eran mero adulterio. Y el
amor sexual, tal como nosotros lo entendemos, era una cosa tan indiferente para
el viejo Anacreonte, el cantor clásico del amor en la antigüedad, que ni
siquiera le importaba el sexo mismo de la persona amada.
Nuestro
amor sexual difiere esencialmente del simple deseo sexual, del "eros"
de los antiguos. En primer término, supone la recipropidad en el ser amado;
desde este punto de vista, la mujer es en él igual que el hombre, al paso que
en el "eros" antiguo se está lejos de consultarla siempre. En segundo
término, el amor sexual alcanza un grado de intensidad y de duración que hace
considerar a las dos partes la falta de relaciones íntimas y la separación como
una gran desventura, si no la mayor de todas; para poder ser el uno del otro,
no se retrocede ante nada y se llega hasta jugarse la vida, lo cual no sucedía
en la antigüedad sino en caso de adulterio. Y, por último, nace un nuevo
criterio moral para juzgar las relaciones sexuales. Ya no se pregunta
solamente: ¿Son legítimas o ilegítimas?, sino también: ¿Son hijas del amor y de
un afecto recíproco?. Claro es que en la práctica feudal o burguesa este
criterio no se respeta más que cualquier otro criterio moral, pero tampoco
menos: lo mismo que los otros cirterios, está reconocido en teoría, en el
papel. Y por el momento, no puede pedirse más.
La Edad Media
arranca del punto en que se detuvo la antigüedad, con su amor sexual en
embrión, es decir, arranca del adulterio. Ya hemos pintado el amor
caballeresco, que engendró los "Tagelieder". De este amor, que tiende
a destruir el matrimonio, hasta aquel que debe servirle de base, hay un largo
trecho que la caballería jamás cubrió hasta el fin. Incluso cuando pasamos de
los frívolos pueblos latinos a los virtuosos alemanes, vemos en el poema de los
"Nibelungos" que Krimhilda, aunque en silencio está tan enamorada de
Sigfrido como éste de ella, responde sencillamente a Gunther, cuando éste le
anuncia que la ha prometido a un caballero, de quien calla el nombre: "No
tenéis necesidad de suplicarme; haré lo que me ordenáis; estoy dispuesta de
buena voluntad, señor, a unirme con aquel que me deis por marido". No se
le ocurre de ningún modo a Krimhilda la idea de que su amor pueda ser tenido en
cuenta para nada. Gunther pide en matrimonio a Brunilda y Etzel a Krimhilda,
sin haberlas visto nunca. De igual manera Sigebant de Irlanda busca en
"Gudrun" a la noruega Ute, Hetel de Hegelingen a Hilda de Irlanda, y,
en fin, Sigfrido de Morlandia, Hartmut de Ormania y Herwig de Seelandia piden
los tres la mano de Gudrun; y sólo aquí sucede que ésta se pronuncia libremente
a favor del último. Por lo común, la futura del joven príncipe es elegida por
los padres de éste si aún viven o, en caso contrario, por él mismo, aconsejado
por los grandes feudatarios, cuya opinión, en estos casos, tiene gran peso. Y
no puede ser de otro modo, por supuesto. Para el caballero o el barón, como
para el mismo príncipe, el matrimonio es un acto político, una cuestión de aumento
de poder mediante nuevas alianzas; el interés de "la casa" es lo que
decide, y no las inclinaciones del individuo. ¿Cómo podía entonces corresponder
al amor la última palabra en la concertación del matrimonio?.
Lo
mismo sucede con los burgueses de los gremios en las ciudades de la Edad Media.
Precisamente sus privilegios protectores, las cláusulas de los reglamentos
gremiales, las complicadas líneas fronterizas que separaban legalmente al
burgués, acá de las otras corporaciones gremiales, allá de sus propios colegas
de gremio o de sus fieles aprendices, hacían harto estrecho el círculo dentro
del cual podía buscarse una esposa adecualda para él. Y en este complicado
sistema, evidentemente no era su gusto personal, sino el interés de la familia
lo que decidía cuál era la mujer que le convenía mejor.
Así,
en los más de los casos, y hasta el final de la Edad Media, el
matrimonio siguió siendo lo que había sido desde su origen: un trato que no
cerraban las partes interesadas. Al principio, se venía ya casado al mundo,
casado con todo un grupo de seres del otro sexo. En la forma ulterior del
matrimonio por grupos, verosímilmente existían análogas condiciones, pero con
estrechamiento progresivo del círculo. En el matrimonio sindiásmico es regla
que las madres convengan entre sí el matrimonio de sus hijos; también aquí, el
factor decisivo es el deseo de que los nuevos lazos de parentesco robustezcan
la posición de la joven pareja en la gens y en la tribu. Y cuando la propiedad
individual se sobrepuso a la propiedad colectiva, cuando los intereses de la
transmisión hereditaria hicieron nacer la preponderancia del derecho paterno y
de la monogamia, el matrimonio comenzó a depender por entero de consideraciones
económicas. Desaparece la forma de matrimonio por compra; pero en
esencia continúa practicándose cada vez más y más, y de modo que no sólo la
mujer tiene su precio, sino también el hombre, aunque no según sus cualidades
personales, sino con arreglo a la cuantía de sus bienes. En la práctica y desde
el principio, si había alguna cosa inconcebible para las clases dominantes, era
que la inclinación recíproca de los interesados pudiese ser la razón por
excelencia del matrimonio. Esto sólo pasaba en las novelas o en las clases
oprimidas, que no contaban para nada.
Tal
era la situación con que se encontró la producción capitalista cuando, a partir
de la era de los descubrimientos geográficos, se puso a conquistar el imperio
del mundo mediante el comercio universal y la industria manufacturera. Es de
suponer que este modo de matrimonio le convenía excepcionalmente, y así era en
verdad. Y, sin embargo -la ironía de la historia del mundo es insondable-, era
precisamente el capitalismo quien había de abrir en él la brecha decisiva. Al
transformar todas las cosas en mercaderías, la producción capitalista destruyó
todas las relaciones tradicionales del pasado y reemplazó las costumbres
heredadas y los derechos históricos por la compraventa, por el
"libre" contrato. El jurisconsulto inglés H.S. Maine ha creído haber
hecho un descubrimiento extraordinario al decir que nuestro progreso respecto a
las épocas anteriores consiste en que hemos pasado "from status to
contract" (del estatuto al contrato), es decir, de un orden de cosas
heredado a uno libremente consentido, lo que, en cuanto es así, lo dijo ya el
el "Manifiesto Comunista".
Pero
para contratar se necesita gentes que puedan disponer libremente de su persona,
de sus acciones y de sus bienes y que gocen de los mismos derechos. Crear esas
personas "libres" e "iguales" fue precisamente una de las
principales tareas de la producción capitalista. Aun cuando al principio esto
no se hizo sino de una manera medio inconsciente y, por añadidura, bajo el
disfraz de la religión, a contar desde la Reforma luterana y calvinista quedó firmemente
asentado el principio de que el hombre no es completamente responsable de sus
acciones sino cuando las comete en pleno albedrío y que es un deber ético
oponerse a todo lo que constriñe a un acto inmoral. pero, ¿cómo poder de
acuerdo este principio con las prácticas usuales hasta entonces para concertar
el matrimonio? Según el concepto burgués, el matrimonio era un contrato, una
cuestión de Derecho, y, por cierto, la más importante de todas, pues disponía
del cuerpo y del alma de dos seres humanos para toda su vida. Verdad es que, en
aquella época, el matrimonio era concierto formal de dos voluntades; sin el
"sí" de los interesados no se hacía nada. Pero harto bien se sabía
cómo se obtenía el "sí" y cuáles eran los verdaderos autores del
matrimonio. Sin embargo, puesto que para todos los demás contratos se exigía la
libertad real para decidirse, ¿por qué no era exigida en éste? Los jóvenes que
debían ser unidos, ¿no tenían también el derecho de disponer libremente de si
mismos, de su cuerpo y de sus órganos? ¿No se había puesto de moda, gracias a
la caballería, el amor sexual? ¿Acaso en contra del amor adúltero de la
caballería, no era el conyugal su verdadera forma burguesa? Pero si el deber de
los esposos era amarse recíprocamente, ¿no era tan deber de los amantes no
casarse sino entre sí y con ninguna otra persona? Y este derecho de los
amantes, ¿no era superior al derecho del padre y de la madre, de los parientes
y demás casamenteros y apareadores tradicionales? Desde el momento en que el
derecho al libre examen personal penetraba en la Iglesia y en la religión,
¿podía acaso detenerse ante la intolerable pretensión de la generación vieja de
disponer del cuerpo, del alma, de los bienes de fortuna, de la ventura y de la
desventura de la generación más joven?.
Por
fuerza debían de suscitarse estas cuestiones en un tiempo que relajaba todos
los antiguos vínculos sociales y sacudía los cimientos de todas las
concepciones heredadas. De pronto habíase hecho la Tierra diez veces más
grande; en lugar de la cuarta parte de un hemisferio, el globo entero se
extendía ante los ojos de los europeos occidentales, que se apresuraron a tomar
posesión de las otras siete cuartas partes. Y, al mismo tiempo que las antiguas
y estrechas barreras del país natal, caían las milenarias barreras puestas al
pensamiento en la Edad
Media. Un horizonte infinitamente más extenso se abría ante
los ojos y el espíritu del hombre. ¿Qué importancia podían tener la reputación
de honorabilidad y los respetables privilegios corporativos, transmitidos de
generación en generación, para el joven a quien atraían las riquezas de las
Indias, las minas de oro y plata de México y del Potosí? Aquella fue la época
de la caballería andante de la burguesía; porque también ésta tuvo su
romanticismo y su delirio amoroso, pero sobre un pie burgués y con miras
burguesas al fin y a la postre.
Así
sucedió que la burguesía naciente, sobre todo la de los países protestantes,
donde se conmovió de una manera más profunda el orden de cosas existente, fue
reconociendo cada vez más la libertad del contrato para el matrimonio y puso en
práctica su teoría del modo que hemos descrito. El matrimonio continuó siendo
matrimonio de clase, pero en el seno de la clase concedióse a los interesados
cierta libertad de elección. Y en el papel, tanto en la teoría moral como en
las narraciones poéticas, nada quedó tan inquebrantablemente asentado como la
inmoralidad de todo matrimonio no fundado en un amor sexual recíproco y en
contrato de los esposos efectivamente libre. En resumen: quedaba proclamado
como un derecho del ser humano el matrimonio por amor; y no sólo como derecho
del hombre (droit de l'homme), sino que también y, por excepción, como un
derecho de la mujer (droit de la femme).
Pero
este derecho humano difería en un punto de todos los demás derechos del hombre.
Al paso que éstos en la práctica se reservaban a la clase dominante, a la
burguesía, para la clase oprimida, para el proletariado, reducíanse directa o
indirectamente a letra muerta, y la ironía de la historia confírmase aquí una
vez más. La clase dominante prosiguió sometida a las influencias económicas
conocidas y sólo por excepción presenta casos de matrimonios concertados
verdaderamente con toda libertad; mientras que éstos, como ya hemos visto, son
la regla en las clases oprimidas.
Por
tanto, el matrimonio no se concertará con toda libertad sino cuando,
suprimiéndose la producción capitalista y las condiciones de propiedad creadas
por ella, se aparten las consideraciones económicas accesorias que aún ejercen
tan poderosa influencia sobre la elección de los esposos. Entonces el
matrimonio ya no tendrá más causa determinante que la inclinación recíproca.
Pero
dado que, por su propia naturaleza, el amor sexual es exclusivista -aun cuando
en nuestros días ese exclusivismo no se realiza nunca plenamente sino en la
mujer-, el matrimonio fundado en el amor sexual es, por su propia naturaleza,
monógamo. Hemos visto cuánta razón tenía Bachofen cuando consideraba el
progreso del matrimonio por grupos al matrimonio por parejas como obra debida
sobre todo a la mujer; sólo el paso del matrimonio sindiásmico a la monogamia
puede atribuirse al hombre e históricamente ha consistido, sobre todo, en
rebajar la situación de las mujeres y facilitar la infidelidad de los hombres.
Por eso, cuando lleguen a desaparecer las consideraciones económicas en virtud
de las cuales las mujeres han tenido que aceptar esta infidelidad habitual de
los hombres -la preocupación por su propia existencia y aún más por el porvenir
de los hijos-, la igualdad alcanzada por la mujer, a juzgar por toda nuestra
experiencia anterior, influirá mucho más en el sentido de hacer monógamos a los
hombres que en el de hacer poliandras a las mujeres.
Pero
lo que sin duda alguna desaparecerá de la monogamia son todos los caracteres
que le han impreso las relaciones de propiedad a las cuales debe su origen.
Estos caracteres son, en primer término, la preponderancia del hombre y, luego,
la indisolubilidad del matrimonio. La preponderancia del hombre en el
matrimonio es consecuencia, sencillamente, de su preponderancia económica, y
desaparecerá por sí sola con ésta. La indisolubilidad del matrimonio es
consecuencia, en parte, de las condiciones económicas que engendraron la
monogamia y, en parte, una tradición de la época en que, mal comprendida aún,
la vinculación de esas condiciones económicas con la monogamia fue exagerada
por la religión. Actualmente está desportillada ya por mil lados. Si el
matrimonio fundado en el amor es el único moral, sólo puede ser moral el
matrimonio donde el amor persiste. Pero la duración del acceso del amor sexual
es muy variable según los individuos, particularmente entre los hombres; en
virtud de ello, cuando el afecto desaparezca o sea reemplazado por un nuevo
amor apasionado, el divorcio será un beneficio lo mismo para ambas partes que
para la sociedad. Sólo que deberá ahorrarse a la gente el tener que pasar por
el barrizal inútil de un pleito de divorcio.
Así,
pues, lo que podemos conjeturar hoy acerca de la regularización de las
relaciones sexuales después de la inminente supresión de la producción
capitalista es, más que nada, de un orden negativo, y queda limitado,
principalmente, a lo que debe desaparecer. Pero, ¿qué sobrevendrá? Eso se verá
cuando haya crecido una nueva generación: una generación de hombres que nunca
se hayan encontrado en el caso de comprar a costa de dinero, ni con ayuda de
ninguna otra fuerza social, el abandono de una mujer; y una generación de
mujeres que nunca se hayan visto en el caso de entregarse a un hombre en virtud
de otras consideraciones que las de un amor real, ni de rehusar entregarse a su
amante por miedo a las consideraciones económicas que ello pueda traerles. Y
cuando esas generaciones aparezcan, enviarán al cuerno todo lo que nosotros
pensamos que deberían hacer. Se dictarán a sí mismas su propia conducta, y, en
consonancia, crearán una opinión pública para juzgar la conducta de cada uno.
¡Y todo quedará hecho!.
Pero
volvamos a Morgan, de quien nos hemos alejado mucho. El estudio histórico de
las instituciones sociales que se han desarrollado durante el período de la
civilización excede de los límites de su libro. Por eso se ocupa muy poco de
los destinos de la monogamia durante este período. También él ve en el
desarrollo de la familia monogámica un progreso, una aproximación de la plena
igualdad de derechos entre ambos sexos, sin que estime, no obstante, que ese
objetivo se ha conseguido aún. Pero -dice-: "Si se reconoce el hecho de
que la familia ha atravesado sucesivamente por cuatro formas y se encuentra en
la quinta actualmente, plantéase la cuestión de saber si esta forma puede ser
duradera en el futuro. Lo único que puede responderse es que debe progresar a
medida que progrese la sociedad, que debe modificarse a medida que la sociedad
se modifique; lo mismo que ha sucedido antes. Es producto del sistema social y
reflejará su estado de cultura. Habiéndose mejorado la familia monogámica desde
los comienzos de la civilización, y de una manera muy notable en los tiempos
modernos, lícito es, por lo menos, suponerla capaz de seguir perfeccionándose
hasta que se llegue a la igualdad entre los dos sexos. Si en un porvenir
lejano, la familia monogámica no llegase a satisfacer las exigencias de la
sociedad, es imposible predecir de qué naturaleza sería la que le sucediese".
NOTAS
[1] Bachofen prueba cuán poco ha comprendido lo
que ha descubierto o más bien adivinado, al designar ese estadio primitivo con
el nombre de "heterismo". Cuando los griegos introdujeron esta
palabra en su idioma el heterismo significaba para ellos el trato carnal de
hombres célibes o monógamos con mujeres no casadas; supone siempre una forma
definida de matrimonio, fuera de la cual se mantiene ese comercio sexual, e
incluye la prostitución, por lo menos como posibilidad. Esta palabra no se ha
empleado nunca en otro sentido, y así la empleo yo, lo mismo que Morgan.
Bachofen lleva en todas partes sus importantísimos descubrimientos hasta un
misticismo increíble, pues se imagina que las relaciones entre hombres y
mujeres, al evolucionar la historia, tienen su origen en las ideas religiosas
de la humanidad en cada época, y no en las condiciones reales de su existencia.
(Nota de Engels).
[2] Ch. Letourneau. "L'evolution du mariage
et de la familie". París 1888. (N. de la Red.).
[3] E. A.
Westermarck. The History of Human Marriage". London 1891. (N. de la Red.).
[4] A. Espinas. "Des societés animales.
Stude de psychologie comparée". París 1877. (N. de la Red.).
[5] A. Giraud-Teulon. "Les origines du
mariage et de la familie". Genéve 1884. (N. de la Red.).
[6] H. H.
Bancroft. "The Native Races of the Pacific States of North America". Vol. I-V, New York 1875-1876. (N.
de la Red.).
[7] En una carta escrita en la primavera de
1882, Marx condena en los términos más ásperos el falseamiento de los tiempos
primitivos en los "Nibelungos" de Wagner. "¿Dónde se ha visto
que el hermano abrace a la hermana como a una novia?". A esos "dioses
de la lujuria" de Wagner que, al estilo moderno, hacen más picantes sus
aventuras amorosas con cierta dosis de incesto, responde Marx: "En los
tiempos primitivos, la hermana era esposa, y esto era moral".
(Nota de Engels).
Un francés amigo mío, gran
adorador de Wagner, no está de acuerdo con la nota anterior, y advierte que ya
en el Ögisdrecka, uno de los "Eddas" antiguos que sirvió de base a
Wagner, Locki dirige a Freya esta reconvención: "Has abrazado a tu propio
hermano delante de los dioses". De aquí parece desprenderse que en aquella
época estaba ya prohibido el matrimonio entre hermano y hermana. El Ögisdrecka
es la expresión de una época en que estaba completamente destruida la fe en los
antiguos mitos; constituye una simple sátira, por el estido de la de Luciano,
contra los dioses. Si Loki, representando el papel de Mefistófeles, dirige allí
semejante reconvención a Freya, esto constituye más bien un argumento contra
Wagner. Unos versos más adelante, Loki dice también a Niördhr: "Tal es el
hijo que has procreado con tu hermana" ("vidh systur thinni gaztu
slikan mög"). Pues bien, Niördhr no es un Ase, sino un Vane, y en la saga
de los Inglinga dice que los matrimonios entre hermano y hermana estaba en uso
en el país de los Vanes, lo cual no sucedía entre los Ases. Esto tendería a
probar que los Vanes eran dioses más antiguos que los Ases. Niördhr vive entre
los Ases en un pie de igualdad en todo caso, y de esta suerte la Ögisdrecka es
más bien una prueba de que en la época de la formación de las sagas noruegas el
matrimonio entre hermano y hermana no producía horror ninguno, por lo menos
entre los dioses. Si se quiere disculpar a Wagner en vez de acudir al
"Edda", quizá fuese mejor invocar a Goethe, quien en la balada
"El Dios y la bayadera" comete una falta análoga en lo relativo al
deber religioso de la mujer de entregarse en los templos, rito que Goethe hace
asemejarse demasiado a la prostitución moderna. (Nota de Engels a la cuarta
edición).
[8] Los vestigios del comercio sexual sin
restricciones, que Bachofen cree haber descubierto, su
"Sumpfzeugung", se refieren al matrimonio por grupos, de lo cual es
imposible dudar hoy. "Si Bachofen halla 'licenciosos' los matrimonios
'punaluenses', un hombre de aquella época consideraría la mayor parte de los
matrimonios de la nuestra entre primos próximos o lejanos, por línea paterna o
por línea materna, enteramente tan incestuosos como los matrimonios entre
hermanos consanguíneos" (Marx). (Nota de Engels).
[9] J. F.
Watson and J. W. Kaye. "The People of India". Vol. I-VI. London 1868-1872. (N.
de la Red.).
[10] Aquí y más adelante se trata de grandes
grupos conyugales de los aborígenes de Australia. (N. de la Red.).
[11] L.
Agassiz. "A journey in Brazil", Boston 1886. (N. de la Red.).
[12] S.
Sugenheim. "Geschichte der Aufhebung der Leibeigenschaft und Hörigkeit in
Europa bis and die Mitte des neunzehnten Jahrhunderts". St. Petersburg 1861. (N. de la Red.).
[13] M. Kovalevski. "Tableau des origines
et de l'évolution de la familie et de la propriété". Stockholm 1890. (N.
de la Red.).
[14] "Calpullis": Comunidad familiar
de los aztecas. (N. de la Red.).
[15] Ciudadanos libres de Esparta, a diferencia
de los ilotas, esclavos. (N. de la
Red.).
[16] Se refiere a "La ideología
alemana". (N. de la Red.).
[17] Esclavas que servían en los templos. (N. de
la Red.).
III. La Gens Iroquesa
Llegamos
ahora a otro descubrimiento de Morgan que es, por lo menos, tan importante como
la reconstrucción de la forma primitiva de la familia basándose en los sistemas
de parentesco. La prueba de que los grupos de consanguíneos designados por
medio de nombres de animales en el seno de una tribu de indios americanos son
esencialmente idénticos a las "genea" de los griegos, a las
"gentes" de los romanos; de que la forma americana es la forma
original de la gens, siendo la forma grecorromana una forma posterior derivada;
de que toda la organización social de los griegos y romanos de los tiempos
primitivos en gens, fatria y
tribu, encuentra su paralelo fiel en la organización indoamericana;
de que la gens (en cuanto podemos juzgar por nuestras fuentes de conocimiento)
es una institución común a todos los bárbaros hasta su paso a la civilización y
después de él; esta prueba ha esclarecido de golpe las partes más difíciles de
la antigua historia griega y romana y nos ha revelado inesperadamente los
rasgos fundamentales del régimen social de la época primitiva anterior a la
aparición del Estado.
Por muy sencilla que parezca la cosa una vez conocida, Morgan no la descubrió
hasta los últimos tiempos. En su anterior obra, dada a la luz en 1871, no había
llegado aún a penetrar ese secreto, cuyo descubrimiento ha hecho callar por
algún tiempo a los historiadores ingleses de la época primitiva, tan llenos de
seguridad en sí mismos.
La
palabra latina gens,
que Morgan emplea para este grupo de consanguíneos, procede, como la palabra
griega del mismo significado, genos,
de la raíz aria común gan
(en alemán -donde, según la regla, la g aria debe ser reemplazada por la k-
kan), que significa "engendrar". Las palabras gens en latín, genos en griego, dschanas en sánscrito, kuni en gótico (según la
regla anterior), kyn
en antiguo escandinavo y anglosajón, kin
en inglés, y künns
en medio-alto-alemán, significan de igual modo linaje, descendencia. Pero gens en latín o genos en griego se emplean
esencialmente para designar ese grupo que se jacta de constituir una
descendencia común (del padre común de la tribu, en el presente caso) y que
está unido por ciertas instituciones sociales y religiosas, formando una
comunidad particular, cuyo origen y cuya naturaleza han estado oscuros hasta
ahora, a pesar de todo, para nuestros historiadores. Ya hemos visto
anteriormente, en la familia punalúa, lo que es en su forma primitiva la gens.
Compónese de todas las personas que, por el matrimonio punalúa y según las
concepciones que en él dominan necesariamente, forman la descendencia
reconocida de una antecesora determinada, fundadora de la gens. Siendo incierta
la paternidad en esta forma de familia, sólo cuenta la filiación femenina. Como
los hermanos no se pueden casar con sus hermanas, sino con mujeres de otro
origen, los hijos procreados con estas mujeres extrañas quedan fuera de la
gens, en virtud del derecho materno. Así, pues, no quedan dentro del grupo sino
los descendientes de las hijas
de cada generación; los de los hijos pasan a las gens de sus respectivas
madres. ¿Qué sucede, pues, con este grupo consanguíneo, así que se construye
como grupo aparte, frente a grupos del mismo género en el seno de una misma
tribu?. Como forma clásica de esa gens primitiva, Morgan toma la de los
iroqueses y especialmente la de la tribu de los senekas. Hay en ésta ocho gens,
que llevan nombres de animales: 1ª, lobo; 2ª, oso; 3ª, tortuga; 4ª, castor; 5ª,
ciervo; 6ª, becada; 7ª, garza y 8ª, halcón. En cada gens hay las costumbres
siguientes.
1.
Elige el sachem (representante en tiempo de paz) y el caudillo (jefe militar).
El sachem debe elegirse en la misma gens y sus funciones son hereditarias en
ella, en el sentido de que deben ser ocupadas en seguida en caso de quedar
vacantes. El jefe militar puede elegirse fuera de la gens, y a veces su puesto
puede permanecer vacante. Nunca se elige sachem al hijo del anterior, por estar
vigente entre los iroqueses el derecho materno y pertenecer, por tanto, el hijo
a otra gens, pero con frecuencia se elige al hermano del sachem anterior o al
hijo de su hermana. Todo el mundo, hombres y mujeres, toman parte en la
elección. Pero ésta debe ratificarse por las otras siete gens, y sólo después
de cumplida esta condición es el electo solemnemente instaurado en su puesto
por el consejo común de toda la generación iroquesa. Más adelante se verá la
importancia de este punto. El poder del sachem en el seno de la gens es
paternal, de naturaleza puramente moral. No dispone de ningún medio coercitivo.
Además, ex oficio es miembro del consejo de tribu de los senekas, así como del
consejo de toda la federación iroquesa. El jefe militar únicamente puede dar
órdenes en las expediciones militares.
2.
Depone a su discreción al sachem y al caudillo. También en este caso toman
parte en la votación hombres y mujeres juntos. Los dignatarios depuestos pasan
a ser enseguida simples guerreros como los demás, personas privadas. También el
consejo de tribu puede deponer a los sachem, hasta contra la voluntad de la
gens.
3.
Ningún miembro tiene derecho a casarse en el seno de la gens. Esta es la regla
fundamental de la gens, el vínculo que la mantiene unida; es la expresión
negativa del parentesco consanguíneo, muy positivo, en virtud del cual
constituyen una gens los individuos comprendidos en ella. Con el descubrimiento
de este sencillo hecho, Morgan ha puesto en claro, por primera vez, la
naturaleza de la gens. Cuán poco se había comprendido ésta hasta entonces nos
lo prueban los relatos que se nos hacían anteriormente respecto a los salvajes
y a los bárbaros, relatos donde la diferentes agrupaciones cuya reunión forman
la organización gentilicia se confunden sin orden ni concierto dándoles, si
hacer diferencia alguna, los nombres de tribu, clan, thum, etc... y de los
cuales dícese de vez en cuando que el matrimonio está prohibido en el seno de
semejantes corporaciones. Tal es el origen de la irreparable confusión en la
que MacLennan, hecho un Napoleón, ha puesto orden con esta sentencia
inapelable. Todas las tribus se dividen en unas donde está prohibido el
matrimonio entre los miembros de la tribu (exógamas), y otras donde se permite
(endógamas). Y después de haber embrollado definitivamente las cosas, se ha
lanzado a las más hondas disquisiciones para establecer cuál de esas absurdas
categorías creadas por él es la más antigua, si la exogamia o la endogamia.
Este absurdo ha concluído por sí solo al descubrirse la gens basada en el
parentesco consanguíneo y la resultante imposibilidad del matrimonio entre los
miembros. Es evidente que en el estadio en que hallamos a los iroqueses la
prohibición del matrimonio dentro de la gens se observa inviolablemente.
4.
La propiedad de los difuntos pasaba a los demás miembros de la gens, pues no
debía salir de ésta. Dada la poca monta de lo que un iroqués podía dejar a su
muerte, la herencia se dividía entre los parientes gentiles más próximos, es
decir, entre sus hermanos y hermanas carnales y el hermano de su madre, si el
difunto era varón, y si era hembra, entre sus hijos y hermanas carnales,
quedando excluidos sus hermanos. Por el mismo motivo, el marido y la mujer no
podían ser herederos uno del otro, ni los hijos serlo del padre.
5.
Los miembros de la gens se debían entre sí ayuda y protección, y sobre todo
auxilio mutuo para vengar las injurias hechas por extraños. Cada individuo
confiaba su seguridad a la protección de la gens, y podía hacerlo; todo el que
lo injuriaba, injuriaba a la gens entera. De ahí, de los lazos de sangre en la
gens, nació la obligación de la venganza, que fue reconocida en absoluto por
los iroqueses. Si un extraño a la gens mataba a uno de sus miembros, la gens
entera de la víctima estaba obligada a vengarlo. Primero se trataba de arreglar
el asunto; la gens del matador celebraba consejo y hacía proposiciones de
arreglo pacífico a la de la víctima, ofreciendo casi siempre la expresión de su
sentimiento por lo acaecido y regalos de importancia; si se aceptaban éstos, el
asunto quedaba zanjado. En el caso contrario, la gens ofendida designaba a uno
o a varios vengadores obligados a perseguir y matar al matador. Si así sucedía,
la gens de este último no tenía ningún derecho a quejarse; quedaban saldadas
las cuentas.
6.
La gens tiene nombres determinados, o una serie de nombres que sólo ella tiene
derecho a llevar en toda la tribu, de suerte que el nombre de un individuo
indica inmediatamente a qué gens pertenece. Un nombre gentil lleva vinculados,
indisolublemente, derechos gentiles.
7.
La gens puede adoptar extraños en su seno, admitiéndoles, así, en la tribu. Los
prisioneros de guerra a quienes no se condenaba a muerte, se hacían de este
modo, al ser adoptados por una de las gens, miembros de la tribu de los
senekas, y con ello entraban en posesión de todos los derechos de la gens y de
la tribu. La adopción se hacía a propuesta individual de algún miembro de la
gens, de algún hombre, que aceptaba al extranjero como hermano o como hermana,
o de alguna mujer que lo aceptaba como hijo; la admisión solemne en la gens era
necesaria en concepto de ratificación. A menudo, gens muy reducidas en número
por causas excepcionales se reforzaban de nuevo así, adoptando en masa a
miembros de otra gens con el consentimiento de esta última. Entre los
iroqueses, la admisión solemne en la gens verificábase en sesión pública del
consejo de tribu, lo que hacía prácticamente de esta solemnidad una ceremonia
religiosa.
8.
Es difícil probar en las gens indias la existencia de solemnidades religiosas
especiales; pero las ceremonias religiosas de los indios están, más o menos,
relacionadas con las gens. En las seis fiestas anuales de los iroqueses, los
sachem y los caudillos, en atención a sus cargos, contábanse entre los
"guardianes de la fe" y ejercían funciones sacerdotales.
9.
La gens tiene un lugar común de inhumación. Este ha desaparecido ya entre los
iroqueses del Estado de Nueva York, que hoy viven apretados en medio de los
blancos, pero ha existido en otros tiempos. Todavía subsiste entre otros
indios, por ejemplo entre los tuscaroras, próximos parientes de los iroqueses.
Aun cuando son cristianos, los tuscaroras tienen en el cementerio una
determinada fila de sepulturas para cada gens, de tal suerte que la madre está
enterrada allí en la misma hilera que los hijos, pero no el padre. Y entre los
iroqueses también la gens entera asiste al entierro de un muerto, se ocupa de
la tumba, de los discursos fúnebres, etc...
10.
La gens tiene un consejo, la asamblea democrática de los miembros adultos,
hombres y mujeres, todos ellos con el mismo derecho de voto. Este consejo elige
y depone a los sachem y a los caudillos, así como a los demás "guardianes
de la fe"; decide el precio de la sangre ("Wergeld") o la
venganza por el homicidio de un miembro de la gens; adopta a los extranjeros en
la gens. En resumen, es el poder soberano en la gens.
Tales
son las atribuciones de una gens india típica. "Todos sus miembros son
individuos libres, obligados a proteger cada uno la libertad de los otros; son
iguales en derechos personales, ni los sachem ni los caudillos pretenden tener
ninguna especie de preeminencia; todos forman una comunidad fraternal, unida
por los vínculos de la sangre. Libertad, igualdad y fraternidad; ésos son,
aunque nunca formulados, los principios cardinales de la gens, y esta última
es, a su vez, la unidad de todo un sistema social, la base de la sociedad india
organizada. Eso explica el indomable espíritu de independencia y la dignidad
que todo el mundo nota en los indios".
En
la época del descubrimiento, los indios de toda la América del Norte estaban
organizados en gens con arreglo al derecho materno. Sólo en algunas tribus,
como entre los dacotas, la gens estaba en decadencia y en otras, como entre los
ojibwas y los omahas, estaba organizada con arreglo al derecho paterno.
En
numerosísimas tribus indias que comprenden más de cinco o seis gens encontramos
cada tres, cuatro o más de éstas reunidas en un grupo particular, que Morgan,
traduciendo fielmente el nombre indio, llama fratria (hermandad), como su
correspondiente griego. Así, los senekas tienen dos fratrias: la primera
comprende las gens 1-4, y la segunda las gens 5-8. Un estudio más profundo
muestra que estas fratrias representan casi siempre las gens primitivas en que
se escindió al principio la tribu; porque dada la prohibición del matrimonio en
el seno de la gens, cada tribu debía necesariamente comprender por lo menos dos
gens para tener una existencia independiente. A medida que la tribu aumentaba
en número, cada gens volvía a escindirse en dos o más, que desde entonces
aparecían cada una de ellas como una gens particualr; al paso que la gens
primitiva, que comprende todas las gens hijas, continúa existiendo como
fratria. Entre los Senekas y la mayor parte de los indios, las gens de una de
las fratrias son hermanas entre sí, al paso que las de la otra son primas
suyas, nombres que, como hemos visto, tienen en el sistema de parentesco
americano un significado muy real y muy expresivo. Originariamente ningún
seneka podía casarse en el seno de su fratria; sin embargo, esta usanza
desapareció muy pronto, quedando limitada a la gens. Según una tradición que
circula entre los senekas, el "oso" y el "ciervo" fueron
las dos gens primitivas, de las que se desprendieron con el tiempo las demás.
Una vez arraigada, esa nueva organización fue modificándose con arreglo a las
necesidades; si se extinguían las gens de una fratria, hacíase pasar a veces a
ella gens enteras de otras fratrias. Por eso encontramos en diferentes tribus
gens del mismo nombre agrupadas en distintas fratrias.
Las
funciones de la fratria entre los iroqueses son en parte sociales, en parte
religiosas. 1) Las fratrias juegan a la pelota una contra otra; cada una
designa a sus mejores jugadores; los demás indios, formando grupos por
fratrias, observan el juego y apuestan por la victoria de los suyos. 2) En el
consejo de tribu se sientan juntos los sachem y los caudillos de cada fratria,
colocándose frente a frente los dos grupos; cada orador habla a los
representantes de cada fratria como a una corporación particular. 3) Si en la
tribu se cometía un homicidio, sin pertenecer a la misma fratria el matador y
la víctima, la gens ofendida apelaba a menudo a sus gens hermanas, que
celebraban un consejo de fratria y se dirigían a la otra fratria como
corporación con el fin de que ésta convocase igualmente un consejo para
arreglar pacíficamente el asunto. En este caso, la fratria aparece de nuevo
como la gens primitiva, y con muchas más probabilidades de buen éxito que la
gens individual, más débil, hija suya. 4) En caso de defunción de personajes
importantes, la fratria opuesta se encargaba de organizar y dirigir las
ceremonias de los funerales, mientras la fratria de los difuntos participaba en
ellas como parientes en duelo. Si moría un sachem, la fratria opuesta anunciaba
la vacante de su cargo en el consejo de los iroqueses. 5) Cuando se elegía
sachem, intervenía igualmente el consejo de la fratria. Solía considerarse como
casi segura la ratificación del electo por las gens hermanas; pero las gens de
la otra fratria podían oponerse a ella. En tal caso reuníase el consejo de esta
fratria, si la oposición era mantenida, la elección se declaraba nula. 6) Al
principio, tenían los iroqueses misterios religiosos particulares, llamados por
los blancos "medicine lodges". Celebrábanse estos misterios entre
cada una de las fratrias, que tenían un ritual especialmente establecido para
la iniciación de nuevos miembros. 7) Si, como es casi seguro, los cuatro linajes (gens) que
habitaban por el tiempo de la conquista en los cuatro barrios de Tlaxcala eran
cuatro fratrias, esto prueba que las fratrias constituían también unidades
militares, lo mismo que entre los griegos y en otras uniones gentilicias
análogas entre los germanos; cada uno de esos cuatro linajes iba a la guerra
como ejército independiente, con su uniforme y su bandera particulares, y al
mando de su propio jefe.
Así
como varias gens forman una fratria, de igual modo, en la forma clásica, varias
fratrias constituyen una tribu; en algunos casos, en las tribus muy débiles
falta el eslabón intermedio, la fratria. ¿Qué es, pues, lo que caracteriza a
una tribu india de América?.
1.
Un territorio propio y un nombre particular. Fuera del sitio donde estaba
asentada verdaderamente. Cada tribu poseía además un extenso territorio para la
caza y la pesca. Detrás de éste se extendía una ancha zona neutral, que llegaba
hasta el territorio de la tribu más próxima, zona que era más estrecha entre
las tribus de la misma lengua, y más ancha entre las que no tenían el mismo idioma.
Esta zona venía a ser lo que el bosque limítrofe de los germanos, el desierto
que los suevos César creaban alrededor de su territorio, el
"ísarnholt" (en dinamarqués "jarnved", limes Danicus")
entre daneses y alemanes, el "sachsenwald" y el "branibor"
(eslavo: bosque protector), que dio su nombre al Brandeburgo, entre alemanes y
eslavos. Este territorio, comprendido dentro de fronteras tan inciertas, era el
país común de la tribu, reconocido como tal por las tribus vecinas y que ella
misma defendía contra los invasores. En la mayoría de los casos, la imprecisión
de las fronteras no suscitó en la práctica inconvenientes, sino cuando la
población hubo crecido de modo considerable. Los nombres de las tribus parecen
debidos a la casualidad más que a una elección razonada; con el tiempo sucedió
a menudo que una tribu era conocida entre sus vecinas con un nombre distinto
del que ella misma se daba, como ocurrió con los alemanes, a quienes los celtas
llamaron "germanos", siendo éste su primer nombre histórico
colectivo.
2.
Un dialecto
particular propio de esta sola tribu. De hecho, la tribu y el dialecto son
substancialmente una y la misma cosa. La formación de nuevas tribus y nuevos
dialectos, a consecuencia de una escisión, acontecía hace aún poco en América,
y todavía no debe haber cesado por completo. Allí donde dos tribus debilitadas
se funden en una sola, ocurre, excepcionalmente, que en la misma tribu se
hallan dos dialectos muy próximos. La fuerza numérica media de las tribus
americanas es de unas dos mil almas; sin embargo, los cheroquees son veinteséis
mil, el mayor número de indios de los Estados Unidos que hablan un mismo
dialecto.
3.
El derecho de dar solemnemente posesión a su cargo a los sachem y los caudillos
elegidos por las gens.
4.
El derecho de exonerarlos hasta contra la voluntad de sus respectivas gens.
Como los sachem y los jefes militares son miembros del consejo de tribu, estos
derechos de la tribu respecto a ellos se explican de por sí. Allí donde se ha
formado una federación de tribus y donde el conjunto de éstas se halla
representado por un consejo federal, esos derechos pasan a este último.
5.
Ideas religiosas (mitología) y ceremonias del culto comunes. "Los indios
eran, a su manera bárbara, un pueblo religioso". Su mitología no ha sido
aún objeto de investigaciones críticas. Personificaban ya sus ideas religiosas
-espíritus de todas clases-, pero el estadio inferior de la barbarie en el cual
estaban no conoce aún representaciones plásticas, lo que se llama ídolos. Es el
de ellos un culto de la naturaleza y de los elementos que tiende al politeismo.
Las diferentes tribus tenían sus fiestas regulares, con formas de culto
determinadas, principalmente el baile y los juegos. La danza, sobre todo, era
una parte esencial de todas las solemnidades religiosas. Cada tribu celebraba
en particular sus propias fiestas.
6.
Un consejo de tribu para los asuntos comunes. Componíase de lso sachem y los
caudillos de todas las gens, sus representantes reales, puesto que eran siempre
revocables. El consejo deliberaba públicamente, en medio de los demás miembros
de la tribu, quienes tenían derecho a tomar la palabra y hacer oir su opinión;
el consejo decidía. Por regla general, todo asistente al acto era oído a
petición suya; también las mujeres podían expresar su parecer mediante un
orador elegido por ellas. Entre los iroqueses, las resoluciones definitivas
debían ser tomadas por unanimidad, como se requería para ciertas decisiones en
las comunidades de las marcas alemanas. El consejo de tribu estaba encargado,
particularmente, de regular las relaciones con las tribus extrañas. Recibía y
mandaba las embajadas, declaraba la guerra y concertaba la paz. Si llegaba a
estallar la guerra, solía hacerse casi siempre valiéndose de voluntarios. En
principio, cada tribu considerábase en estado de guerra con toda otra tribu con
quien expresamente no hubiera convenido un tratado de paz. Las expediciones
contra esta clase de enemigos eran organizadas en la mayoría de los casos por
unos cuantos notables guerreros. Estos ejecutaban una danza guerrera y todo el
que les acompañaba en ella declaraba de ese modo su deseo de participar en la
campaña. Formábase en seguida un destacamento y se ponía en marcha. De igual
manera, grupos de voluntarios solían encargarse de la defensa del territorio de
la tribu atacada. La salida y el regreso de estos grupos de guerreros daban
siempre lugar a festividades públicas. Para esas expediciones no era necesaria
la aprobación del consejo de tribu, y ni se pedía ni se daba. Eran éstas
exactamente como las expediciones particulares de las mesnadas germanas según
las describe Tácito, con la sola diferencia de que los grupos de guerreros
tienen ya entre los germanos un carácter más fijo y constituyen un sólido
núcleo, organizado en tiempos de paz, en torno al cual se agrupan los demás
voluntarios en caso de guerra. Los destacamentos de esta especie rara vez eran
numerosos; las más importantes expediciones de los indios, aun a grandes
distancias, realizábanse con fuerzas insignificantes. Cuando se juntaban varios
de estos destacamentos para acometer una gran empresa, cada uno de ellos
obedecía a su propio jefe; la unidad del plan de campaña asegurábase, bien o
mal, por medio de un consejo de estos jefes. Esta es la manera cómo hacían la
guerra los alemanes del alto Rin en el siglo IV, según la vemos descrita por
Amiano Marcelino.
7.
En algunas tribus encontramos un jefe supremo (Oberhäuptling), cuyas
atribuciones son siempre muy escasas. Es uno de los sachem, que, cuando se
requiere una acción rápida, debe tomar medidas provisionales hasta que pueda
reunirse el consejo y tomar las resoluciones finales. Es un débil germen de
poder ejecutivo, germen, que casi siempre queda estéril en el transcurso de la
evolución ulterior; este poder, como veremos, sale en la mayoría de los casos,
si no en todos, del jefe militar supremo (obersten Heerführer).
La
gran mayoría de los indios americanos no fue más allá de la unión en tribus.
Estas, poco numerosas, separadas unas de otras por vastas zonas fronterizas y
debilitadas a causa de continuas guerras, ocupaban inmensos territorios muy
poco poblados. Acá y allá formábanse alianzas entre tribus consanguíneas por
efecto de necesidades momentáneas, con las cuales tenían término. Pero en
ciertas comarcas, tribus parientes en su origen y separadas después, se
reunieron de nuevo en federaciones permanentes, dando así el primer paso hacia
la formación de naciones. En los Estados Unidos encontramos la forma más
desarrollada de una federación de esa especie entre los iroqueses. Abandonando
sus residencias del Oeste del Misisipí, donde probablemente habían formado una
rama de la gran familia de los dacotas, se establecieron después en largas
peregrinaciones en el actual Estado de Nueva York, divididos en cinco tribus:
los senekas, los cayugas, los onondagas, los oneidas y los mohawks. Vivían de
la pesca, la caza y una horticultura rudimentaria y habitaban en aldeas,
fortificadas en su mayoría con estacadas. No excedieron nunca de veinte mil;
tenían muchas gens comunales en las cinco tribus, hablaban dialectos
parecidísimos de la misma lengua y ocupaban a la sazón un territorio compacto
repartido entre las cinco tribus. Siendo de conquista reciente ese territorio,
caía de su propio peso la necesidad de la unión habitual de esas tribus frente
a las que ellas habían desposeído. En los primeros años del siglo XV, a más
tardar, se convirtió en una "liga eterna", en una confederación que,
comprendiendo su nueva fuerza, no tardó en tomar un carácter agresivo; y al
llegar a su apogeo, hacia 1675, había conquistado en torno suyo vastos
territorios, a cuyos habitantes había en parte expulsado, en parte hecho
tributarios. La confederación iroquesa presenta la organización social más
desarrollada a que llegaron los indios antes de salir del estadio inferior de
la barbarie, excluyendo, por consiguiente, a los mexicanos, a los neomexicanos
y a los peruanos. Los rasgos principales de la confederación eran los
siguientes:
1.
Liga eterna de las cinco tribus consanguíneas basada en su plena igualdad y en
la independencia en todos sus asuntos interiores. Esta consanguinidad formaba
el verdadero fundamento de la liga. De las cinco tribus, tres llevaban el
nombre de tribus madres y eran hermanas entre sí, como lo eran igualmente las
otras dos, que se llamaban tribus hijas. Tres gens -las más antiguas- tenían
aún representantes vivos en todas las cinco tribus, y otras tres gens, en tres
tribus. Los miembros de cada una de estas gens eran hermanos entre sí en todas
las cinco tribus. La lengua común, sin más diferencias que dialectales, era la
expresión y la prueba de la comunidad de origen.
2.
El órgano de la liga era un consejo federal de cincuenta sachem, todos de igual
rango y dignidad; este consejo decidía en última instancia todos los asuntos de
la liga.
3.
Estos cincuenta títulos de sachem, cuando se fundó la liga, se distribuyeron
entre las tribus y las gens, y eran sus portadores los representantes de los
nuevos cargos expresamente instituídos para las necesidades de la
confederación. A cada vacante eran elegidos de nuevo por las gens interesadas y
podían ser depuestos por ellas en todo tiempo, pero el derecho de darles
posesión de su cargo correspondía al consejo federal.
4.
Estos sachem federales lo eran también en sus tribus respectivas, y tenían voz
y voto en el consejo de tribu.
5.
Todos los acuerdos del consejo federal debían tomarse por unanimidad.
6.
El voto se daba por tribu, de tal suerte que todas las tribus, y en cada una de
ellas todos los miembros del consejo, debían votar unánimemente para que se
pudiese tomar un acuerdo válido.
7.
Cada uno de los cinco consejos de tribu podía convocar al consejo federal, pero
éste no podía convocarse a sí mismo.
8.
Las sesiones se celebraban delante del pueblo reunido; cada iroqués podía tomar
la palabra; sólo el consejo decidía.
9.
La confederación no tenía ninguna cabeza visible personal, ningún jefe con
poder ejecutivo.
10.
Por el contrario, tenía dos jefes de guerra supremos, con iguales atribuciones
y poderes (los dos "reyes" de Esparta, los dos cónsules de Roma).
Tal
es toda la constitución social bajo la que han vivido y viven aún los iroqueses
desde hace más de cuatrocientos años. La he descrito con detalle, siguiendo a
Morgan, porque aquí podemos estudiar la organización de una sociedad que no
conocía aún el Estado.
El Estado presupone un poder público particular, separado del conjunto de los
respectivos ciudadanos que lo componen. Y Maurer reconoce con fiel con fiel
instinto la constitución de la
Marca alemana como una institución puramente social diferente
por esencia del Estado, aun cuando más tarde le sirvió en gran parte de base.
En todos sus trabajos Maurer observa que el poder público nace gradualmente
tanto a partir de las constituciones primitivas de las marcas, las aldeas, los
señoríos y las ciudades, como al margen de ellas. Entre los indios de la América del Norte vemos
cómo una tribu unida en un principio se extiende poco a poco por un continente
inmenso; cómo, escindiéndose, las tribus se convierten en pueblos, en grupos
enteros de tribus; cómo se modifican las lenguas, no sólo hasta llegar a ser
incomprensibles unas para otras, sino hasta el punto de desaparecer todo
vestigio de la prístina unidad; cómo en el seno de las tribus se escinden en
varias gens individuales y las viejas gens madres se mantienen bajo la forma de
fratrias; y cómo los nombres de estas gens más antiguas se perpetúan en las
tribus más distantes y separadas más largo tiempo (el lobo y el oso son aún
nombres gentilicios en la mayoría de las tribus indias). Y a todas estas tribus
corresponde, en general, la constitución antes descrita, con la única excepción
de que muchas de ellas no llegan a la liga entre tribus parientes.
Pero
dada la gens como unidad social, vemos también con qué necesidad casi
ineludible, por ser natural, se deduce de esa unidad toda la constitución de la
gens, de la fratria y de la tribu. Todos los tres grupos son diferentes
gradaciones de consanguinidad, encerrado cada uno en sí mismo y ordenando sus
propios asuntos, pero completando también a los otros. Y el círculo de los
asuntos que les compete abarca el conjunto de los negocios sociales de los
bárbaros del estado inferior. Así, pues, siempre que en un pueblo hallemos la
gens como unidad social, debemos también buscar una organización de la tribu
semejante a la que hemos descrito; y allí donde, como entre los griegos y los
romanos, no faltan las fuentes de conocimiento, no sólo la encontraremos, sino
que además nos convenceremos de que en todas partes donde esas fuentes son
deficientes para nosotros, la comparación con la institución social americana
nos ayuda a despejar las mayores dudas y a adivinar los más difíciles enigmas.
¡Admirable
constitución ésta de la gens, con toda su ingenua sencillez! Sin soldados,
gendarmes ni policía, sin nobleza, sin reyes, gobernadores, prefectos o jueces,
sin cárceles ni procesos, todo marcha con regularidad. Todas las querellas y
todos los conflictos los zanja la colectividad a quien conciernen, la gens o la
tribu, o las diversas gens entre sí; sólo como último recurso, rara vez
empleado, aparece la venganza, de la cual no es más que una forma civilizada
nuestra pena de muerte, con todas las ventajas y todos los inconvenientes de la
civilización. No hace falta ni siquiera una parte mínima del actual aparato
administrativo, tan vasto y complicado, aun cuando son muchos más que en
nuestros días los asuntos comunes, pues la economía doméstica es común para una
serie de familias y es comunista; el suelo es propiedad de la tribu, y los
hogares sólo disponen, con carácter temporal, de pequeñas huertas. Los propios
interesados son quienes resuelven las cuestiones, y en la mayoría de los casos
una usanza secular lo ha regulado ya todo. No puede haber pobres ni
necesitados: la familia comunista y la gens conocen sus obligaciones para con
los ancianos, los enfermos y los inválidos de guerra. Todos son iguales y
libres, incluídas las mujeres. No hay aún esclavos, y, por regla general,
tampoco se da el sojuzgamiento de tribus extrañas. Cuando los iroqueses
hubieron vencido en 1651 a
los erios y a la "nación neutral", les propusieron entrar en la
confederación con iguales derechos; sólo al rechazar los vencidos esta
proposición, fueron desalojados de su territorio. Qué hombres y qué mujeres ha
producido semejante sociedad, nos lo prueba la admiración de todos los blancos
que han tratado con indios no degenerados ante la dignidad personal, la
rectitud, la energía de carácter y la intrepidez de estos bárbaros.
Recientemente
hemos visto en Africa ejemplos de esa intrepidez. Los cafres de Zululandia hace
algunos años y los nubios[1] hace pocos meses (dos tribus en las cuales
no se han extinguido aún las instituciones gentiles) han hecho lo que no sabría
hacer ninguna tropa europea. Armados nada más que con lanzas y venablos, sin
armas de fuego, bajo la lluvia de balas de los fusiles de repetición de la
infantería inglesa (reconocida como la primera del mundo para el combate en
orden cerrado), se echaron encima de sus ballonetas, sembraron más de una vez
el pánico entre ella y concluyeron por derrotarla, a pesar de la colosal
desproporción entre las armas y aun cuando no tienen ninguna especie de
servicio militar ni saben lo que es hacer la instrucción. Lo que pueden hacer y
soportar lo sabemos por las lamentaciones de los ingleses, según los cuales un
cafre recorre en veinticuatro horas más trayecto, y a mayor velocidad, que un
caballo: "Hasta su más pequeño músculo sobresale, acerado, duro, como una
tralla de látigo", decía un pintor inglés.
Tal
era el aspecto de los hombres y de la sociedad humana antes de que se produjese
la escisión en clases sociales. Y si comparamos su situación con la de la
inmensa mayoría de los hombres civilizados de hoy, veremos que la diferencia
entre el proletario o el campesino de nuestros días y el antiguo libre gentilis es enorme.
Este
es un aspecto de la cuestión. Pero no olvidemos que esa organización estaba
llamada a perecer. No fue más allá de la tribu; la federación de las tribus
indica ya el comienzo de su decadencia, como lo veremos y como ya lo hemos
visto en las tentativas hechas por los iroqueses para someter a otras tribus.
Lo que estaba fuera de la tribu, estaba fuera de la ley. Allí donde no existía
expresamente un tratado de paz, la guerra reinaba entre las tribus y se hacía
con la crueldad que distingue al ser humano del resto de los animales, y que
sólo más adelante quedó suavizada por el interés. El régimen de la gens en
pleno florecimiento, como lo hemos visto en América, suponía una producción en
extremo rudimentaria y, por consiguiente, una población muy diseminada en un
vasto territorio, y, por lo tanto, una sujeción casi completa del hombre a la
naturaleza exterior, incomprensible y ajena para el hombre, lo que se refleja
en sus pueriles ideas religiosas. La tribu era la frontera del hombre, lo mismo
contra los extraños que para sí mismo: la tribu, la gens, y sus instituciones
eran sagradas e inviolables, constituían un poder superior dado por la
naturaleza, al cual cada individuo quedaba sometido sin reserva en sus
sentimientos, ideas y actos. Por más imponentes que nos parecen los hombres de
esta épóca, apenas si se diferenciaban unos de otros, estaban aún sujetos, como
dice Marx, al cordón umbilical de la comunidad primitiva. El poderío de esas
comunidades primitivas tenía que quebrantarse, y se quebrantó. Pero se deshizo
por influencias que desde un principio se nos parecen como una degradación ,
como una caída desde la sencilla altura moral ade la antigua sociedad de las
gens. Los intereses más viles -la baja codicia, la brutal avidez por los goces,
la sórdida avaricia, el robo egoísta de la propiedad común- inauguran la nueva
sociedad civilizada, la sociedad de clases; los medios más vergonzosos -el
robo, la violencia, la perfidia, la traición-, minana la antigua sociedad de
las gens, sociedad sin clases, y la conducen a su perdición. Y la misma nueva
sociedad, a través de los dos mil quinientos años de su existencia, no ha sido
nunca más que el desarrollo de una ínfima minoría a expensas de uan inmensa
mayoría de explotados y oprimidos; y esto es hoy más que nunca.
IV. La Gens Griega
En
los tiempos prehistóricos, los griegos, como los pelasgos y otros pueblos
congéneres, estaban ya constituidos con arreglo a la misma serie orgánica que
los americanos: gens, fratria, tribu, confederación de tribus. Podía faltar la
fratria, como en los dorios; no en todas partes se formaba la confederación de
tribus; pero en todos los casos, la gens era la unidad orgánica. En la época en
que aparecen en la historia, los griegos se hallan en los umbrales de la
civilización; entre ellos y las tribus americanas de que hemos hablado antes
median casi dos grandes períodos de desarrollo, que los griegos de la época
heroica llevan de ventaja a los iroqueses. Por eso la gens de los griegos ya no
es de ningún modo la gens arcaica de los iroqueses; el sello del matrimonio por
grupos comienza a borrarse notablemente. El derecho materno ha cedido el puesto
al derecho paterno; por eso mismo la riqueza privada, en proceso de
surgimiento, ha abierto la primera brecha en la constitución gentilicia. Otra
brecha es consecuencia natural de la primera: al introducirse el derecho
paterno, la fortuna de una rica heredera pasa, cuando contrae matrimonio, a su
marido, es decir, a otra gens, con lo que se destruye todo el fundamento del
derecho gentil; por tanto, no sólo se tiene por lícito, sino que hasta es obligatorio en este caso,
que la joven núbil se case dentro de su propia gens para que los bienes no
salgan de ésta.
Según
la historia de Grecia debida a Grote, la gens ateniense, es particular, estaba
cohesionada por:
1.
Las solemnidades religiosas comunes y el derecho de sacerdocio en honor a un
dios determinado, el pretendido fundador de la gens, designado en ese concepto
con un sobrenombre especial.
2.
Los lugares comunes de inhumación (Véase "Contra Eubúlides", de
Demóstenes).
3.
El derecho hereditario recíproco.
4.
La obligación recíproca de prestarse ayuda, socorro y apoyo contra la
violencia.
5.
El derecho y el deber recíprocos de casarse en ciertos casos dentro de la gens,
sobre todo tratándose de huérfanas o herederas.
6.
La posesión, en ciertos casos por lo menos, de una propiedad común, con un
arconte y un tesorero propios.
La
fratria agrupaba varias gens, pero menos estrechamente; sin embargo, también
aquí hallamos derechos y deberes recíprocos de una especie análoga, sobre todo
la comunidad de ciertos ritos religiosos y el derecho a perseguir al homicida
en el caso de asesinato de un frater. El conjunto de las fratrias de una tribu
tenía a su vez ceremonias sagradas periódicas, bajo la presidencia de un
"filobasileus" (jefe de tribu) elegido entre los nobles (eupátridas).
Ahí
se detiene Grote. Y Marx añade: "Pero detrás de la gens griega se reconoce
al salvaje (por ejemplo al iroqués)". Y no hay manera de no reconocerlo, a
poco que prosigamos nuestras investigaciones.
En
efecto, la gens griega tiene también los siguientes rasgos:
7.
La descendencia según el derecho paterno.
8.
La prohibición del matrimonio dentro de la gens, excepción hecha del matrimonio
con las herederas. Esta excepción, erigida en precepto, indica el rigor de la
antigua regla. Esta, a su vez, resulta del principio generalmente adoptado de
que la mujer, por su matrimonio, renunciaba a los ritos religiosos de su gens y
pasaba a los de su marido, en la fratria del cual era inscrita. Según eso, y
con arreglo a un conocido pasaje de Dicearca, el matrimonio fuera de la gens
era la regla. Becker, en su "Charicles", afirma que nadie tenía
derecho a casarse en el seno de su propia gens.
9.
El derecho de adopción en la gens, ejercido mediante la adopción en la familia,
pero con formalidades públicas y sólo en casos excepcionales.
10.
El derecho de elegir y deponer a los jefes. Sabemos que cada gens tenía su
arconte; pero no se dice en ninguna parte que este cargo fuese hereditario en
determinadas familias. Hasta el fin de la barbarie, las probabilidades están en
contra de la herencia de los cargos, que es de todo punto incompatible con un
estado de las cosas donde ricos y pobres tenían en el seno de la gens derechos
absolutamente iguales.
No
sólo Grote, sino también Niebuhr, Mommsen y todos los demás historiadores que
se han ocupado hasta aquí de la antigüedad clásica, se han estrellado contra la
gens. Por más atinadamente que describan muchos de sus rasgos distintivos, lo
cierto es que siempre han visto en ella un "grupo de familias" y no
han podido por ello comprender su naturaleza y su origen. Bajo la constitución
de la gens, la familia nunca pudo ser ni fue una célula orgánica, porque el
marido y la mujer pertenecían por necesidad a dos gens diferentes. La gens
entraba entera en la fratria y ésta, en la tribu; la familia entraba a medias
en la gens del marido, a medias en la de la mujer. Tampoco el Estado reconoce la
familia en el Derecho público; hasta aquí sólo existe el Derecho civil. Y, sin
embargo, todos los trabajos históricos escritos hasta el presente parte de la
absurda suposición, que ha llegado a ser inviolable, sobre todo en el siglo
XVIII, de que la familia monogámica, apenas más antigua que la civilización, es
el núcleo alrededor del cual fueron cristalizando poco a poco la sociedad y el
Estado.
"Hagamos
notar al señor Grote -dice Marx- que aun cuando los griegos hacen derivar sus
gens de la mitología, no por eso dejan de ser esas gens más antiguas que la
mitología, con sus dioses y semidioses, creada por ellas mismas".
Morgan
cita de referencia a Grote, porque es un testigo prominente y nada sospechoso.
Más adelante Grote refiere que cada gens ateniense tenía un nombre derivado de
su fundador presunto; que, antes de Solón siempre, y después de él en caso de
muerte intestada, los miembros de la gens (gennêtes) del difunto heredaban su
fortuna; y que en caso de muerte violenta el derecho y el deber de perseguir al
matador ante los tribunales correspondía primero a los parientes más cercanos,
después al resto de los gentiles y, por último, a los fratores de la víctima.
"Todo lo que sabemos acerca de las antiguas leyes atenienses está fundado
en la división en gens y fratrias".
La
descendencia de las gens de antepasados comunes ha producido muchos quebraderos
de cabeza a los "sabios filisteos" de quienes habla Marx. Como
proclaman puro mito a dichos antepasados y no pueden explicarse de ningún modo
que las gens se hayan formado de familias distintas, sin ninguna consanguinidad
original, para salir de este atolladero y explicar la existencia de la gens
recurren a un diluvio de palabras que giran en un círculo vicioso y no van más
allá de esta proposición: la genealogía es puro mito, pero la gens es una
realidad. Y, finalmente, Grote dice (las glosas entre paréntesis son de Marx);
"Rara vez oímos hablar de este árbol genealógico, porque sólo se exhibe en
casos particularmente solemnes. Pero las gens de menor importancia tenían
prácticas religiosas comunes propias de ellas (¡qué extraño, señor Grote!) y un
antepasado sobrenatural, así como un arbol genealógico común, igual que las más
célebres (¡pero qué extraño es todo esto, señor Grote, en gens de menor importancia!);
el plan fundamental y la base ideal (¡no ideal,
caballero, sino carnal, o dicho en sencillo alemán fleischlich!) eran iguales para todas
ellas".
Marx
resume com sigue la respuesta de Morgan a esa argumentación: "El sistema
de consanguinidad que corresponde a la gens en su forma primitiva -y los
griegos la han tenido como los demás mortales- aseguraba el conocimiento de los
grados de parentesco de todos los miembros de la gens entre sí. Aprendían esto,
que tenía para ellos suma importancia, por práctica, desde la infancia más
temprana. Con la familia monogámica, cayó en el olvido. El nombre de la gens
creó una genealogía junto a la cual parecía insignificante la de la familia
monogámica. Ahora este nombre debía confirmar el hecho de su descendencia común
a quienes lo llevaban; pero la genealogía de la gens se remontaba a tiempos tan
lejanos, que sus miembros ya no podían demostrar su parentesco recíproco real,
excepto en un pequeño número de casos en que los descendientes comunes eran más
recientes. El nombre mismo era una prueba irrecusable de la procedencia común,
salvo en los casos de adopción. En cambio, negar de hecho toda consanguinidad
entre los gentiles, como lo hacen Grote y Niebuhr, que han transformado la gens
en una creación puramente imaginaria y poética, es digno de exégetas
"ideales", es decir, de tragalibros encerrados entre cuatro paredes.
Porque el encadenamiento de las generaciones, sobre todo desde la aparición de
la monogamia, se pierde en la lejanía de los tiempos y porque la realidad pasada
aparece reflejada en las imágenes fantásticas de la mitología, ¡los buenazos de
los viejos filisteos han deducido y deducen aún que una genealogía imaginaria
creó gens reales!".
La
fratria, como
entre los americanos, era una gens madre escindida en varias gens hijas, a las
cuales servía de lazo de unión y que a menudo las hacía también a todas
descender de un antepasado común. Así, según Grote, "todos los coetáneos
de la fratria de Hecateo tenían un solo y mismo dios por abuelo en decimosexto
grado". Por lo tanto, todas las gens de aquella fratria eran, al pie de la
letra, gens hermanas. La fratria aparece ya com unidad militar en Homero, en el
célebre pasaje donde Néstor da este consejo a Agamenón: "Coloca a los
hombres por tribus y por fratrias, para que la fratria preste auxilio a la
fratria y la tribu a la tribu". La fratria tenía también el derecho y el
deber de castigar el homicidio perpetrado en la persona de un frater, lo que
indica que en tiempos anteriores había tenido el deber de la venganza de
sangre. Además, tenía fiestas y santuarios comunes; en general, el desarrollo
de la mitología griega a partir del culto a la naturaleza, tradicional en los
arios, se debió esencialmente a las gens y las fratrias y se produjo en el seno
de éstas.
Tenía
también la fratria un jefe ("fratriarcos"), y, asimismo, según De
Coulanges, asambleas cuyas decisiones eran obligatorias, un tribuna y una
administración. Posteriormente, el Estado mismo, que pasaba por alto la
existencia de las gens, dejó a la fratria ciertas funciones públicas, de
carácter administrativo.
La
reunión de varias fratrias emparentadas forma la tribu. En el Atica había
cuatro tribus, cada una de tres fratrias que constaban a su vez de treinta gens
cada una. Una determinación tan precisa de los grupos supone una intervención
consciente y metódica en el orden espontáneamente nacido. Cómo, cuándo y por
qué sucedió esto, no lo dice ha historia griega, y los griegos mismos conservan
el recuerdo de ello hasta la época heroica nada más.
Las
diferencias de dialecto estaban menos desarrolladas entre los griegos,
aglomerados en un territorio relativamente pequeño, que en los vastos bosques
americanos; sin embargo, también aquí sólo tribus de la misma lengua madre
aparecen reunidas formando grandes agrupaciones; y hasta la pequeña Atica tiene
su propio dialecto, que más tarde pasó a ser la lengua predominante en toda la
prosa griega.
En
los poemas de Homero hallamos ya a la mayor parte de las tribus griegas
reunidas formando pequeños pueblos, en el seno de las cuales, sin embargo,
conservaban aún completa independencia las gens, las fratrias y las tribus.
Estos pueblos vivían ya en ciudades amuralladas; la población aumentaba a
medida que aumentaban los ganados, se desarrollaba la agricultura e iban
naciendo los oficios manuales; al mismo tiempo crecían las diferencias de
fortuna y, con éstas, el elemento aristocrático en el seno de la antigua
democracia primitiva, nacida naturalmente. Los distintos pueblos sostenían
incesantes guerras por la posesión de los mejores territorios y también, claro
está, con la mira puesta en el botín, pues la esclavitud de los prisioneros de
guerra era una institución reconocida ya.
La
constitución de estas tribus y de estos pequeños pueblos era en aquel momento
la siguiente:
1.
La autoridad permanente era el consejo
("bulê"), primitivamente formado quizás por los jefes de las gens y
más tarde, cuando el número de éstas llegó a ser demasiado grande, por un grupo
de individuos electos, lo que dio ocasión para desarrollar y reforzar el
elemento aristocrático. Dionisio dice que el consejo de la época heroica estaba
constituido por aristócratas ("kratistoi"). El consejo decidía los
asuntos importantes. En Esquilo, el consejo de Tebas toma el acuerdo, decisivo
en aquella situación, de enterrar a Etéocles con grandes honores y de arrojar
el cadáver de Polinices para que sirva de pasto a los perros. Con la
institución del Estado, este consejo se convirtió en Senado.
2.
La asamblea del pueblo
("ágora"). Entre los iroqueses hemos visto que el pueblo, hombres y
mujeres, rodea a la asamblea del consejo, toma allí la palabra de una manera
ordenada e influye de esta suerte en sus determinaciones. Entre los griegos
homéricos, estos "circunstantes", para emplear una expresión jurídica
del alemán antiguo, "Umstand", se han convertido ya en una verdadera
asamblea general del pueblo, lo mismo que aconteció entre los germanos de los
tiempos primitivos. Esta asamblea era convocada por el consejo para decidir los
asuntos importantes; cada hombre podía hacer uso de la palabra. El acuerdo se
tomaba levantando las manos (Esquilo, en "Las Suplicantes"), o por
aclamación. La asamblea era soberana en última instancia, porque, como dice
Schömann ("Antiguedades griegas")[1], "cuando se trata de una cosa que para
ejecutarse exige la cooperación del pueblo, Homero no nos indica ningún medio
por el cual pueda ser constreñido éste a obrar contra su voluntad". En
aquella época, en que todo miembro masculino adulto de la tribu era guerrero,
no había aún una fuerza pública separada del pueblo y que pudiera oponérsele.
La democracia primitiva se hallaba todavía en plena florescencia, y esto debe
servir de punto de partida para juzgar el poder y la situación del consejo y
del "basileus".
3.
El jefe militar
("basileus"). A propósito de esto, Marx observa: "Los sabios
europeos, en su mayoría lacayos natos de los príncipes, hacen del
"basileus" un monarca en el sentido moderno de la palabra. El republicano
yanqui Morgan protesta contra esa idea. Del untuoso Gladstone, y de su obra
"Juventus Mundi"[2] dice con tanta ironía como verdad:
"Mister Gladstone nos presenta a los jefes griegos de los tiempos heroicos
como reyes y príncipes que, por añadidura, son unos cumplidos gentlemen; pero
él mismo se ve obligado a reconocer que, en general, nos parece encontrar
suficiente, pero no rigurosamente establecida la costumbre o la ley del derecho
de primogenitura". Es de suponer que un derecho de primogenitura con tales
reservas debe parecerle al propio señor Gladstone suficientemente, aunque no
con todo rigor, privado de la más mínima importancia.
Ya
hemos visto cuál era el estado de cosas respecto a la herencia de las funciones
superiores entre los iroqueses y los demás indios. Todos los cargos eran
electivos, la mayor parte en el seno mismo de la gens, y hereditarios en ésta.
Gradualmente se llegó a dar preferencia en caso de vacante al pariente gentil
más próximo -al hermano o al hijo de la hermana-, siempre que no hubiese
motivos para excluirlo. Por tanto, si entre los griegos, bajo el imperio del
derecho paterno, el cargo de "basileus" solía pasar al hijo o a uno
de los hijos, esto demuestra simplemente que los hijos tenían allí a favor suyo
la probabilidad de elección legal por elección popular, pero no prueba de
ningún modo la herencia de derecho sin elección del pueblo. Aquí vemos, entre
los iroqueses y entre los griegos, el primer germen de familias nobles, con una
situación especial dentro de las gens, y entre los griegos también el primer
germen de la futura jefatura militar hereditaria o de la monarquía. Por
consiguiente, es probable que entre los griegos el "basileus" debiera
ser o electo por el pueblo o confirmado por los órganos reconocidos de éste, el
consejo o el "ágora", como se practica respecto al "rey"
("rex") romano.
En
la "Ilíada", el jefe de los hombres, Agamenón, aparece no como el rey
supremo de los griegos, sino como el general en jefe de un ejército confederado
ante una ciudad sitiada. Y Ulises, cuando estallan disensiones entre los
griegos, apela a esta calidad, en el famoso pasaje: "No es bueno que
muchos manden a la vez, uno solo debe dar órdenes", etc... (El tan
conocido verso en que se trata del cetro es un postizo intercalado
posteriormente.). "Ulises no da aquí una conferencia acerca de la forma de
gobierno, sino que pide que se obedezca al general en jefe en campaña. Entre
los griegos, que no aparecen antre Troya más que como ejército, el orden
imperante en el "ágora" es bastante democrático. Cuando Aquiles habla
de presentes, es decir, del reparto del botín, no encarga de ese reparto no a
Agamenón ni a ningún otro "basileus", sino a "los hijos de los
Aqueos", es decir, al pueblo. Los atributos "engendrado por
Zeus", "criado por Júpiter", nada prueban, desde el momento en
que cada gens
desciende de un dios y la gens del jefe de la tribu de uno "más
alto", en el caso presente, de Zeus. Hasta os individuos no manumitidos,
como el porquero Eumeo y otros, son "divinos" ("dioi" y
"theioi"), y eso en la
Odisea, es decir, en una época muy posterior a la descrita
por la Iliada. También
en la "Odisea", se llama "heros" al mensajero Mulios y al
cantor ciego Demodoco. En resumen: la palabra "basileia", que los
escritores griegos emplean para la sedicente realeza homérica, acompañada de un
consejo y de una asamblea del pueblo, significa, sencillamente, democracia
militar (porque el mando de los ejércitos era su distintivo principal"
(Marx).
Además
de sus atribuciones militares, el "basileus" las tenía también
religiosas y judiciales; estas últimas eran indeterminadas, pero las primeras
le correspondían en concepto de representante supremo de la tribu o de la federación
de tribus. Nunca se habla de atribuciones civiles, administrativas, aunque el
"basileus" parece haber sido miembro del consejo, en atención a su
cargo. Traducir "basileus" por la palabra alemana "König"
es, pues, etimológicamente muy exacto, puesto que "König"
("Kuning") se deriva de "Kuni", "Künne", y
significa jefe de una gens. Pero el "basileus" de la Grecia antigua no
corresponde de ninguna manera a la significación actual de la palabra
"König" (rey). Tucídides llama expresamente a la antigua "basileia"
una "patriké", es decir, derivada de las gens, y dice que tuvo
atribuciones fijas, y por tanto limitadas. Y Aristóteles dice que la
"basileia" de los tiempos heroicos fue una jefatura militar ejercida
sobre hombres libres, y el "basileus" un jefe militar, juez y gran
sacerdote. No tenía, por consiguiente, ningún poder gubernamental en el sentido
ulterior de la palabra[3].
Así,
pues, en la constitución griega de la época heroica vemos aún llena de vigor la
antigua organización de la gens, pero también observamos el comienzo de su
decadencia: el derecho paterno con herencia de la fortuna por los hijos, lo
cual facilita la acumulación de las riquezas en la familia y hace de ésta un
poder contrario a la gens; la repercusión de la diferencia de fortuna sobre la
constitución social mediante la formación de los gérmenes de una nobleza
hereditaria y de una monarquía; la esclavitud, que al principio sólo comprendió
a los prisioneros de guerra, pero que desbrozó el camino de la esclavitud de
los propios miembros de la tribu, y hasta de la gens; la degeneración de la
antigua de guerra de unas tribus contra otras en correrías sistemáticas por
tierra y por mar para apoderarse de ganados, esclavos y tesoros, lo que llegó a
ser una industria más. En resumen, la fortuna es apreciada y considerada como
el sumo bien, y se abusa de la antigua organización de la gens para justificar
el robo de las riquezas por medio de la violencia. No faltaba más que una cosa;
la institución que no sólo asegurase las nuevas riquezas de los individuos
contra las tradiciones comunistas de la constitución gentil, que no sólo
consagrase la propiedad privada antes tan poco estimada e hiciese de esta santificación
el fin más elevado de la comunidad humana, sino que, además, imprimiera el
sello del reconocimiento general de la sociedad a las nuevas formas de adquirir
la propiedad, que se desarrollaban una tras otra, y por tanto a la acumulación,
cada vez más acelerada, de las riquezas; en una palabra, faltaba una
institución que no sólo perpetuase la naciente división de la sociedad en
clases, sino también el derecho de la clase poseedora de explotar a la no
poseedora y el dominio de la primera sobre la segunda.
Y
esa institución nació. Se inventó el Estado.
V. La Genesis del Estado
Ateniense
En
ninguna parte podemos seguir mejor que en la antigua Atenas, por lo menos en la
primera fase de la evolución, de qué modo se desarrolló el Estado, en parte
transformando los órganos de la constitución gentil, en parte desplazándolos
mediante la intrusión de nuevos órganos y, por último, remplazándolos pior
auténticos organismos de administración del Estado, mientras que una
"fuerza pública" armada al servicio de esa administración del Estado,
y que, por consiguiente, podía ser dirigida contra el pueblo, usurpaba el lugar
del verdadero "pueblo en armas" que había creado su autodefensa en
las gens, las fratrias y las tribus. Morgan expone mayormente las
modificaciones de forma; en cuanto a las condiciones económicas productoras de
ellas, tendré que añadirlas, en parte, yo mismo.
En
la época heroica, las cuatro tribus de los atenienses aún se hallaban
establecidas en distintos territorios de Africa. Hasta las doce fratrias que
las componían parece ser que también tuvieron su punto de residencia particular
en las doce ciudades de Cécrope. La constitución era la misma de la época
heroica: asamblea del pueblo, consejo del pueblo y "basileus". Hasta
donde alcanza la historia escrita, se ve que el suelo estaba ya repartido y era
propiedad privada, lo que corresponde a la producción mercantil y al comercio
de mercancías relativamente desarrollados que observamos ya hacia el final del
estadio superior de la barbarie. Además de granos, producíase vinos y aceite.
El comercio marítimo en el Mar Egeo iba pasando cada vez más de los fenicios a
los griegos del Atica. A causa de la compraventa de la tierra y de la creciente
división del trabajo entre la agricultura y los oficios manuales, el comercio y
la navegación, muy pronto tuvieron que mezclarse los miembros de las gens,
fratrias y tribus. En el distrito de la fratria y de la tribu se establecieron
habitantes que, aun siendo del mismo pueblo, no formaban parte de estas
corporaciones y, por consiguiente, eran extraños en su propio lugar de
residencia, ya que cada fratria y cada tribu administraban ellas mismas sus
asuntos en tiempos de paz, sin consultar al consejo del pueblo o al
"basileus" en Atenas, y todo el que residía en el territorio de la
fratria o de la tribu sin pertenecer a ellas no podía, naturalmente, tomar
parte en esa administración.
Esta
circunstancia desequilibró hasta tal punto el funcionamiento de la constitución
gentilicia, que en los tiempos heroicos se hizo ya necesario remediarla y se
adoptó la constitución atribuída a Teseo. El cambio principal fue la
institución de una administración central en Atenas; es decir, parte de los
asuntos que hasta entonces resolvían por su cuenta las tribus fue declarada
común y transferida al consejo general residente en Atenas. Los atenienses
fueron, con esto, más lejos que ninguno de los pueblos indígenas de América: la
simple federación de tribus vecinas fue remplazada por la fusión en un solo
pueblo. De ahí nació un sistema de derecho popular ateniense general, que
estaba por encima de las costumbres legales de las tribus y de las gens. El
ciudadano de Atenas recibió como tal derechos determinados, así como una nueva
protección jurídica incluso en el territorio que no pertenecía a su propia
tribu. Pero éste fue el primer paso hacia la ruina de la constitución
gentilicia, ya que lo era hacia la admisión, más tarde, de ciudadanos que no
pertenecían a ninguna de las tribus del Atica y que estaban y siguieron estando
completamente fuera de la constitución gentilicia ateniense. La segunda
institución atribuida a Teseo fue la división de todo el pueblo en tres clases
-los eupátridas o nobles, los geomoros o agricultores y los demiurgos o
artesanos-, sin tener en cuenta la gens, la fratria o la tribu, y la concesión
a la nobleza del derecho exclusivo a ejercer los cargos públicos. Verdad es
que, excepto en lo de ocupar la nobleza los empleos, esta división quedó sin
efecto por cuanto no establecía otras diferencias de derechos entre las clases.
Pero es importante, porque nos indica los nuevos elementos sociales que habían
ido desarrollándose imperceptiblemente. Demuestra que la costumbre de que los
cargos gentiles los desempeñasen ciertas familias, se había transformado ya en
un derecho apenas disputado de las mismas a los empleos públicos; que esas
familias, poderosas ya por sus riquezas, comenzaron a formar, fuera de sus
gens, una clase privilegiada, particular; y que el Estado naciente sancionó
esta usurpación. Demuestra que la división del trabajo entre campesinos y
artesanos había llegado a ser ya lo bastante fuerte para disputar el primer
puesto en importancia social a la antigua división en gens y en tribus. Por
último, proclama el irreconciliable antagonismo entre la sociedad gentilicia y
el Estado; el primer intento de formación del Estado consiste en destruir los
lazos gentilicios, dividiendo los miembros de cada gens en privilegiados y no
privilegiados, y a estos últimos, en dos clases, según su oficio, oponiéndolas,
en virtud de esta misma división, una a la otra.
La
historia política ulterior de Atenas, hasta Solón, se conoce de un modo muy
imperfecto. Las funciones del "basileus" cayeron en desuso; a la
cabeza del Estado púsose a arcontes
salidos del seno de la nobleza. La autoridad de la aristocracia aumentó cada
vez más, hasta llegar a hacerse insoportable hacia el año 600 antes de nuestra
era. Y los principales medios para estrangular la libertad común fueron el
dinero y la usura. La nobleza solía residir en Atenas y en los alrededores,
donde el comercio marítimo, así como la piratería practicada en ocasiones, la
enriquecían y concentraban en sus manos el dinero. Desde allí el sistema
monetario en desarrollo penetró, como un ácido corrosivo, en la vida
tradicional de las antiguas comunidades agrícolas, basadas en la economía
natural. La constitución de la gens es en absoluto incompatible con el sistema
monetario; la ruina de los pequeños agricultores del Atica coincidió con la
relajación de los antiguos lazos de la gens, que los protegían. Las letras de
cambio y la hipoteca (porque los atenienses habían inventado ya la hipoteca) no
respetaron ni a la gens, ni a la fratria. Y la vieja constitución de gens no
conocía el dinero, ni las prendas, ni las deudas de dinero. Por eso el poder
del dinero en manos de la nobleza, poder que se extendía sin cesar, creó un
nuevo derecho consuetudinario para garantía del acreedor contra el deudor y
para consagrar la explotación del pequeño agricultor por el poseedor del
dinero. Todas las campiñas del Atica estaban erizadas de postes hipotecarios en
los cuales estaba escrito que los fundos donde se veían puestos, hallábanse
empeñados a fulano o mengano por tanto o cuanto dinero. Los campos que no
tenían esos postes, habían sido vendidos en su mayor parte, por haber vencido
la hipoteca o no haber sido pagados los intereses, y eran ya propiedad del
usurero noble; el campesino podía considerarse feliz cuando lo dejaban
establecerse allí como colono y vivir con un
sexto del producto de su trabajo, mientras tenía que pagar a su
nuevo amo los cinco sextos
como precio del arrendamiento. Y aún más: cuando el producto de la venta del
lote de tierra no bastaba para cubrir el importe de la deuda, o cuando se
contraía la deuda sin asegurarla con prenda, el deudor tenía que vender a sus
hijos como esclavos en el extranjero para satisfacer por completo al acreedor.
La venta de los hijos por el padre: ¡éste fue el primer fruto del derecho
paterno y de la monogamia!. Y si el vampiro no quedaba satisfecho aún, podía
vender como esclavo a su mismo deudor. Tal fue la hermosa aurora de la
civilización en el pueblo ateniense.
Semejante
revolución hubiera sido imposible en el pasado, en la época en que las
condiciones de existencia del pueblo aún correspondían a la constitución de la
gens; pero ahora se había producido, sin que nadie supiese cómo. Volvamos por
un momento a nuestros iroqueses. Entre ellos era inconcebible una situación tal
como la impuesta a los atenienses sin, digámoslo así, su concurso y, con
seguridad, a pesar de ellos. Siendo siempre el mismo el modo de producir las
cosas necesarias para la existencia, nunca podían crearse tales conflictos, al
parecer impuestos desde fuera, ni engendrarse ningún antagonismo entre ricos y
pobres, entre explotadores y explotados. Los iroqueses distaban mucho de
domeñar aún la naturaleza, pero dentro de los límites que ésta les fijaba, eran
los dueños de su propia producción. Si dejamos aparte los casos de malas
cosechas en sus huertecillos, de escasez de pesca en sus lagos y ríos y de caza
en sus bosques, sabían cuál podía ser el fruto de su modo de proporcionarse los
medios de existencia. Sabían que -unas veces en abundancia, y otras
no-obtendrían medios de subsistencia; pero entonces eran imposibles
revoluciones sociales imprevistas, la ruptura de los vínculos de la gens, la
escisión de las gens y de las tribus en clases opuestas que se combatieran
recíprocamente. La producción se movía dentro de los más estrechos límites, era
la inmensa ventaja de la producción bárbara, ventaja que se perdió con la
llegada de la civilización y que las generaciones futuras tendrán el deber de
reconquistar, pero dándole por base el poderoso dominio de la naturaleza,
conseguido en la actualidad por el hombre, y la libre asociación, hoy ya
posible.
Entre
los griegos las cosas eran muy distintas. La aparición de la propiedad privada
sobre los rebaños y los objetos de lujo, condujo al cambio entre los
individuos, a la transformación de los productos en mercancías. Y éste fue el germen de la
revolución subsiguiente. En cuanto los productores dejaron de consumir
directamente ellos mismos sus productos, deshaciéndose de ellos por medio del
cambio, dejaron de ser dueños de los mismos. Ignoraban ya qué iba a ser de
ellos, y surgió la posibilidad de que el producto llegara a emplearse contra el
productor para explotarlo y oprimirlo. Por eso, ninguna sociedad puede ser dueña
de su propia producción de un modo duradero ni controlar los efectos sociales
de su proceso de producción si no pone fin al cambio entre individuos.
Pero
los atenienses debían aprender pronto con qué rapidez domina el producto al
productor en cuanto nace el cambio entre individuos y los productos se
transforman en mercancías. Con la producción de mercancías apareció el cultivo
individual de la tierra y, en seguida, la propiedad individual del suelo. Más
tarde vino el dinero, la mercancía universal por la que podían cambiarse todas
las demás; pero, como los hombres inventaron el dinero, no sospechaban que
habían creado un poder social nuevo, el poder universal único ante el que iba a
inclinarse la sociedad entera. Y este nuevo poder, al surgir súbitamente, sin
saberlo sus propios creadores y a pesar de ellos, hizo sentir a los atenienses
su dominio con toda la brutalidad de su juventud.
¿Qué
se podía hacer?. La antigua constitución de la gens se había mostrado impotente
contra la marcha triunfal del dinero; y, además, era en absoluto incapaz de
conceder dentro de sus límites lugar ninguno para cosas como el dinero, los
acreedores, los deudores, el cobro compulsivo de las deudas. Pero allí estaba
el nuevo poder social; y ni los píos deseos, ni el ardiente afán por volver a
los buenos tiempos antiguos pudieron expulsar ya del mundo al dinero ni a la
usura. Además, en la constitución gentilicia fueron abiertas otras brechas
menos importantes. La mezcla de los gentiles y de los fraters en todo el
territorio ático, particularmente en la misma ciudad de Atenas, aumenaba de
generación en generación, aun cuando por aquel entonces un ateniense tenía
derecho a vender su fundo fuera de la gens, pero no su vivienda. Con los
progresos de la industria y el comercio habíase desarrollado más y más la
división del trabajo entre las diferentes ramas de la producción: agricultura y
oficios manuales, y entre estos últimos una multitud de subdivisiones, tales
como el comercio, la navegación, etc. La población se dividía ahora, según sus
ocupaciones, en grupos bastante bien determinados, cada uno de los cuales tenía
una serie de nuevos intereses comunes para los que no había lugar en la gens o
en la fratria y que, por consiguiente, necesitaban nuevos funcionarios que
velasen por ellos. Había aumentado muchísimo el número de esclavos, y en
aquella época debía ya de exceder con mucho del de los atenienses libres. La
constitución gentil no conocía al principio ninguna esclavitud ni, por
consiguiente, ningún medio de mantener bajo su yugo aquella masa de personas no
libres. Y, por último, el comercio había atraído a Atenas a multitud de
extranjeros que se habían instalado allí en busca de fácil lucro. Mas, a pesar
de las tolerancia tradicional, estos extranjeros no gozaban de ningún derecho
ni protección legal bajo el viejo régimen, por lo que constituían entre el
pueblo un elemento extraño y un foco de malestar.
En
resumen, la constitución gentilicia iba tocando a su fin. La sociedad rebasaba
más y más el marco de la gens, que no podía atajar ni suprimir los peores males
que iban naciendo ante su vista. Mientras tanto, el Estado se había
desarrollado sin hacerse notar. Los nuevos grupos constituídos por la división
del trabajo, primero entre la ciudad y el campo, después entre las diferentes
ramas de la industria en las ciudades, habían creado nuevos órganos para la
defensa de sus intereses, y se instituyeron oficios públicos de todas clases.
Luego, el joven Estado tuvo, ante todo, necesidad de una fuerza propia, que en
un pueblo navegante, como eran los atenienses, no pudo ser primeramente sino
una fuerza naval, usada en pequeñas guerras y para proteger los barcos
mercantes. En una época indeterminada, anterior a Solón, se instituyeron las
"naucrarias", pequeñas circunscripciones territoriales a razón de
doce por tribu; cada "naucraria" debía suministrar, armar y tripular
un barco de guerra, y proporcionar además dos jinetes. Esta institución
socavaba por dos conceptos a la gens: en primer término, porque creaba una
fuerza pública que ya no era en nada idéntica al pueblo armado; y en segundo
lugar, porque por primera vez dividía al pueblo, en los negocios públicos, no
con arreglo a los grupos consanguíneos, sino con arreglo al lugar de residencia común. Veamos a
continuación qué significaba esto.
Como
el régimen gentilicio no podía prestarle ningún auxilio al pueblo explotado, lo
único que a éste le quedaba era el Estado naciente, que le prestó la ayuda de
él esperada mediante la constitución de Solón, si bien la aprovechó para
fortalecerse aún más a expensas del viejo régimen. No nos incumbe tratar aquí
cómo se realizó la reforma de Solón en el año 594 antes de nuestra era. Solón
inició la serie de lo que se llama revoluciones políticas, y lo hizo con un
ataque a la propiedad. Hasta ahora, todas las revoluciones han sido en favor de
un tipo de propiedad sin lesionar a otro. En la gran Revolución francesa, la
propiedad feudal fue sacrificada para salvar la propiedad burguesa; en la de
Solón, la propiedad de los acreedores fue la que tuvo que sufrir en provecho de
la de los deudores. Las deudas fueron, sencillamente, declaradas nulas. No
conocemos con exactitud los detalles, pero Solón se jacta en sus poesías de
haber hecho quitar los postes hipotecarios de los campos empeñados en pago de
deudas y de haber repatriado a los hombres que a causa de ellas habían sido
vendidos como esclavos o habían huído al extranjero. Eso no podía hacerse sino
mediante una descarada violación de la propiedad. Y de hecho, desde la primera
hasta la última de estas pretensas revoluciones políticas, todas ellas se han
hecho en defensa de la propiedad, de un
tipo de propiedad, y se han realizado por medio de la confiscación (dicho de
otra manera, del robo) de otro
tipo de propiedad. Tanto es así, que desde hace dos mil quinientos años no ha
podido mantenerse la propiedad privada sino por la violación de los derechos de
propiedad.
Pero
tratábase a la sazón de impedir que los atenienses libres pudieran ser
esclavizados nuevamente. Al principio se logró con medidas generales; por
ejemplo, prohibiendo los contratos de préstamo en los cuales el deudor se hacía
prenda del acreedor. Además, se fijó la extensión máxima de la tierra que podía
poseer un mismo individuo, con el propósito de poner un freno que moderase la
avidez de los nobles por apoderarse de las tierras de los campesinos. Después
hubo cambios en la propia constitución (Verfassung), siendo para nosotros los
principales los siguientes:
El
consejo se elevó hasta cuatrocientos miembros, cien de cada tribu. Hasta aquí,
la tribu seguía siendo, pues, la base del sistema. Pero éste fue el único punto
de la constitución antigua adoptado por el Estado recien nacido. En lo demás,
Solón dividió a los ciudadanos en cuatro clases, con arreglo a su propiedad
territorial y al producto de ésta. Los rendimientos mínimos que se fijaron para
las tres primeras clases fueron de quinientos, trescientos y ciento cincuenta
"medimnos" de grano respectivamente (un "medimno" viene a
equivaler a unos cuarenta y un litros para áridos); formaban la cuarta clase
los que poseían menos tierra o carecían de ella en absoluto. Sólo podían ocupar
todos los oficios públicos los individuos de las tres primeras clases, y los
más importantes los de la primera nada más; la cuarta no tenía sino el derecho
de tomar la palabra y votar en la asamblea. Pero allí eran donde se elegían
todos los funcionarios, allí era donde éstos tenían que rendir cuenta de su
gestión, allí era donde se hacían todas las leyes, y allí la mayoría estaba en
manos de la cuarta clase. Los privilegios aristocráticos se renovaron, en
parte, en forma de privilegios de la riqueza, pero el pueblo obtuvo el poder
supremo. Por otra parte, las cuatro clases formaron la base de una nueva
organización militar. Las dos primeras suministraban la caballería, la tercera
debía servir en la infantería de línea, y la cuarta como tropa ligera (sin
coraza) o en la flota; probablemente, esta clase estaba a sueldo.
Aquí
se introducía, pues, un elemento nuevo en la constitución: la propiedad
privada. Los derechos y los deberes de los ciudadanos del Estado se
determinaron con arreglo a la importancia de sus posesiones territoriales; y
conforme iba aumentanto la influencia de las clases pudientes, iban siendo
desplazadas las antiguas corporaciones consanguíneas. La gens sufrió otra
derrota.
Sin
embargo, la gradación de los derechos políticos según los bienes de fortuna no
era una de esas instituciones sin las cuales no puede existir el Estado. Por
grande que sea el papel que ha representado en la historia de las constituciones
de los Estados, gran número de éstos, y precisamente los más desarrollados, se
han pasado sin ella. En Atenas misma no representó sino un papel transitorio;
desde Arístides, todos los empleos eran accesibles a cada ciudadano.
Durante
los ochenta años que siguieron, la sociedad ateniense tomó gradualmente la
dirección en la cual siguió desarrollándose en los siglos posteriores. Habíase
puesto coto a la usura de los latifundistas anteriores a Solón, y asimismo a la
concentración excesiva de la propiedad territorial. El comercio y los oficios,
incluídos los artísticos, que se practicaban cada vez más en grande, basándose
en el trabajo de los esclavos, llegaron a ser las preocupaciones principales.
La gente adquirió más luces. En vez de explotar a sus propios conciudadanos de
una manera inicua, como al principio, se explotó sobre todo a los esclavos y a
los clientes no atenienses. Los bienes muebles, la riqueza en forma de dinero,
el número de los esclavos y de las naves aumentaban sin cesar; pero ya no eran
un simple medio de adquirir tierras, como en el primer período, con sus cortos
alcances, sino que se convirtieron en un fin de por sí. De una parte, la
nobleza antigua en el Poder encontró asi unos competidores victoriosos en las
nuevas clases de ricos industriales y comerciantes; pero, de otra parte, quedó
destruída también la última base de los restos de la constitución gentilicia.
Las gens, las fratrias y las tribus, cuyos miembros andaban ya a la sazón
dispersos por toda el Atica y vivían completamente entremezclados, eran ya del
todo inútiles como corporaciones políticas. Muchísimos ciudadanos atenienses no
pertenecían ya a ninguna gens; eran inmigrantes a quienes se había concedido el
derecho de ciudadanía, pero que no habían sido admitidos en ninguna de las
antiguas uniones gentilicias. Además, cada día era mayor el número de
inmigrantes extranjeros que sólo gozaban del derecho de protección [metecos].
Mientras
tanto, proseguía la lucha entre los partidos; la nobleza trataba de
reconquistar sus viejos privilegios y volvió a tener, por un tiempo, vara alta;
hasta que la revolución de Clistenes (año 509 antes de nuestra era) la abatió
definitivamente, derribando también, con ella, el último vestigio de la
constitución gentilicia.
En
su nueva constitución, Clistenes pasó por alto las cuatro tribus antiguas
basadas en las gens y en las fratrias. Su lugar lo ocupó una organización
nueva, cuya base, ensayada ya en las "naucrarias", era la división de
los ciudadanos según el lugar de residencia. Ya no decidió para nada el hecho
de pertenecer a los grupos consanguíneos, sino tan sólo el domicilio. No fue el
pueblo, sino el suelo, lo que se subdividió; los habitantes hiciéronse,
políticamente, un simple apéndice del territorio.
Toda
el Atica quedó dividida en cien municipios (demos). Los ciudadanos (demotas)
habitantes en cada demos elegían su jefe (demarca) y su tesorero, así como
también treinta jueces con jurisdicción para resolver los asuntos de poca
importancia. Tenían igualmente un templo propio y un dios protector o héroe,
cuyos sacerdotes elegían. El poder supremo en el demos pertenecía a la asamblea
de los demotas. Según advierte Morgan con mucho acierto, éste es el prototipo
de las comunidades urbanas de América, que se gobiernan por sí mismas. El Estado
naciente tuvo por punto de partida en Atenas la misma unidad que distingue al
Estado moderno en su más alto grado de desarrollo.
Diez
de estas unidades (demos) formaban una tribu; pero ésta, al contrario de la
antigua tribu gentilicia ["geschlechtstamm"], llamóse ahora tribu
local ["Ortsstamm"]. La tribu local no sólo era un cuerpo político
que se administraba a sí mismo, sino también un cuerpo militar. Elegía su
filarca o jefe de tribu, que mandaba la caballería, el taxiarca para la
infantería, y el estratega, que tenía a sus órdenes a todas las tropas
reclutadas en el territorio de la tribu. Además armaba cinco naves de guerra
con sus tripulantes y comandantes, y recibía como patrón un héroe del Atica,
cuyo nombre llevaba. Por último, elegía cincuenta miembros del consejo de
Atenas.
Coronaba
este edificio el Estado ateniense, gobernado por un consejo compuesto de los
quinientos representantes elegidos por las diez tribus y, en última instancia,
por la asamblea del pueblo, en la cual tenía entrada y voto cada ciudadano
ateniense. Junto con esto, velaban por las diversas ramas de la administración
y de la justicia los arcontes y otros funcionarios. En Atenas no había un
depositario supremo del Poder ejecutivo.
Debido
a esta nueva constitución y a la admisión de un gran número de clientes (unos
inmigrantes, otros libertos), los órganos de la gens quedaron al margen de la
gestión de los asuntos públicos, degenerando en asociaciones privadas y en
sociedades religiosas. Pero la influencia moral, las concepciones e ideas
tradicionales de la vieja época gentilicia vivieron largo tiempo y sólo fueron
desapareciendo paulatinamente. Esto se hizo evidente en otra institución
posterior del Estado.
Hemos
visto que uno de las caracteres esenciales del Estado consiste en una fuerza
pública aparte de la masa del pueblo. Atenas no tenía entonces más que un
ejército popular y una flota equipada directamente por el pueblo, que la
protegían contra los enemigos del exterior y manteníana en la obediencia a los
esclavos, que en aquella época formaban ya la mayor parte de la población. Para
los ciudadanos, esa fuerza pública sólo existía, al principio, en forma de
policía; ésta es tan vieja como el Estado, y, por eso, los ingenuos franceses
del siglo XVIII no hablaban de naciones civilizadas, sino de naciones con
policía ("nations polisées"). Los atenienses instituyeron, pues, una
policía, un verdadero cuerpo de gendarmería de a pie y de a caballo formado por
sagitarios, "Landjäger", como se dice en el Sur de Alemania y en
Suiza. Pero esa gendarmería se formó de esclavos.
Este oficio parecía tan indigno al libre ateniense, que prefería se detenido
por un esclavo armado a cumplir él mismo tan viles funciones. Era una
manifestación del antiguo modo de ver de las gens. El Estado no podía existir
sin la policía; pero todavía era joven y no tenía suficiente autoridad moral
para hacer respetable un oficio que los antiguos gentiles no podían por menos
de considerar infame.
El
rápido vuelo que tomaron la riqueza, el comercio y la industria nos prueba cuán
adecuado era a la nueva condición social de los atenienses el Estado, cuajado
ya entonces en sus rasgos principales. El antagonismo de clases en el que se
basaban ahora las instituciones sociales y políticas ya no era el existente
entre los nobles y el pueblo sencillo, sino el antagonismo entre esclavos y
hombres libres, entre clientes y ciudadanos. En tiempos del mayor florecimiento
de Atenas, sus ciudadanos libres (comprendidos las mujeres y los niños), eran
unos 90.000 individuos; los esclavos de ambos sexos sumaban 365.000 personas y
los metecos (inmigrantes y libertos) ascendían a 45.000. Por cada ciudadano
adulto contábanse, por lo menos, dieciocho esclavos y más de dos metecos. La
causa de la existencia de un número tan grande de esclavos era que muchos de
ellos trabajaban juntos, a las órdenes de capataces, en grandes talleres
manufactureros. Pero el acrecentamiento del comercio y de la industria trajo la
acumulación y la concentración de las riquezas en unas cuantas manos y, con
ello, el empobrecimiento de la masa de los ciudadanos libres, a los cuales no
les quedaba otro recurso que el de elegir entre hacer competencia al trabajo de
los esclavos con su propio trabajo manual (lo que se consideraba como
deshonroso, bajo y, por añadidura, no producía sino escaso provecho), o
convertirse en mendigos. En vista de las circunstancias, tomaron este último
partido; y como formaban la masa del pueblo, llevaron a la ruina todo el Estado
ateniense. No fue la democracia la que condujo a Atenas a la ruina, como lo
pretenden los pedantescos lacayos de los monarcas entre el profesorado europeo,
sino la esclavitud, que proscribía el trabajo del ciudadano libre.
La
formación del Estado entre los atenienses es un modelo notablemente típico de
la formación del Estado en general, pues, por una parte, se realiza sin que
intervengan violencias exteriores o interiores (la usurpación de Pisístrato no
dejó en pos de sí la menor huella de su breve paso); por otra parte, hace
brotar directamente de la gens un Estado de una forma muy perfeccionada, la
república democrática; y, en último término, porque conocemos suficientemente
sus particularidades esenciales.
VI. La Gens y el Estado en Roma
Según
la leyenda de la fundación de Roma, el primer asentamiento en el territorio se
efectuó por cierto número de gens latinas (cien, dice la leyenda), reunidas
formando una tribu. Pronto se unió a ella una tribu sabelia, que se dice tenía
cien gens, y, por último, otra tribu compuesta de elementos diversos, que
constaba asimismo de cien gens. El relato entero deja ver que allí no había
casi nada formado espontáneamente, excepción hecha de la gens, y que, en muchos
casos, ésta misma sólo era una rama de la vieja gens madre, que continuaba
habitando en su antiguo territorio. Las tribus llevan el sello de su
composición artificial, aunque están formadas, en su mayoría, de elementos
consanguíneos y según el modelo de la antigua tribu, cuya formación había sido
natural y no artificial; por cierto, no queda excluída la posibilidad de que el
núcleo de cada una de las tres tribus mencionadas pudiera ser una auténtica
tribu antigua. El eslabón intermedio, la fratria, constaba de diez gens y se
llamaba curia. Había treinta curias.
Está
reconocido que la gens romana era una institución idéntica a la gens griega; si
la gens griega es una forma más desarrollada de aquella unidad social cuya
forma primitiva observamos entre los pieles rojas americanos, cabe decir lo
mismo de la gens romana. Por esta razón, podemos ser más breves en su análisis.
Por
lo menos en los primeros tiempos de la ciudad, la gens romanta tenía la
constitución siguiente:
1.
El derecho hereditario recíproco de los gentiles; los bienes quedaban siempre
dentro de la gens. Como el derecho paterno imperaba ya en la gens romana, lo mismo
que en la griega, estaban excluídos de la herencia los descendientes por línea
femenina. Según la ley de las Doce Tablas -el monumento del Derecho romano más
antiguo que conocemos-, los hijos heredaban en primer término, en calidad de
herederos directos; de no haber hijos, heredaban los agnados (parientes
por línea masculina); y faltando éstos, los gentiles. Los bienes no
salían de la gens en ningún caso. Aquí vemos la gradual introducción de
disposiciones legales nuevas en las costumbres de la gens, disposiciones
engendradas por el acrecentamiento de la riqueza y por la monogamia; el derecho
hereditario, primitivamente igual entre los miembros de una gens, limítase al
principio (y en un período muy temprano, como hemos dicho más arriba) a los
agnados y, por último, a los hijos y a sus descendientes por línea masculina.
En las Doce Tablas, como es natural, este orden parece invertido.
2.
La posesión de un lugar de sepultura común. La gens patricia Claudia, al
emigrar de Regilo a Roma, recibió en la ciudad misma, además del área de tierra
que le fue señalada, un lugar de sepultura común. Incluso en tiempos de
Augusto, la cabeza de Varo, muerto en la selva de Teutoburgo, fue llevada a
Roma y enterrada en el túmulo gentilicio; por tanto, su gens (la Quintilia) aún tenía una
sepultura particular.
3.
Las solemnidades religiosas comunes. Estas llevaban el nombre de "sacra
gentilitia" y son bien conocidas.
4.
La obligación de no casarse dentro de la gens. Aun cuando esto no parece
haberse transformado nunca en Roma en una ley escrita, sin embargo, persistió
la costumbre. Entre el inmenso número de parejas conyugales romanas cuyos
nombres han llegado hasta nosotros, ni una sola tiene el mismo nombre
gentilicio para el hombre y para la mujer. Esta regla es ve también demostrada
por el derecho hereditario. La mujer pierde sus derechos agnaticios al casarse,
sale fuera de su gens; ni ella ni sus hijos pueden heredar de su padre o de los
hermanos de éste, puesto que de otro modo la gens paterna perdería esa parte de
la herencia. Esta regla no tiene sentido sino en el supuesto de que la mujer no
pueda casarse con ningún gentil suyo.
5.
La posesión de la tierra en común. Esta existió siempre en los tiempos
primitivos, desde que se comenzó a repartir el territorio de la tribu. En las
tribus latinas encontramos el suelo poseído parte por la tribu, parte por la
gens, parte por casas que en aquella época difícilmente podían ser aún familias
individuales. Se atribuye a Rómulo el primer reparto de tierra entre los
individuos, a razón de dos "jugera" (como una hectárea). Sin embargo,
más tarde encontramos aún tierra en manos de las gens, sin hablar de las
tierras del Estado, en torno a las cuales gira toda la historia interior de la
república.
6.
La obligación de los miembros de la gens de prestarse mutuamente socorro y
asistencia. La historia escrita sólo nos ofrece vestigio de esto; el Estado
romano apareció en la escena desde el principio como una fuerza tan
preponderante, que se atribuyó el derecho de protección contra las injurias.
Cuando fue apresado Apio Claudio, llevó luto toda su gens, hasta sus enemigos
personales. En tiempos de la segunda guerra púnica, las gens se asociaron para
rescatar a sus miembros hechos prisioneros; el Senado se lo prohibió.
7.
El derecho de llevar el nombre de la gens. Se mantuvo hasta los tiempos de los
emperadores. Permitíase a los libertos tomar el nombre de la gens de su antiguo
señor, sin otorgarles, sin embargo, los derechos de miembros de la misma.
8.
El derecho a adoptar a extraños en la gens. Practicábase por la adopción en una
familia (como entre los indios), lo cual traía consigo la admisión en la gens.
9.
El derecho de elegir y deponer al jefe no se menciona en ninguna parte. Pero
como en los primeros tiempos de Roma todos los puestos, comenzando por el rey,
sólo se obtenían por elección o por aclamación, y como los mismos sacerdotes de
las curias eran elegidos por éstas, podemos admitir que el mismo orden regía en
cuanto a los jefes ("príncipes") de las gens, aun cuando pudiera ser
regla elegirlos de una misma familia.
Tales
eran los derechos de una gens romana. Excepto el paso al derecho paterno,
realizado ya, son la imagen fiel de los derechos y deberes de una gens
iroquesa; también aquí "se reconoce al iroqués".
No
pondremos más que un ejemplo de la confusión que aún reina hoy en lo relativo a
la organización de la gens romana entre nuestros más famosos historiadores. En
el trabajo de Mommsen acerca de los nombres propios romanos de la época
republicana y de los tiempos de Augusto ("Investigaciones Romanas",
Berlín 1864, tomo I[1]) se lee: "Aparte de los miembros
masculinos de la familia, excluídos naturalmente los esclavos, pero no los
adoptados y los clientes, el nombre gentilicio se concedía también a las
mujeres... La tribu ("Stamm", como traduce Mommsen aquí la palabra
gens) es... una comunidad nacida de la comunidad de origen (real, o probable, o
hasta ficticia), mantenida en un haz compacto por fiestas religiosas,
sepulturas y herencia comunes y a la cual pueden y deben pertenecer todos los
individuos personalmente libres, y por tanto las mujeres también. Lo difícil es
establecer el nombre gentilicio de las mujeres casadas. Cierto es que esta dificultad
no existió mientras la mujer sólo pudo casarse con un miembro de su gens; y es
cosa probada que durante mucho tiempo les fue difícil casarse fuera que dentro
de la gens. En el siglo VI concedíase aún como un privilegio especial y como
una recompensa este derecho, el "gentis enuptio"[2]. Pero cuando estos matrimonios fuera de la
gens se producían, la mujer, por lo visto, debía pasar, en los primeros
tiempos, a la tribu de su marido. Es indudable en absoluto que en el antiguo
matrimonio religioso la mujer entraba de lleno en la comunidad legal y
religiosa de su marido y se salía de la propia. Todo el mundo sabe que la mujer
casada pierde su derecho de herencia, tanto activo como pasivo, respecto a los
miembros de su gens, y entra en asociación de herencia con su marido, con sus
hijos y con los gentiles de éstos. Y si su marido la adopta como a una hija y
le da entrada en su familia, ¿cómo puede ella quedar fuera de la gens de
él?" (págs. 9 - 11).
Mommsen
afirma, pues, que las mujeres romanas pertenecienets a una gens no podían al
principio casarse sino dentro de ésta y que, por consiguiente, la gens
romana fue endógama y no exógama. Ese parecer, que está en contradicción con
todo lo que sabemos acerca de otros pueblos, se funda sobre todo, si no de una
manera exclusiva, en un solo pasaje (muy discutido) de Tito Livio (lib. XXXIX,
cap. 19), según el cual el Senado decidió en el año de Roma 568, o sea, el año
186 antes de nuestra era, lo siguiente: "uti Feceniae Hispallae datio,
deminutio, gentis enuptio, tutoris optio item esset quasi ei vir testamento
dedisset; utique ei ingenuo nubere liceret, neu quid ei qui eam duxisset, ob id
fraudi ignominiaeve esset"; es decir, que Fecenia Hispalla sería libre de
disponer de sus bienes, de disminuirlos, de casarse fuera de la gens, de
elegirse un tutor para ella como si su (difunto) marido le hubiese concedido
este derecho por testamento; así como le sería lícito contraer nupcias con un
hombre libre (ingenuo), sin que hubiese fraude ni ignominia para quien se
casase con ella.
Es
indudable que a Fenecia, una liberta, se le da aquí el derecho de casarse fuera
de la gens. Y es no menos evidente, por lo que antecede, que el marido tenía
derecho de permitir por testamento a su mujer que se casase fuera de la gens,
después de muerto él. Pero, ¿fuera de qué gens?.
Si,
como supone Mommsen, la mujer debía casarse en el seno de su gens, quedaba en
la misma gens después de su matrimonio. Pero, ante todo, precisamente lo que
hay que probar es esa pretendida endogamia de la gens. En segundo lugar, si la
mujer debía casarse dentro de su gens, naturalmente tenía que acontecerle lo
mismo al hombre, puesto que sin eso no hubiera podido encontrar mujer. Y en ese
caso venimos a para en que el marido podía transmitir testamentariamente a su
mujer un derecho que él mismo no poseía para sí; es decir, venimos a parar a un
absurdo jurídico. Así lo comprende también Mommsen, y supone entonces que
"para el matrimonio fuera de la gens se necesitaba, jurídicamente, no sólo
el consentimiento de la persona autorizada, sino además el de todos los
miembros de la gens" (pág. 10, nota). En primer lugar, esta es una
suposición muy atrevida; en segundo lugar, la contradice el texto mismo del
pasaje citado. En efecto, el Senado da este derecho a Fecenia en lugar de su
marido; le confiere expresamente lo mismo, ni más ni menos, que el marido
le hubiera podido conferir; pero el Senado da aquí a la mujer un derecho absoluto,
sin traba alguna, de suerte que si hace uso de él no pueda sobrevenirle por
ello ningún perjuicio a su nuevo marido. El Senado hasta encarga a los cónsules
y pretores presentes y futuros que velen porque Fecenia no tenga que sufrir
ningún agravio respecto a ese particular. Así, pues, la hipótesis de Mommsen
parece inaceptable en absoluto.
Supongamos
ahora que la mujer se casaba con un hombre de otra gens, pero permanecía ella
misma en su gens originaria. En ese caso, según el pasaje citado, su marido
hubiera tenido el derecho de permitir a la mujer casarse fuera de la propia
gens de ésta; es decir, hubiera tenido el derecho de tomar disposiciones en
asuntos de una gens a la cual él no pertenecía. Es tan absurda la cosa, que no
se puede perder el tiempo en hablar una palabra más acerca de ello.
No
queda, pues, sino la siguiente hipótesis: la mujer se casaba en primeras
nupcias con un hombre de otra gens, y por efecto de este enlace matrimonial
pasaba incondicionalmente a la gens del marido, como lo admite Mommsen en casos
de esta especie. Entonces, todo el asunto se explica inmediatamente. La mujer,
arrancada de su propia gens por el matrimonio y adoptada en la gens de su
marido, tiene en ésta una situación muy particular. Es en verdad miembro de la
gens, pero no está enlazada con ella por ningún vínculo consanguíneo; el propio
carácter de su adopción la exime de toda prohibición de casarse dentro de la
gens donde ha entrado precisamente por el matrimonio; además, admitida en el
grupo matrimonial de la gens, hereda cuando su marido muere los bienes de éste,
es decir, los bienes de un miembro de la gens. ¿Hay, pues, algo más natural
que, para conservar en la gens estos bienes, la viuda esté obligada a casarse
con un gentil de su primer marido, y no con una persona de otra gens?. Y si
tiene que hacerse una excepción, ¿quién es tan competente para autorizarla como
el mismo que le legó esos bienes, su primer marido?. En el momento en que le
cede una parte de sus bienes, y al mismo tiempo permite que la lleve por
matrimonio o a consecuencia del matrimonio a una gens extraña, esos bienes aún
le pertenecen; por tanto, sólo dispone, literalmente, de una propiedad suya. En
lo que atañe a la mujer misma y a su situación respecto a la gens de su marido,
éste fue quien la introdujo en esa gens por un acto de su libre voluntad, el
matrimonio; parece, pues, igualmente natural que él sea la persona más
apropiada para autorizarla a salir de esa gens, por medio de segundas nupcias.
En resumen, la cosa parece sencilla y comprensible en cuanto abandonamos la
extravagante idea de la endogamia de la gens romana y la consideramos, con
Morgan, como originariamente exógama.
Aún
queda la última hipótesis -que también ha encontrado defensores, y no los menos
numerosos-, según la cual el pasaje de Tito Livio significa simplemente que
"las jóvenes manumitidas ("libertae") no podían, sin
autorización especial, 'e gente enubere' (casarse fuera de la gens) o realizar
ningún acto que, en virtud de la 'capitis deminutio minima'[3], ocasionase la salida de la liberta de la
unión gentilicia" (Lange, "Antigüedades romanas", Berlín 1856,
tomo I, pág. 195[4], donde se hace referencia a Huschke respecto
a nuestro pasaje de Tito Livio). Si esta hipótesis es atinada, el pasaje citado
no tiene nada que ver con las romanas libres, y entonces hay mucho menos
fundamento para hablar de su obligación de casarse dentro de la gens.
La
expresión "enuptio gentis" sólo se encuentra en este pasaje y no se
repite en toda la literatura romana; la palabra "enubere" (casarse
fuera) no se encuentra más que tres veces, igualmente en Tito Livio y sin que
se refiera a la gens. La idea fantástica de que las romanas no podían casarse
sino dentro de la gens debe su existencia exclusivamente a ese pasaje. Pero no
puede sostenerse de ninguna manera, porque, o la frase de Tito Livio sólo se
aplica a restricciones especiales respecto a las libertas, y entonces no prueba
nada relativo a las mujeres libres (ingenuae), o se aplica igualmente a estas
últimas, y entonces prueba que como regla general la mujer se casaba fuera de
su gens y por las nupcias pasaba a la gens del marido. Por tanto, ese pasaje se
pronuncia contra Mommsen y a favor de Morgan.
Casi
cerca de trescientos años después de la fundación de Roma, los lazos gentiles
eran tan fuertes, que una gens patricia, la de los Fabios, pudo emprender por
su propia cuenta, y con el consentimiento del senado, una expedición contra la
próxima ciudad de Veies. Se dice que salieron a campaña trescientos seis
Fabios, y todos ellos fueron muertos en una emboscada; sólo un joven, que se
quedó rezagado, perpetuó la gens.
Según
hemos dicho, diez gens formaban una fratria, que se llamaba allí curia y tenía
atribuciones públicas más importantes que la fratria griega. Cada curia tenía
sus prácticas religiosas, sus santuarios y sus sacerdotes particulares; estos
últimos formaban, juntos, uno de los colegios de sacerdotes romanos. Diez
curias constituían una tribu, que en su origen debió de tener, como el resto de
las tribus latinas, un jefe electivo, general del ejército y gran sacerdote. El
conjunto de las tres tribus, formaba el pueblo romano, el "populus
romanus".
Así,
pues, nadie podía pertenecer al pueblo romano si no era miembro de una gens y,
por tanto, de una curia y de una tribu. La primera constitución de este pueblo
fue la siguiente. La gestión de los negocios públicos era, en primer lugar,
competencia de un Senado, que, como lo comprendió Niebuhr antes que nadie, se
componía de los jefes de las trescientas gens; precisamente, por su calidad de
jefes de las gens llamáronse padres ("patres") y su conjunto, Senado
(consejo de los ancianos, de "senex", viejo). La elección habitual
del jefe de cada gens en las mismas familias creó también aquí la primera
nobleza gentilicia. Estas familias se llamaban patricias y pretendían al
derecho exclusivo de entrar en el Senado y al de ocupar todos los demás oficios
públicos. El hecho de que con el tiempo el pueblo se dejase imponer esas
pretensiones y el que éstas se transformaran en un derecho positivo, lo explica
a su modo la leyenda, diciendo que Rómulo había concedido desde el principio a
los senadores y a sus descendientes el patriciado con sus privilegios. El
senado, como la "bulê" ateniense, decidía en muchos asuntos y
procedía a la discusión preliminar de los más importantes, sobre todo de las
leyes nuevas. Estas eran votadas por la asamblea del pueblo, llamada
"comitia curiata" (comicios de las curias). El pueblo se congregaba
agrupado por curias, y verosimilmente en cada curia por gens. Cada una de las
treinta curias tenía un voto. Los comicios de las curias aprobaban o rechazaban
todas las leyes, elegían todos los altos funcionarios, incluso el
"rex" (el pretendido rey), declaraban la guerra (pero el Senado
firmaba la paz), y en calidad de tribunal supremo decidían, siempre que las
partes apelasen, en todos los casos en que se trataba de pronunciar sentencia
de muerte contra un ciudadano romano. Por último, junto al Senado y a la Asamblea del pueblo,
estaba el "rex", que era exactamente lo mismo que el
"basileus" griego, y de ninguna manera un monarca casi absoluto, tal
como nos lo presenta Mommsen[5]. El "rex" era también jefe
militar, gran sacerdote y presidente de ciertos tribunales. No tenía derechos o
poderes civiles de ninguna especie sobre la vida, la libertad y la propiedad de
los ciudadanos, en tanto que esos derechos no dimanaban del poder disciplinario
del jefe militar o del poder judicial ejecutivo del presidente del tribunal.
Las funciones de "rex" no eran hereditarias; por el contrario, y
probablemente a propuesta de su predecesor, era elegido primero por los los
comicios de las curias y después investido solemnemente en otra reunión de las
mismas. Que también podía ser depuesto, lo prueba la suerte que cupo a Tarquino
el Soberbio.
Lo
mismo que los griegos de la época heroica, los romanos del tiempo de los
sedicentes reyes vivían, pues, en una democracia militar basada en las gens,
las fratrias y las tribus y nacida de ellas. Si bien es cierto que las curias y
tribus fueron, en parte, formadas artificialmente, no por eso dejaban de
hallarse constituidas con arreglo a los modelos genuinos y plasmadas
naturalmente de la sociedad de la cual habían salido y que aún las envolvía por
todas partes. Es cierto también que la nobleza patricia, surgida naturalmente,
había ganado ya terreno y que los "reges" trataban de extender poco a
poco sus atribuciones pero esto no cambiaa en nada el carácter inicial de la
constitución, y esto es lo más importante.
Entretanto,
la población de la ciudad de Roma y del territorio romano ensanchado por la
conquista fue acrecentándose, parte por la inmigración, parte por medio de los
habitantes de las regiones sometidas, en su mayoría latinos. Todos estos nuevos
súbditos del Estado (dejemos a un lado aquí la cuestión de los "clientes")
vivían fuera de las antiguas gens, curias y tribus y, por tanto, no formaban
parte del "populus romanus", del pueblo romano propiamente dicho.
Eran personalmente libres, podían poseer tierras, estaban obligados a pagar el
impuesto y hallábanse sujetos al servicio militar. Pero no podían ejercer
niguna función pública no tomar parte en los comicios de las curias ni en el
reparto de las tierras conquistadas por el Estado. Formaban la plebe, excluída
de todos los derechos públicos. Por su constante aumento del número, por su
instrucción militar y su armamento, se conviertieron en una fuerza amenazadora
frente al antiguo "populus", ahora herméticamente cerrado a todo
incremento de origen exterior. Agréguese a esto que la tierra estaba, al parecer,
distribuída con bastante igualdad entre el "pópulus" y la plebe, al
paso que la riqueza comercial e industrial, aun cuando poco desarrollada,
pertenecía en su mayor parte a la plebe.
Dadas
las tinieblas que envuelven la historia legendaria de Roma - tinieblas espesadas
por los ensayos racionalistas y pragmáticos de interpretación y las narraciones
más recientes debidas a escritores de educación jurídica, que nos sirven de
fuentes- es imposible decir nada concreto acerca de la fecha, del curso o de
las circunstancias de la revolución que acabó con la antigua constitución de la
gens. Lo único que se sabe de cierto es que su causa estuvo en las luchas entre
la plebe y el "populus".
La
nueva Constitución, atribuida al "rex" Servio Tulio y que se apoyaba
en modelos griegos, principalmente en la de Solón, creó una nueva asamblea del
pueblo, que comprendía o excluía indistintamente a los individuos del
"populus" y de la plebe, según prestaran o no servicios militares.
Toda la población masculina sujeta al servicio militar quedó dividida en seis
clases, con arreglo a su fortuna. Los bienes mínimos de las cinco clases
superiores eran para la I
de 100.000 ases; para la II
de 75.000; para la III
de 50.000; para la IV
de 25.000 y para la V
de 11.000, sumas que, según Dureau de la Malle, corresponden respectivamente a 14.000,
10.500, 7000, 3.600 y 1.570 marcos. La sexta clase, los proletarios, componíase
de los más pobres, exentos del servicio militar y de impuestos. En la nueva
asamblea popular de los comicios de las centurias ("comitia
centuriata") los ciudadanos formaban militarmente, por compañías de cien
hombres, y cada centuria tenía un voto. La 1ª clase daba 80 centurias; la 2ª,
22; la 3ª, 20; la 4ª, 22; la 5ª, 30 y la 6ª, por mera fórmula, una. Además, los
caballeros (los ciudadanos más ricos) formaban 18 centurias. En total, las
centurias eran 193. Para obtener la mayoría requeríase 97 votos, como los
caballeros y la 1ª clase disponían juntos de 98 votos, tenían asegurada la
mayoría; cuando iban de común acuerdo, ni siquiera se consultaba a las otras
clases y se tomaba sin ellas la resolución definitiva.
Todos
los derechos políticos de la anterior asamblea de las curias (excepto algunos
puramente nominales) pasaron ahora a la nueva asamblea de las centurias; como
en Atenas, las curias y las gens que las componían se vieron rebajadas a la
posición de simples asociaciones privadas y religiosas, y como tales vegetaron
aún mucho tiempo, mientras que la asamblea de las curias no tardó en pasar a
mejor vida. Para excluir igualmente del Estado a las tres antiguas tribus
gentilicias, se crearon cuatro tribus territoriales. Cada una de ellas residía
en un distrito de la ciudad y tenía determinados derechos políticos.
Así
fue destruido en Roma, antes de que se suprimiera el cargo de "rex",
el antiguo orden social, fundado en vínculos de sangre. Su lugar lo ocupó una
nueva constitución, una auténtica constitución de Estado, basada en la división
territorial y en las diferencias de fortuna. La fuerza pública consistía aquí
en el conjunto de ciudadanos sujetos al servicio militar y no sólo se oponía a
los esclavos, sino también a la clase llamada proletaria, excluída del servicio
militar y privada del derecho a llevar armas.
En
el marco de esta nueva constitución -a cuyo desarrollo sólo dieron mayor
impulso la expulsión del último "rex", Tarquino el Soberbio, que
usurpaba un verdadero poder real, y su remplazo por dos jefes militares
(cónsules) con iguales poderes (como entre los iroqueses)- se mueve toda la
historia de la república romana, con sus luchas entre patricios y plebeyos por
el acceso a los empleos públicos y por el reparto de las tierras del Estado y
con la disolución completa de la nobleza patricia en la nueva clase de los
grandes propietarios territoriales y de los hombres adinerados, que absorbieron
poco a poco toda la propiedad rústica de los campesinos arruinados por el
servicio militar, cultivaban por medio de esclavos los inmensos latifundios así
formados, despoblaron Italia y, con ello, abrieron las puertas no sólo al imperio,
sino también a sus sucesores, los bárbaros germanos.
VII. La Gens entre los Celtas y entre
los Germanos
Por
falta de espacio no podremos estudiar las instituciones gentilicias que aún
existen bajo una forma más o menos pura en los pueblos salvajes y bárbaros más
diversos ni seguir sus vestigios en la historia primitiva de los pueblos
asiáticos civilizados. Unas y otros encuéntranse por todas partes. Bastarán
algunos ejemplos. Aún antes de que se conociese bien la gens, MacLennan, el
hombre que más se ha afanado por comprenderla mal, indició y describió con suma
exactitud su existencia entre los kalmucos, los cherkeses, los samoyedos, y en
tres pueblos de la India:
los waralis, los magares y los munnipuris. Más recientemente, Máximo Kovalevski
la ha descubierto y descrito entre los pschavos, los jensuros, los svanetos y
otras tribus del Cáucaso. Aquí nos limitaremos a unas breves notas acerca de la
gens entre los celtas y entre los germanos.
Las
más antiguas leyes célticas que han llegado hasta nosotros nos muestran aún en
pleno vigor la gens; en Irlanda sobrevive hasta nuestros días en la conciencia
popular, por lo menos instintivamente, desde que los ingleses la destruyeron
por la violencia; en Escocia estaba aún en pleno florecimiento a mediados del
siglo XVIII, y sólo sucumbió allí por las armas, las leyes y los tribunales de
Inglaterra.
Las
leyes del antiguo País de Gales, que fueron escritas varios siglos antes de la
conquista inglesa (lo más tarde, el siglo XI), aún muestran el cultivo de la
tierra en común por aldeas enteras, aunque sólo fuese como una excepción y como
el vestigio de una costumbre anterior generalmente extendida; cada familia
tenía cinco acres de tierra para su cultivo particular; aparte de esto, se
cultivaba el campo en común y su cosecha era repartida. La semejanza entre
Irlanda y Escocia no permite dudar que esas comunidades rurales eran gens o
fracciones de gens, aun cuando no lo probase de un modo directo un estudio
nuevo de las leyes gaélicas, para el cual me falta tiempo (hice mis notas en
1869). Pero lo que prueban de una manera directa los documentos gaélicos e
irlandeses es que en el siglo XI el matrimonio sindiásmico no había sido
sustituido aún del todo entre los celtas por la monogamia. En el País de Gales,
un matrimonio no se consolidaba, o más bien no se hacía indisoluble sino al
cabo de siete años de convivencia. Si sólo faltaban tres noches para cumplirse
los siete años, los esposos podían separarse. Entonces se repartían los bienes:
la mujer hacía las partes y el hombre elegía la suya. Repartíanse los muebles
siguiendo ciertas reglas muy humorísticas. Si era el hombre quien rompía, tenía
que devolver a la mujer su dote y alguna cosa más; si era la mujer, esta
recibía menos. De los hijos, dos correspondían al hombre, y uno, el mediano, a
la mujer. Si después de la separación la mujer tomaba otro marido y el primero
quería llevarsela otra vez, estaba obligada a seguir a éste, aunque tuviese ya un
pie en el nuevo tálamo conyugal. Pero si dos personas vivían juntas durante
siete años, eran marido y mujer aun sin previo matrimonio formal. No se
guardaba ni se exigía con rigor la castidad de las jóvenes antes del
matrimonio; las reglas respecto a este particular son en extremo frívolas y no
corresponden a la moral burguesa. Si una mujer cometía adulterio, el marido
tenía el derecho de pegarle (éste era uno de los tres casos en que le era
lícito hacerlo; en los demás, incurría en una pena), pero no podía exigir
ninguna otra satisfacción, porque "para una misma falta puede haber
expiación o venganza, pero no las dos cosas a la vez". Los motivos por los
cuales podía la mujer reclamar el divorcio sin perder ninguno de sus derechos
en el momento de la separación, eran muchos y muy diversos: bastaba que al marido
le oliese mal el aliento. El rescate por el derecho de la primera noche
("gobr merch" y de ahí el nombre "marcheta", en francés
"marchette", en la
Edad Media), pagadero al jefe de la tribu o rey, representa
un gran papel en el Código. Las mujeres tenían voto en las asambleas del
pueblo. Añadamos que en Irlanda existían análogas condiciones; que también
estaban muy en uso los matrimonios temporales, y que en caso de separación se
concedían a la mujer grandes privilegios, determinados con exactitud, incluso una
remuneración en pago de sus servicios domésticos; que allí se encuentra una
"primera mujer" junto a otras mujeres; que en las particiones de
herencia no se hace distinción entre los hijos legítimos y los hijos naturales,
y tendremos así una imagen del matrimonio por parejas en comparación con el
cual parece severa la forma de matrimonio por usada en América del Norte, pero
que no debe asombrar en el siglo XI en un pueblo que aún tenía el matrimonio
por grupos en tiempos de César.
La
gens irlandesa ("sept"; la tribu se llama "clainne" o clan)
no sólo está confirmada y descrita por los libros antiguos de Derecho, sino
también por los jurisconsultos ingleses que fueron enviados en el siglo XVII a
ese país, para transformar el territorio de los clanes en dominios del rey de
Inglaterra. El suelo había seguido siendo propiedad común del clan o de la gens
hasta entonces, siempre que no hubiera sido transformado ya por los jefes en
dominios privados suyos. Cuando moría un miembro de la gens y, por
consiguiente, se disolvía una hacienda, el jefe (los jurisconsultos ingleses lo
llamaban "caput cognationis"), hacía un nuevo reparto de todo el
territorio entre los demás hogares. En general, este reparto debía de hacerse
siguiendo las reglas usuales en Alemania. Todavía se encuentran algunas aldeas
-hace cuarenta o cincuenta años eran numerosísimas- cuyos campos son
distribuídos según el sistema denominado "rundale". Los campesinos,
colonos individuales del suelo en otro tiempo propiedad común de la gens y robado
después por el conquistador inglés, pagan cada uno de ellos el arrendamiento,
pero reunen todas las parcelas de tierra de labor o prados, las dividen según
su emplazamiento y su calidad en "gewanne" (como dicen en las
márgenes del Mosela) y dan a cada uno su parte en cada "gewanne". Los
pantanos y los pastos son de aprovechamiento común. Hace cincuenta años nada
más, renovábase el reparto de tiempo en tiempo, en algunos lugares anualmente.
El plano catastral del territorio de uan aldea "rundale" tiene
enteramente el mismo aspecto que una comunidad de hogares campesinos
(Gehöfersschaft) de orillas del Mosela o del Hochwald. La gens sobrevive
también en las "factions"[1]. Los campesinos irlandeses divídense a
menudo en bandos que se diría fundados en triquiñuelas absurdas. Estos bandos
son incomprensibles para los ingleses y parecen tener por único objeto el
popular deporte de tundirse mutuamente con toda solemnidad. Son reviviscencias
artificiales, compensaciones póstumas para la gens desmembrada, que manifiestan
a su modo cómo perdura el instinto gentilicio hereditario. En muchas comarcas
los gentiles viven en su antiguo territorio; así, hacia 1830, la gran mayoría
de los habitantes del condado de Monaghan sólo tenía cuatro apellidos, es
decir, descendía de cuatro gens o clanes[2].
En
Escocia, la ruina del orden gentilicio data de la época en que fue reprimida la
insurrección de 1745. Falta investigar qué eslabón de este orden representa en
especial el clan escocés; pero es indudable que es un eslabón. En las novelas
de Walter Scott revive ante nuestra vista ese antiguo clan de la Alta Escocia. Dice
Morgan: "Es un ejemplar perfecto de la gens en su organización, y en su
espíritu, un asombroso ejemplo del poderío de la vida de la gens sobre sus
miembros. En sus disensiones y en sus venganzas de sangre, en el reparto del
territorio por clanes, en la explotación común del suelo, en la fidelidad a su
jefe y entre sí de los miembros del clan, volvemos a encontrar los rasgos
característicos de la sociedad fundada en la gens... La filiación seguía el
derecho paterno, de tal suerte que los hijos de los hombres permanecían en sus
clanes, mientras que los de las mujeres pasaban a los clanes de sus
padres". Pero prueba la existencia anterior del derecho materno en Escocia
el hecho de que en la familia real de los Pictos, según Beda, era válida la
herencia por línea femenina. También se conservó entre los escoceses hasta la Edad Media, lo mismo
que entre los habitantes del País de Gales, un vestigio de la familia punalúa,
el derecho de la primera noche, que el jefe del clan o el rey podía ejercer con
toda recién casada el día de la boda, en calidad de último representante de los
maridos comunes de antaño, si no se había redimido la mujer por el rescate.
Es
un hecho indiscutible que, hasta la emigración de los pueblos, los germanos
estuvieron organizados en gens. Es evidente que no ocuparon el territorio
situado entre el Danubio, el Rin, el Vístula y los mares del Norte hasta pocos
siglos antes de nuestra era; los cimbrios y los teutones estaban aún en plena
emigración, y los suevos no se establecieron en lugares fijos hasta los tiempos
de César. Este dice de ellos, con términos expresos, que estaban establecidos
por gens y por estirpes ("gentibus cognationibusque"), y en boca de
un romano de la gens Julia, esta expresión de "gentibus" tiene un significado
bien definido e indiscutible. Esto se refería a todos los germanos; incluso en
las provincias romanas conquistadas se establecieron por gens. Consta en el
"Derecho Consuetudinario Alamanno" que el pueblo se estableció en los
territorios conquistados al sur del Danubio por gens ("genealogiae");
la palabra genealogía se emplea exactamente en el mismo sentido que lo fueron
más tarde las expresiones "Marca" o "Dorfgenossenschaft"[3]. Kovalevski ha emitido recientemente la
opinión de que esas "genealogiae" no serían otra cosa sino grandes
comunidades domésticas entre las cuales se repartía el suelo y de las que más
adelante nacerían las comunidades rurales. Lo mismo puede decirse respecto a la
"fara", expresión con la cual los burgundos y los longobardos -un
pueblo de origen gótico y otro de origen herminónico o altoalemán-designaban
poco más o menos, si no con exactitud, lo mismo que se llamaba
"genealogía" en el "Derecho Consuetudinario Alamanno". Debe
aún ser investigado qué encontramos aquí, si una gens o una comunidad
doméstica.
Los
monumentos filológicos no resuelven nuestras dudas acerca de si a la gens se le
daba entre todos los germanos la misma denominación y cuál era ésta. Etimológicamente,
al griego "genos" y al latín "gens" corresponden el gótico
"kuni" y el medioalto-alemán "künne", que se emplea en el
mismo sentido. Lo que nos recuerda los tiempos del derecho materno es que el
sustantivo mujer deriva de la misma raíz: en griego "gyne", en eslavo
"zhená", en gótico "quino", en antiguo noruego,
"kona", "kuna". Según hemos dicho, entre los burgundos y
los longobardos encontramos la palabra "fara", que Grimm hace derivar
de la raíz hipotética "fisan" (engendarar). Yo preferiría hacerla
derivar de una manera evidente de "faran" (marchar, viajar, volver),
para designar una fracción compacta de una masa nómada, fracción formada, como
es natural, por parientes; esta designación, en el transcurso de varios siglos
de emigrar primero al Este, después al Oeste, pudo terminar por ser aplicada,
poco a poco, a la propia gens. Luego, tenemos el gótico "sibja", el
anglosajón "sib", el antiguo altoalemán "sippia",
"sippa", estirpe ("sippe"). El escandinavo no nos da más
que el plural "sifjar" (los parientes): el singular no existe sino
como nombre de una diosa, Sif. Y, en fin, aún hallamos otra expresión en el
"Canto de Hildebrando", donde éste pregunta a Hadubrando:
"¿Quién es tu padre entre los hombres del pueblo... o de qué gens eres
tú?". ("Eddo huêlihhes c n u o s l e s du
sís"). Si ha existido un nombre general germano de la gens, ha debido de
ser en gótico "kuni"; vienen en apoyo de esta opinión, no sólo la
identidad con las expresiones correspondientes de las lenguas del mismo origen,
sino también la circunstancia de que de "kuni" se deriva
"kuning" (rey), que significaba primitivamente jefe de gens o de
tribu. "Sibja" (estirpe) puede, al parecer, dejarse a un lado; y
"sifjar", en escandinavo, no sólo significa parientes consanguíneos,
sino también afinidad, por tanto, comprende por lo menos a los miembros de dos
gens: luego tampoco "sif" es la palabra sinónima de gens.
Tanto
entre los germanos como entre los mexicanos y los griegos, el orden de batalla,
trátese del escuadrón de caballería o de la columna de infantería en forma de
cuña, estaba constituído por corporaciones gentilicias. Cuando Tácito dice por
familias y estirpes, esta expresión vaga se explica por el hecho de que en su
época hacía mucho tiempo que la gens había dejado de ser en Roma una asociación
viviente.
Un
pasaje decisivo de Tácito es aquél donde dice que el hermano de la madre
considera a su sobrino como si fuese hijo suyo; algunos hay que hasta tienen
por más estrecho y sagrado el vínculo de la sangre entre tío materno y sobrino,
que entre padre e hijo, de suerte que cuando se exigen rehenes, el hijo de la
hermana se considera como una garantía mucho más grande que el propio hijo de
aquel a quien se quiere ligar. He aquí una reliquia viva de la gens organizada
con arreglo al derecho materno, es decir, primitiva, y que hasta caracteriza
muy en particular a los germanos[4]. Cuando los miembros de una gens de esta
especie daban a su propio hijo en prenda de una promesa solemne, y cuando este
hijo era víctima de la violación del tratado por su padre, éste no tenía que
dar cuenta a su madre sino a sí mismo. Pero si el sacrificado era el hijo de
una hermana, esto constituía una violación del más sagrado derecho de la gens;
el pariente gentil más próximo, a quien incumbía antes que a todos los demás la
protección del niño o del joven, erea considerado como el culpable de su
muerte; bien no debía entregarlos en rehenes, o bien debía observar lo tratado.
Si no encontrásemos ninguna otra huella de la gens entre los germanos, este
único pasaje nos bastaría.
Aún
más decisivo, por ser unos ochocientos años posterior, es un pasaje de la
"Völuspâ", antiguo canto escandinavo acerca del ocaso de los dioses y
el fin del mundo. En esta "Visión de la profetisa", en la que hay
entrelazados elementos cristianos, según está demostrado hoy por Bang y Bugge,
se dice al describir los tiempos depravados y de corrupción general, preludio
de la gran catástrofe:
"Los
hermanos se harán la guerra y se convertirán en asesinos unos de otros; hijos
de hermanas romperán sus lazos de estirpe". Systrungr quiere decir el
hijo de la hermana de la madre; y que esos hijos de hermanas reniegen entre sí
de su parentesco consanguíneo, lo considera el poeta como un crimen mayor que
el propio fratricidio. La agravación del crimen la expresa la palabra
"systrungar", que subraya el parentesco por línea materna; si en
lugar de esa palabra estuviese "syskinabörn" (hijos de hermanos y
hermanas) o "syskinasynir" (hijos varones de hermanos y hermanas), la
segunda línea del texto citado no encarecería la primera, sino que la
atenuaría. Así, pues, hasta en los tiempos de los vikingos, en que apareció la
"Völuspâ", el recuerdo del matriarcado no había desaparecido aún en
Escandinavia.
Por
lo demás, ya en los tiempos de Tácito, entre los germanos (por lo menos entre
los que él conoció de cerca) el derecho materno había sido remplazado por el
derecho paterno; los hijos heredaban al padre; a falta de ellos sucedían los
hermanos y los tíos por ambas líneas, paterna y materna. La admisión del
hermano de la madre a la herencia se halla vinculada al mantenimiento de la
costumbre que acabamos de recordar y prueba también cuán reciente era aún entre
los germanos el derecho paterno. Encuéntranse también huellas del derecho
materno a mediados de la
Edad Media. Según parece, en aquella época no había gran
confianza en la paternidad, sobre todo entre los siervos; por eso, cuando un
señor feudal reclamaba a una ciudad algún siervo suyo prófugo, necesitábase -en
Augsburgo, en Basilea y en Kaiserslautern, por ejemplo-, que la calidad de
siervo del perseguido fuese afirmada bajo juramento por seis de sus más
próximos parientes consanguíneos, todos ellos por línea materna (Maurer,
"El régimen de las ciudades", I[5] pág. 381).
Otro
resto del matriarcado agonizante era el respeto, casi incomprensible para los
romanos, que los germanos profesaban al sexo femenino. Las doncellas jóvenes de
las familias nobles eran conceptuadas como los rehenes más seguros en los
tratos con los germanos. La idea de que sus mujeres y sus hijas podían quedar
cautivas o ser esclavas, resultaba terrible para ellos y era lo que más
excitaba su valor en las batallas. Consideraban a la mujer como profética y
sagrada y prestaban oído a sus consejos hasta en los asuntos más importantes.
Así, Veleda, la sacerdotisa bructera de las márgenes del Lippe, fue el alma de
la insurrección bátava en la cual Civilis, a la cabeza de los germanos y de los
belgas, hizo vacilar toda la dominación romana en las Galias. La autoridad de
la mujer parece indiscutible en la casa; verdad es que todos los quehaceres
tienen que desempeñarlos ella, los ancianos y los niños, mientras el hombre en
edad viril caza, bebe o no hace nada. Así lo dice Tácito; pero como no dice
quién labraba la tierra y declara expresamente que los esclavos no hacían sino
pagar un tributo, pero sin efectuar ninguna prestación personal, por lo visto
eran los hombres adultos quienes realizaban el poco trabajo que exigía el
cultivo del suelo.
Según
hemos visto más arriba, la forma de matrimonio era la sindiásmica, cada vez más
aproximada a la monogamia. No era aún la monogamia estricta, puesto que a los
grandes se les permitía la poligamia. En general, cuidábase con rigor de la
castidad en las jóvenes (lo contrario de lo que pasaba entre los celtas), y
Tácito se expresa también con particular calor acerca de la indisolubilidad del
vínculo conyugal entre los germanos. No indica más que el adulterio de la mujer
como motivo de divorcio. Pero su relato tiene aquí muchas lagunas; además, es
en exceso evidente que sirve como un espejo de la virtud para los corrompidos
romanos. Lo que hay de cierto es que si los germanos fueron en sus bosques esos
excepcionales caballeros de la virtud, necesitaron poquísimo contacto con el
exterior para ponerse al nivel del resto de la humanidad europea; en medio del
mundo romano, el último vestigio de la rigidez de costumbres desapareció con
mucha más rapidez aún que la lengua germana. Basta con leer a Gregorio de
Tours. Claro está que en las selvas vírgenes de Germania no podían reinar como
en Roma excesos refinados en los placeres sensuales; por tanto, en este orden
de ideas, aún les quedan a los germanos bastantes ventajas sobre la sociedad
romana, sin que les atribuyamos en las cosas de la carne una continencia que
nunca ni en ningún pueblo ha existido como regla general.
La
constitución de la gens dio origen a la obligación de heredar las enemistades
del padre o de los parientes, lo mismo que sus amistades; otro tanto puede
decirse de la "compensación" en vez de la venganza de sangre por
homicidio o daño corporal. Esta compensación ("Wergeld"), que apenas
hace una generación se consideraba como una institución particular de Germania,
se encuentra hoy en centenares de pueblos como una forma atenuada de la
venganza de sangre propia de la gens. La encontramos también entre los indios
de América, al mismo tiempo que la oligación de la hospitalidad; la descripción
hecha por Tácito ("Costumbres de los germanos", cap. 21) de la manera
cómo ejercían la hospitalidad, coincide hasta en sus detalles con la dada por
Morgan respecto a los indios.
Hoy
pertenecen al pasado las acaloradas e interminables discusiones acerca de si
los germanos de Tácito habían repartido definitivamente las tierras de labor, y
sobre cómo debían interpretarse los pasajes relativos a este punto. Desde que
se ha demostrado que en casi todos los pueblos ha existido el cultivo común de
la tierra por la gens y más adelante por las comuidades familiares comunistas
-cosa que César observó ya entre los suevos-, así como la posterior
distribución de la tierra a familias individuales, con nuevos repartos
periódicos; desde que está probado que la redistribución periódica de la tierra
se ha conservado en ciertas comarcas de Alemania hasta nuestros días, huelga
gastar más palabras sobre el particular. Si desde el cultivo de la tierra en
común, tal como César lo describe expresamente hablando de los suevos (no hay
entre ellos, dice, ninguna especie de campos divididos o particulares), han
pasado los germanos, en los ciento cincuenta años que separan esa época de la
de Tácito, al cultivo individual con reparto anual del suelo, esto constituye,
sin duda, un progreso suficiente; el paso de ese estadio a la plena propiedad
privada del suelo, en ese breve intervalo y sin ninguna intervención extraña,
supone sencillamente una imposibilidad. No leo, pues, en Tácito sino lo que
dice en pocas palabras: Cambian (o reparten de nuevo) cada año la tierra
cultivada, y además quedan bastantes tierras comunes. Esta es la etapa de la
agricultura y de la apropiación del suelo que corresponde con exactitud a la
gens contemporánea de los germanos.
Dejo
sin cambiar nada el párrafo anterior, tal como se encuentra en las otras
ediciones. En el intervalo, el asunto ha tomado otro sesgo. Desde que
Kovalevski ha demostrado (véase pág. 44) la existencia muy difundida, dado que
no sea general, de la comunidad doméstica patriarcal como estadio intermedio
entre la familia comunista matriarcal y la familia individual moderna, ya no se
plantea, como desde Maurer hasta Waitz, si la propiedad del suelo era común o
privada; lo que hoy se plantea es qué forma tenía la propiedad
colectiva. No cabe duda de que entre los suevos existía en tiempos de César, no
sólo la propiedad colectiva, sino también el cultivo en común por cuenta común.
Aún se discutirá por largo tiempo si la unidad económica era la gens, o la
comunidad doméstica, o un grupo consanguíneo comunista intermedio entre ambas,
o si existieron simultáneamente estos tres grupos, según las condiciones del
suelo. Pero Kovalevski afirma que la situación descrita por Tácito no suponía
la marca o la comunidad rural, sino la comunidad doméstica; sólo de esta última
es de quien, a juicio suyo, había de salir, más adelante, a consecuencia del
incremento de la población, la comunidad rural.
Según
este punto de vista, los asentamientos de los germanos en el territorio ocupado
por ellos en tiempo de los romanos, como en el que más adelante les quitaron a
éstos, no consistían en poblaciones, sino en grandes comunidades familiares que
comprendían muchas generaciones, cultivaban una extensión de terreno correspondiente
al número de sus miembros y utilizaban con sus vecinos, como marca común, las
tierras de alrededor que seguían incultas. Por tanto, el pasaje de Tácito
relativo a los cambios del suelo cultivado debería tomarse de hecho en el
sentido agronómico, en el sentido de que la comunidad roturaba cada año cierta
extensión de tierra y dejaba en barbecho o hasta completamente baldías las
tierras cultivadas el año anterior. Dada la poca densidad de la población,
siempre había posesión del suelo. Y la comunidad sólo debió de disolverse
siglos después, cuando el número de sus miembros tomó tal incremento, que ya no
fue posible el trabajo común en las condiciones de producción de la época; los
campos y los prados, hasta entonces comunes, debieron de dividirse del modo
acostumbrado entre las familias individuales que iban formándosed (al principio
temporalmente y luego de una vez para siempre), al paso que seguían siendo de
aprovechamiento común los montes, las dehesas y las aguas.
Respecto
a Rusia, parece plenamente demostrada por la historia esta marcha de la
evolución. En lo concerniente a la
Alemania, y en segundo término a los otros países germánicos,
no cabe negard que esta hipótesis dilucida mejor los documentos y resuelve con
más facilidad las dificultades que la adoptada hasta ahora y que hace remontar
a Tácito la comunidad rural. Los documentos más antiguos, por ejemplo, el
"Codex Laureshamensis"[6], se aplican mucho mejor por la comunidad de
familias que por la comunidad rural o marca. Por otra parte, esta hipótesis
promueve otras dificultades y nuevas cuestiones que será preciso resolver. Aquí
sólo nuevas investigaciones pueden decidir; sin embargo, no puedo negar que como
grado intermedio la comunidad familiar tiene también muchos visos de
verosimilitud en lo relativo a Alemania, Escandinavia e Inglaterra.
Mientras
que en la época de César apenas han llegado los germanos a tener residencias
fijas y aun las buscan en parte, en tiempo de Tácito llevan ya un siglo entero
establecidos; por tanto, no pueden ponerse en duda el progreso en la producción
de medios de existencia. Viven en casas de troncos, su vestimenta es aún muy
primitiva, propia de los habitantes de los bosques: un burdo manto de lana,
pieles de animales, y para las mujeres y los notables, túnicas de lino. Su
alimento se compone de leche, carne, frutas silvestres y, como añade Plinio,
gachas de harina de avena (aún hoy plato nacional céltico en Irlanda y en Escocia).
Su riqueza consiste en ganados, pero de raza inferior: el ganado vacuno es
pequeño, de mala estampa, sin cuernos; los caballos, pequeños poneys que corren
mal. La moneda, exclusivamente romana, era escasa y de poco uso. No trabajaban
el oro ni la plata ni los tenían en aprecio; el hierro era raro, y a lo menos
en las tribus del Rin y del Danubio parece casi exclusivamente importado, pues
no lo extraían ellos mismos. Los caracteres rúnicos (imitados de las letras
griegas o latinas), sólo se conocían como escritura secreta y se empleaban
únicamente en la hechicería religiosa. Aún estaban en uso los sacrificios
humanos. En resumen, eran un pueblo que apenas si acababa de pasar del estadio
medio al estadio superior de la barbarie. Pero al paso que en las tribus
limítrofes con los romanos la mayor facilidad para importar los productos de la
industria romana impidió el desarrollo de una industria metalúrgica y textil
propia, no cabe duda de que en el Nordeste, en las orillas del Mar Báltico, esa
industria se formó. Las armas encontradas en los pantanos de Schleswig (una
larga espada de hierro, una cota de malla, un casco de plata, etc.) con monedas
romanas de fines del siglo II, y los objetos metálicos de fabricación germana
difundidos por la emigración de los pueblos, presentan un tipo originalísimo de
arte y son de una perfección nada común, incluso cuando imitan, en sus
comienzos, originales romanos. La emigración al imperio romano civilizado puso
término en todas partes a esta industria indígena, excepto en Inglaterra. Los
broches de bronce, por ejemplo, nos muestran con qué uniformidad nacieron y se
desarrollaron esas industrias. Los ejemplares hallados en Borgoña, en Rumanía,
en las orillas del Mar de Azov, podrían haber salido del mismo taller que los broches
ingleses y suecos, y, sin duda alguna, son también de origen germánico.
La
constitución de los germanos corresponde ingualmente al estadio superior de la
barbarie. Según Tácito, en todas partes existía el consejo de los jefes
(príncipes), que decidía en los asuntos menos graves y preparaba los más
importantes para presentarlos a la votación de la asamblea del pueblo. Esta
última, en el estadio inferior de la barbarie -por lo menos entre los
americanos, donde la encontramos-, sólo existe para la gens, pero todavía no
para la tribu o la confederación de tribus. Los jefes (príncipes) se distinguen
aún mucho de los caudillos militares (duces), lo mismo que entre los iroqueses.
Los primeros viven ya, en parte, de presentes honoríficos, que consisten en ganados,
granos, etc., que les tributan los gentiles; casi siempre, como en América, se
eligen en una misma familia. El paso al derecho paterno favorece la
transformación progresiva de la elección en derecho por herencia, como en
Grecia y en Roma, y por lo mismo la formación de una familia noble en cada
gens. La mayor parte de esta antigua nobleza, llamada de tribu, desapareció con
la emigración de los pueblos, o por lo menos poco tiempo después. Los jefes
militares eran elegidos sin atender a su origen, únicamente según su capacidad.
Tenían escaso poder y debían influir con el ejemplo. Tácito atribuye
expresamente el poder disciplinario en el ejército a los sacerdotes. El
verdadero poder pertenecía a la asamblea del pueblo. El rey o jefe de tribu
preside; el pueblo decide que "no" con murmullos, y que
"sí" con aclamaciones y haciendo ruido con las armas. La asamblea
popular es también tribunal de justicia; aquí son presentadas las demandas y
resueltas las querellas, aquí se dicta la pena de muerte, pero con ésta sólo se
castigan la cobardía, la traición contra el pueblo y los vicios antinaturales.
En las gens y en otras subdivisiones también la colectividad es la que hace
justicia, bajo la presidencia del jefe; éste, como en toda la administración de
justicia germana primitiva, no puede haber sido más que dirigente del proceso e
interrogador. Desde un principio y en todas partes, la colectividad era el juez
entre los germanos.
A
partir de los tiempos de César, se habían formado confederaciones de tribus. En
algunas había reyes. Lo mismo que entre los griegos y entre los romanos, el
jefe militar supremo aspiraba ya a la tiranía, lográndola a veces. Aunque estos
usurpadores afortunados no ejercían, ni mucho menos, el poder absoluto,
comenzaron a romper las ligaduras de la gens. Al paso que en otros tiempos los
esclavos manumitidos eran de una condición inferior, puesto que no podían
pertenecer a ninguna gens, hubo junto a los nuevos reyes esclavos favoritos que
a menudo llegaban a tener altos puestos, riquezas y honores. Lo mismo aconteció
después de la conquista del imperio romano por los jefes militares, convertidos
desde entonces en reyes de extensos países. Entre los francos, los esclavos y
los libertos de los reyes representaron un gran papel, primero en la corte y
luego en el Estado; de ellos descendió en gran parte la nueva nobleza.
Una
institución favoreció el advenimiento de la monarquía: las mesnadas. Ya hemos
visto entre los pieles rojas americanos cómo, paralelamente al régimen de la
gens, se crean compañías particulares para guerrear por su propia cuenta y
riesgo. Estas compañías particulares habían adquirido entre los germanos un
carácter permanente. Un jefe guerrero famoso juntaba una banda de gente moza
ávida de botín, obligada a tenerle fidelidad personal, como él a ella. El jefe
se cuidaba de su sustento, les hacía regalos y los organizaba en determinada
jerarquía; formaba una escolta y una tropa aguerrida para las expediciones
pequeñas y un cuerpo de oficiales aguerridos para las mayores. Por débiles que
deban de haber sido esas compañías, por débiles que hayan sido en realidad -por
ejemplo, las de Odoacro en Italia-, constituían el germen de la ruina de la
antigua libertad popular, cosa que pudo comprobarse durante la emigración de
los pueblos y después de ella. Porque, en primer término, favorecieron el
advenimiento del poder real y, en segundo lugar, como ya lo advirtió Tácito, no
podían mantenerse en estado de cohesión sino por medio de continuas guerras y
expediciones de rapiña, la cual se convirtió en un fin. Cuando el jefe de la
compañía no tenía nada que hacer contra los vecinos, iba con sus troas a otros
pueblos donde hubiese guerra y posibilidades de saqueo; las fuerzas auxiliares
de germanos que bajo las águilas romanas combatían contra los germanos mismos,
se componían en parte de bandas de esta especie. Constituían el embrión de los
futuros lansquenetes, vergüenza y maldición de los alemanes. Después de la
conquista del imperio romano, estas mesnadas de los reyes, con los siervos y
los criados de la corte romana, formaron el segundo elemento principal de la
futura nobleza.
En
general, las tribus alemanas reunidas en pueblos tienen, pues, la misma
constitución que se desarrolló entre los griegos de la época heroica y entre
los romanos del tiempo llamado de los reyes: asambleas del pueblo, consejo de
los jefes de las gens, jefe militar supremo que aspira ya a un verdadero poder
real. Esta era la constitución más perfecta que pudo producir la gens; era la
constitución típica del estadio superior de la barbarie. El régimen gentilicio
se acabó el día en que la sociedad salió de los límites dentro de los cuales
era suficiente esa constitución. Este régimen quedó destruído, y el Estado
ocupó su lugar.
VIII. La Formación del Estado de
los Germanos
Según
Tácito, los germanos eran un pueblo muy numeroso. Por César nos formamos una
idea aproximada de la fuerza de los diferentes pueblos germanos. Según él, los
usipéteros y los teúcteros, que aparecieron en la orilla izquierda del Rin, eran
180.000, incluídos mujeres y niños. Por consiguiente, correspondían cerca de
100.000 seres a cada pueblo[1], cifra mucho más alta, por ejemplo, que la
de la totalidad de los iroqueses en los tiempos más florecientes, cuando en
número menor de 20.000 fueron el terror del país entero comprendido desde los
Grandes Lagos hasta el Ohío y el Potomac. Si tratáramos de señalar en un mapa
el emplazamiento de los pueblos de las márgenes del Rin, que conocemos mejor
por los relatos llegados hasta nosotros, veríamos que cada uno de ellos ocupa
en el mapa, poco más o menos, la misma superficie de un departamento prusiano,
o sea unos 10.000
kilómetros cuadrados o 182 millas geográficas
cuadradas. La "Germania Magna" de los romanos, hasta el Vístula,
abarcaba en números redondos 500.000 kilómetros cuadrados. Pues bien;
tomando para cada pueblo la cifra media de 100.000 individuos, la población
total de la "Germania Magna" se elevaría a 5 millones, cifra
considerable para un grupo de pueblos bárbaros, pero en extremo baja para
nuestras actuales condiciones (10 habitantes por kilómetro cuadrado, o 550 por
milla geográfica cuadrada). Pero esa cifra no incluye, ni mucho menos, a todos
los germanos que vivían en aquella época. Sabemos que a lo largo de los
Cárpatos, hasta la desembocadura del Danubio, vivían pueblos germanos de origen
gótico -los bastarnos, los peukinos y otros-, tan numerosos, que Plinio los
tiene por la quinta tribu principal de los germanos; unos 180 años antes de
nuestra era; esos pueblos servían ya como mercenarios al rey macedonio Perseo y
en los primeros años del imperio de Augusto avanzaron hasta llegar a
Andrinópolis. Supongamos que sólo fuesen un millón, y tendremos, en los
comienzos de nuestra era, un total probable de 6 millones de germanos, por lo
menos.
Después
de fijar su residencia definitiva en Germania, la población debió de crecer con
rapidez cada vez mayor; prueba de ello son los progresos industriales de que
antes hablamos. Los descubrimientos hechos en los pantanos de Schleswig son del
siglo III, a juzgar por las monedas romanas que forman parte de los mismos.
Así, pues, por aquella época había ya en las orillas del Mar Báltico una
industria metalúrgica y una industria textil desarrolladas, se desplegaba un
comercio activo con el imperio romano y entre los ricos existía cierto lujo,
indicio todo ello de una población más densa. Pero también por aquella época
comienza la ofensiva general de los germanos en toda la línea del Rin, de la
frontera fortificada romana y del Danubio, desde el Mar del Norte hasta el Mar
Negro, prueba directa del aumento constante de la población, la cual tendía a
la expansión territorial. La lucha duró tres siglos, durante los cuales todas
las tribus principales de los pueblos góticos (excepto los godos escandinavos y
los burgundos) avanzaro hacia el Sudeste, formando el ala izquierda de la gran
línea de ataque, en el centro de la cual los altoalemanes (herminones)
empujaban hacia el alto Danubio y en el ala derecha los istevones, llamados a
la sazón francos, a lo largo del Rin. A los ingevones les correspondió
conquistar la Gran
Bretaña. A fines del siglo V, el imperio romano, débil,
desangrado e impotente, se hallaba abierto a la invasión de los germanos.
Antes
estuvimos junto a la cuna de la antigua civilización griega y romana. Ahora
estamos junto a su sepulcro. La garlopa niveladora de la dominación mundial de
los romanos había pasado durante siglos por todos los países de la cuenca del
Mediterráneo. En todas partes donde el idioma griego no ofreció resistencia,
las lenguas nacionales tuvieron que ir cediendo el paso a un latín corrupto;
desaparecieron las diferencias nacionales, y ya no había galos, íberos,
ligures, nóricos; todos se habían convertido en romanos. La administración y el
Derecho romanos habían disuelto en todas partes las antiguas uniones
gentilicias y, a la vez, los últimos restos de independencia local o nacional.
La flamante ciudadanía romana conferida a todos, no ofrecía compensación; no
expresaba ninguna nacionalidad, sino que indicaba tan sólo la carencia de
nacionalidad. Existían en todas partes elementos de nuevas naciones; los
dialectos latinos de las diversas provincias fueron diferenciándose cada vez
más; las fronteras naturales que habían determinado la existencia como
territorios independientes de Italia, las Galias, España y Africa, subsistían y
se hacían sentir aún. Pero en ninguna parte existía la fuerza necesaria para
formar con esos elementos naciones nuevas; en ninguna parte existía la menor
huella de capacidad para desarrollarse, de energía para resistir, sin hablar ya
de fuerzas creadoras. La enorme masa humana de aquel inmenso territorio, no
tenía más vínculo para mantenerse unida que el Estado romano, y éste había
llegado a ser con el tiempo su peor enemigo y su más cruel opresor. Las
provincias habían arruinado a Roma; la misma Roma se había convertido en una
ciudad de provincia como las demás, privilegiada, pero ya no soberana; no era
ni punto céntrico del imperio universal ni sede siquiera de los emperadores y
gobernantes, pues éstos residían en Constantinopla, en Tréveris, en Milán. El
Estado romano se había vuelto una máquina gigantesca y complicada, con el
exclusivo fin de explotar a los súbditos. Impuestos, prestaciones personales al
Estado y censos de todas clases sumían a la masa de la población en una pobreza
cada vez más angustiosa. Las exacciones de los gobernantes, los recaudadores y
los soldados reforzaban la opresión, haciéndola insoportable. He aquí a qué
situación había llevado el dominio del Estado romano sobre el mundo: basaba su
derecho a la existencia en el mantenimiento del orden en el interior y en la
protección contra los bárbaros en el exterior; pero su orden era más perjudicial
que el peor desorden, y los bárbaros contra los cuales pretendía proteger a los
ciudadanos eran esperados por éstos como salvadores.
No
era menos desesperada la situación social. En los últimos tiempos de la
república, la dominación romana reducíase ya a una explotación sin escrúpulos
de las provincias conquistadas; el imperio, lejos de suprimir aquella
explotación, la formalizó legislativamente. Conforme iba declinando el imperio,
más aumentaban los impuestos y prestaciones, mayor era la desvergüenza con que
saqueaban y estrujaban los funcionarios. El comercio y la industria no habían
sido nunca ocupaciones de los romanos, dominadores de pueblos; en la usura fue
donde superaron a todo cuanto hubo antes y después de ellos. El comercio que
encontraron y que había podido conservarse por cierto tiempo, pereció por las
exacciones de los funcionarios; y si algo quedó en pie, fue en la parte griega,
oriental, del imperio, de la que no vamos a ocuparnos en el presente trabajo.
Empobrecimiento general; retroceso del comercio, de los oficios manuales y del
arte; disminución de la población; decadencia de las ciudades; descenso de la
agricultura a un grado inferior; tales fueron los últimos resultados de la
dominación romana universal.
La
agricultura, la más importante rama de la producción en todo el mundo antiguo,
lo era ahora más que nunca. Los inmensos dominios ("latifundia") que
desde el fin de la república ocupaban casi todo el territorio en Italia, habían
sido explotados de dos maneras: o en pastos, allí donde la población había sido
remplazada por ganado lanar o vacuno, cuyo cuidado no exigía sino un pequeño
número de esclavos, o en villas, donde masas de esclavos se dedicaban a la
horticultura en gran escala, en parte para satisfacer el afán de lujo de los
propietarios, en parte para proveer de víveres a los mercados de las ciudades.
Los grandes pastos habían sido conservados y hasta extendidos; las villas y su
horticultura habíanse arruinado por efecto del empobrecimiento de sus
propietarios y de la decadencia de las ciudades. La explotación de los
"latifundia", basada en el trabajo de los esclavos, ya no producía
beneficios, pero en aquella época era la única forma posible de la agricultura
en gran escala. El cultivo en pequeñas haciendas había llegado a ser de nuevo
la única forma remuneradora. Una tras otra fueron divididas las villas en
pequeñas parcelas y entregadas éstas a arrendatarios hereditarios, que pagaban
cierta cantidad en dinero, o a "partiarii" (aparceros), más
administradores que arrendatarios, que recibían por su trabajo la sexta e
incluso la novena parte del producto anual. Pero de preferencia se entregaban
estas pequeñas parcelas a colonos que pagaban en cambio una retribución anual
fija; estos colonos estaban sujetos a la tierra y podían ser vendidos con sus
parcelas; no eran esclavos, hablando propiamente, pero tampoco eran libres; no
podían casarse con mujeres libres, y sus uniones entre sí no se consideraban
como matrimonios válidos, sino como un simple concubinato
("contibernium"), por el estilo del matrimonio entre esclavos. Fueron
los precursores de los siervos de la Edad Media.
Había
pasado el tiempo de la antigua esclavitud. Ni en el campo, en la agricultura en
gran escala, ni en las manufacturas urbanas, daba ya ningún provecho que mereciese
la pena; había desaparecido el mercado para sus productos. La agricultura en
pequeñas haciendas y la pequeña industria a que se veía reducida la gigantesca
producción esclavista de los tiempos del imperio, no tenían dónde emplear
numerosos esclavos. En la sociedad ya no encontraban lugar sino los esclavos
domésticos y de lujo de los ricos. Pero la agonizante esclavitud aún era
suficiente para hacer considerar todo trabajo productivo como tarea propia de
esclavos e indigna de un romano libre, y entonces lo era cada cual. Así, vemos,
por una parte, el aumento creciente de las manumisiones de esclavos superfluos,
convertidos en una carga; y, por otra parte, el aumento de los colonos y los
libres depauperados (análogos a los "poor whites"[2] de los antiguos Estados esclavistas de
Norteamérica). El cristianismo no ha tenido absolutamente nada que ver con la
extinción gradual de la esclavitud. Durante siglos coexistió con la esclavitud
en el imperio romano y más adelante jamás ha impedido el comercio de esclavos
de los cistianos, ni el de los germanos en el Norte, ni el de los venecianos en
el Mediterráneo, ni más recientemente la trata de negros[3]. La esclavitud ya no producía más de lo que
costaba, y por eso acabó por desaparecer. Pero, al morir, dejó detrás de sí su
aguijón venenoso bajo la forma de proscripción del trabajo productivo para los
hombres libres. Tal es el callejón sin salida en el cual se encontraba el mundo
romano: la esclavitud era económicamente imposible, y el trabajo de los hombres
libres estaba moralmente proscrito. La primera no podía ya y el segundo no
podía aún ser la forma básica de la producción social. La única salida posible
era una revolución radical.
La
situación no era mejor en las provincias. Las más amplias noticias que poseemos
se refieren a las Galias. Allí, junto a los colonos, aún había pequeños
agricultores libres. Para estar a salvo contra las violencias de los
funcionarios, de los magistrados y de los usureros, se ponían a menudo bajo la
protección, bajo el patronato de un poderoso; y no fueron sólo campesinos
aislados quienes tomaron esta precaución, sino comunidades enteras, de tal
suerte que en el siglo IV los emperadores tuvieron que promulgar con frecuencia
decretos prohibiendo esta práctica. Pero, ¿de qué servía a los que buscaban
protección?. El señor les imponía la condición de que le transfiriesen el
derecho de propiedad de sus tierras y en compensación les aseguraba el
usufructo vitalicio de las mismas. La Santa Iglesia recogió e imitó celosamente esta
artimaña en los siglos IX y X para agrandar el reino de Dios y sus propios
bienes terrenales. Verdad es que por aquella época, hacia el año 475, Salviano,
obispo de Marsella, indignábase aún contra semejante robo y relataba que la
opresión de los funcionarios romanos y de los grandes señores territoriales
había llegado a ser tan cruel, que muchos "romanos" huían a las
regiones ocupadas ya por los bárbaros, y los ciudadanos romanos establecidos en
ellas nada temían tanto como volver a caer bajo la dominación romana. El que
por entonces muchos padres vendían como esclavos a sus hijos a causa de la miseria,
lo prueba una ley promulgada contra esta práctica.
Por
haber librado a los romanos de su propio Estado, los bárbaros germanos se
apropiaron de dos tercios de sus tierras y se las repartieron. El reparto se
efectuó según el orden establecido en la gens; como los conquitadores eran
relativamente pocos, quedaron indivisas grandísimas extensiones, parte de ellas
en propiedad de todo el pueblo y parte en propiedad de las distintas tribus y
gens. En cada gens, los campos y prados dividiéronse en partes iguales, por
suertes, entre todos los hogares. No sabemos si posteriormente se hicieron
nuevos repartos; en todo caso, esta costumbre pronto se perdió en las
provincias romanas, y las parcelas individuales se hicieron propiedad privada
alienable, alodios ("alod"). Los bosques y los pastos permanecieron
indivisos para su uso colectivo; este uso, lo mismo que el modo de cultivar la
tierra repartida, se regulaba según la antigua costumbre y por acuerdo de la
colectividad. Cuanto más tiempo llevaba establecida la gens en su poblado, más
iban confundiéndose germanos y romanos y borrándose el carácter familiar de la
asociación ante su carácter territorial. La gens desapareció en la marca,
donde, sin embargo, se encuentran bastante a menudo huellas visibles del parentesco
original de sus miembros. De esta manera, la organización gentilicia se
transformó insensiblemente en una organización territorial y se puso en
condiciones de adaptarse al Estado, por lo menos en los países donde se sostuvo
la marca (Norte de Francia, Inglaterra, Alemania y Escandinavia). No obstante,
mantuvo el carácter democrático original propio de toda la organización
gentilicia, y así salvó -incluso en el período de su degeneración forzada- una
parte de la constitución gentilicia, y con ella un arma en manos de los
oprimidos que se ha conservado hasta los tiempos modernos.
Si
el vínculo consanguíneo se perdió con rapídez en la gens, debiose a que sus
organismos en la tribu y en el pueblo degeneraron por efecto de la conquista.
Sabemos que la dominación de los subyugados es incompatible con el régimen de
la gens, y aquí lo vemos en gran escala. Los pueblos germanos, dueños de las
provincias romanas, tenían que organizar su conquista. Pero no se podía
absorver a las masas romanas en las corporaciones gentilicias, ni dominar a las
primeras por medio de las segundas. A la cabeza de los cuerpos locales de la
administración romana, conservados al principio en gran parte, era preciso
colocar, en sustitución del Estado romano, otro Poder, y éste no podía ser sino
otro Estado. Así, pues, los representantes de la gens tenían que transformarse
en representantes del Estado, y con suma rapidez, bajo la presión de las
circunstancias. Pero el representante más propio del pueblo conquistador era el
jefe militar. La seguridad interior y exterior del territorio conquistado
requería que se reforzase el mando militar. Había llegado la hora de
transformar el mando militar en monarquía, y se transformó.
Veamos
el imperio de los francos. En él correspondió a los salios victoriosos la
posesión absoluta no sólo de los vastos dominios del Estado romano, sino
también de todos los demás inmensos territorios no distribuídos aún entre las
grandes y pequeñas comunidades regionales y de las marcas, y principalmente la
de todas las extensísimas superficies pobladas de bosques. Lo primero que hizo
el rey franco, al convertirse de simple jefe militar supremo en un verdadero
príncipe, fue transformar esas propiedades del pueblo en dominios reales,
robarlas al pueblo y donarlas o concederlas en feudo a las personas de su
séquito. Este séquito, formado primitivamente por su guardia militar personal y
por el resto de los mandos subalternos, no tardó en verse reforzado no sólo con
romanos (es decir, con galos romanizados), que muy pronto se hicieron
indispensables por su educación y su conocimiento de la escritura y del latín
vulgar y literario, asi como del Derecho del país, sino tamibén con esclavos,
siervos y libertos, que constituían su corte y entre los cuales elegía sus
favoritos. A la más de esta gente se les donó al principio lotes de tierra del
pueblo; más tarde se les concedieron bajo la forma de beneficios, otorgados la
mayoría de las veces, en los primeros tiempos, mientras viviese el rey. Así se
sentó la base de una nobleza nueva a expensas del pueblo.
Pero
esto no fue todo. Debido a sus vastas dimensiones, no se podía gobernar el
nuevo Estado con los medios de la antigua constitución gentilicia; el consejo
de los jefes, cuando no había desaparecido hacía mucho, no podía reunirse, y no
tardó en verse remplazado por los que rodeaban de continuo al rey; se conservó
por pura fórmula la antigua asamblea del pueblo, pero convertida cada vez más
en una simple reunión de los mandos subalternos del ejército y de la nueva
nobleza naciente. Los campesinos libres propietarios del suelo, que eran la
masa del pueblo franco, quedaron exhaustos y arruinados por las eternas guerras
civiles y de conquista -por estas últimas, sobre todo, bajo Carlomagno- tan
completamente, como antaño les había sucedido a los campesinos romanos en los
postreros tiempos de la república. Estos campesinos, que originariamente
formaron todo el ejército y que constituían su núcleo después de la conquista
de Francia, habían empobrecido hasta tal extremo a comienzos del siglo IX, que
apenas uno por cada cinco disponía de los pertrechos necesarios para ir a la
guerra. En lugar del ejército de campesinos libres llamados a filas por el rey,
surgió un ejército compuesto por los vasallos de la nueva nobleza. Entre esos
servidores había siervos, descendientes de aquéllos que en otro tiempo no
habían conocido ningún señor sino el rey, y que en una época aún más remota no
conocían a señor ninguno, ni siquiera a un rey. Bajo los sucesores de
Carlomagno, completaron la ruina de los campesinos francos las guerras
intestinas, la debilidad del poder real, las correspondientes usurpaciones de
los magnates -a quienes vinieron a agregarse los condes de las comarcas
instituídos por Carlomagno, que aspiraban a hacer hereditarias sus funciones-
y, por último, las incursiones de los normandos. Cincuenta años después de la
muerte de Carlomagno, yacía el imperio de los francos tan incapaz de
resistencia a los pies de los normandos, como cuatro siglos antes el imperio
romano a los pies de los francos.
Y
no sólo había la misma impotencia frente al exterior, sino casi el mismo orden,
o más bien desorden social en el interior. Los campesinos francos libres se
vieron de una situación análoga a la de sus predecesores, los colonos romanos.
Arruinados por las guerras y por los saqueos, habían tenido que colocarse bajo
la protección de la nueva nobleza naciente o de la iglesia, siendo harto débil
el poder real para protegerlos; pero esa protección les costaba cara. Como en
otros tiempos los campesinos galos, tuvieron que transferir la propiedad de sus
tierras, poniéndolas a nombre del señor feudal, su patrono, de quien volvían a
recibirlas en arriendo bajo formas diversas y variables, pero nunca de otro
modo sino a cambio de prestar servicios y de pagar un censo; reducidos a esta
forma de dependencia, perdieron poco a poco su libertad individual, y al cabo
de pocas generaciones, la mayor parte de ellos eran ya siervos. La rapidez con
que desapareció la capa de los campesinos libres la evidencia el libro
catastral -compuesto por Irminón- de la abadía de Saint-Germain-des-Prés, en
otros tiempos próxima a París y en la actualidad dentro del casco de la ciudad.
En los extensos campos de la abadía, diseminados en el contorno, había
entonces, por los tiempos de Carlomagno, 2.788 hogares, compuestos casi
exclusivamente por francos con apellidos alemanes. Entre ellos contábanse 2.080
colonos, 35 lites[4], 220 esclavos, ¡y nada más que ocho campesinos
libres!. La práctica de clarada impía por el obispo Salviano, y en virtud de la
cual el patrón hacía que le fuera transferida la propiedad de las tierras del
campesino y sólo permitía a éste el usufructo vitalicio de ellas, la empleaba
ya entonces de una manera general la
Iglesia con respecto a los campesinos. Las prestaciones
personales, que iban generalizándose cada vez más, habían tenido su modelo
tanto en las "angariae" romanas, cargas en pro del Estado, como en
las prestaciones personales impuestas a los miembros de las marcas germanas
para construir puentes y caminos y para otros trabajos de utilidad común. Así,
pues, parecía como si al cabo de cuatro siglos la masa de la población hubiese
vuelto a su punto de partida.
Pero
esto no probaba sino dos cosas: en primer lugar, que la diferenciación social y
la distribución de la propiedad en el imperio romano agonizante habían
correspondido enteramente al grado de producción contemporánea en la
agricultura y la industria, siendo, por consiguiente, inevitables; en segundo
lugar, que el estado de la producción no había experimentado ningún ascenso ni
descenso esenciales en los cuatrocientos años siguientes y, por ello, había
producido necesariamente la misma distribución de la propiedad y las mismas clases
de la población. En los últimos siglos del imperio romano, la ciudad había
perdido su dominio sobre el campo y no lo había recobrado en los primeros
siglos de la dominación germana. Esto presupone un bajo grado de desarrollo de
la agricultura y de la industria. Tal situación general produce por necesidad
grandes terratenientes dotados de poder y pequeños campesinos dependientes. Las
inmensas experiencias hechas por Carlomagno con sus famosas villas imperiales,
desaparecidas sin dejar casi huellas, prueban cuán imposible era injertar en
semejante sociedad la economía latifúndica romana con esclavos o el nuevo
cultivo en gran escala por medio de prestaciones personales. Estas experiencias
sólo las continuaron los conventos, y no fueron productivas más que para ellosñ
pero los conventos eran corporaciones sociales de carácter anormal, basadas en
el celibato. Es cierto que podían realizar cosas excepcionales, pero, por lo
mismo, tenían que seguir siendo excepciones.
Y
sin embargo, durante esos cuatrocientos años se habían hecho progresos. Si al
expirar estos cuatro siglos encontramos casi las mismas clases principales que
al principio, el hecho es que los hombres que formaban estas clases habían
cambiado. La antigua esclavitud había desaperecido, y habían desaparecido
también los libres depauperados que menospreciaban el trabajo por estimarlo una
ocupación propia de esclavos. Entre el colono romano y el nuevo siervo había
vivido el libre campesino franco. El "recuerdo inútil y la lucha
vana" del romanismo agonizante estaban muertos y enterrados. Las clases
sociales del siglo IX no se habían formado con la decadencia de una
civilización agonizante, sino entre los dolores de parto de una civilización
nueva. La nueva generación, lo mismo señores que siervos, era una generación de
hombres, si se compara con sus predecesores romanos. Las relaciones entre los
poderosos terratenientes y los campesinos que de ellos dependían, relaciones
que habían sido para los romanos la forma de ruina irremediable del mundo
antiguo, fueron para la generación nueva el punto de partida de un nuevo
desarrollo. Y además, por estériles que parezcan esos cuatrocientos años, no
por eso dejaron de producir un
gran resultado: las nacionalidades modernas, la refundición y la diferenciación
de la humanidad en la Europa
occidental para la historia futura. Los germanos habían, en efecto,
revivificado a Europa y por eso la destrucción de los Estados en el período
germánico no llevó al avasallamiento por normandos y sarracenos, sino a la
evolución de los beneficios y del patronato (encomienda) hacia el feudalismo y
a un incremento tan intenso de la población, que dos siglos después pudieron
soportarse sin gran daño las fuertes sangrías de las cruzadas.
Pero,
¿qué misterioso sortilegio era el que permitió a los germanos infundir una
fuerza vital nueva a la Europa
agonizante?. ¿Era un poder milagroso e innato a la raza germana, como nos
cuentan nuestros historiadores patrioteros?. De ninguna manera. Los germanos,
sobre todo en aquella época, eran una tribu aria muy favorecida por la
naturaleza y en pleno proceso de desarrollo vigoroso. Pero no son sus
cualidades nacionales específicas las que rejuvenecieron a Europa, sino,
sencillamente, su barbarie, su constitución gentilicia.
Su
capacidad y su valentía personales, su espíritu de libertad y su instinto
democrático, que veía un asunto propio en los negocios públicos, en una
palabra, todas las cualidades que los romanos habían perdido y únicas capaces
de formar, del cieno del mundo romano, nuevos Estados y nuevas nacionalidades,
¿qué era sino los rasgos característicos de los bárbaros del estadio superior
de la barbarie, los frutos de su constitución gentilicia?.
Si
transformaron la forma antigua de la monogamia, suavizaron la autoridad del
hombre en la familia y dieron a la mujer una situación más elevada de la que
nunca antes había conocido el mundo clásico, ¿qué les hizo capaces de eso sino
su barbarie, sus hábitos de gentiles, las supervivencias, vivas en ellos, de
los tiempos del derecho materno?.
Si
-por lo menos en los tres países principales, Alemania, el Norte de Francia e
Inglaterra- salvaron una parte del régimen genuino de la gens, transplantándola
al Estado feudal bajo la forma de marcas, dando así a la oprimida clase de los
campesinos, hasta bajo la más cruel servidumbre de la Edad Media, una
cohesión local y una fuerza de resistencia que no tuvieron a su disposición los
esclavos de la antigüedad y no tiene el proletariado moderno, ¿a qué se debe
sino a su barbarie, a su sistema exclusivamente bárbaro de colonización por
gens?.
Y,
por último, si desarrollaron y pudieron hacer exclusiva la forma de servidumbre
mitigada que habían empleado ya en su país natal y que fue sustituyendo cada
vez más a la esclavitud en el imperio romano, forma que, como Fourier ha sido
el primero en evidenciarlo, ofrece a los oprimidos medios para emanciparse
gradualmente como clase
("fournit aux cultivateurs des moyens d'affranchissement collectif et
progressif"), superando así con mucho a la esclavitud, con la cual era sólo
posible la manumisión inmediata y sin transiciones del individuo (la antigüedad
no presenta ningún ejemplo de supresión de la esclavitud por una rebelión
victoriosa), al paso que los siervos de la Edad Media llegaron
poco a poco a conseguir su emancipación como clase, ¿a qué se debe esto sino a
su barbarie, gracias a la cual no habían llegado aún a una esclavitud completa,
ni a la antigua esclavitud del trabajo ni a la esclavitud doméstica oriental?.
Toda
la fuerza y la vitalidad que los germanos aportaron al mundo romano, era
barbarie. En efecto, sólo bárbaros eran capaces de rejuvenecer un mundo senil
que sufría una civilización moribunda. Y el estadio superior de la barbarie, al
cual se elevaron y en el cual vivieron los germanos antes de la emigración de
los pueblos, era precisamente el más favorable para ese proceso. Esto lo
explica todo.
IX. Barbarie y
Civilización
Ya
hemos seguido el curso de la disolución de la gens en los tres grandes ejemplos
particulares de los griegos, los romanos y los germanos. Para concluir,
investiguemos las condiciones económicas generales que en el estadio superior
de la barbarie minaban ya la organización gentil de la sociedad y la hicieron
desaparecer con la entrada en escena de la civilización. "El Capital"
de Marx nos será tan necesario aquí como el libro de Morgan.
Nacida
la gens en el estadio medio y desarrollada en el estadio superior del
salvajismo, según nos lo permiten juzgar los documentos de que disponemos,
alcanzó su época más floreciente en el estadio inferior de la barbarie. Por
tanto, este grado de evolución es el que tomaremos como punto de partida.
Aquí,
donde los pieles rojas de América deben servirnos de ejemplo encontramos
completamente desarrollada la constitución gentilicia. Una tribu se divide en
varias gens; por lo común en dos; al aumentar la población, cada una de estas
gens primitivas se segmenta en varias gens hijas, para las cuales la gens madre
aparece como fratria; la tribu misma se subdivide en varias tribus, donde
encontramos, en la mayoría de los casos, las antiguas gens; una confederación,
por lo menos en ciertas ocasiones, enlaza a las tribus emparentadas. Esta
sencilla organización responde por completo a las condiciones sociales que la
han engendrado. No es más que un agrupamiento espontáneo; es apta para allanar
todos los conflictos que pueden nacer en el seno de una sociedad así
organizada. Los conflictos exteriores los resuelve la guerra, que puede
aniquilar a la tribu, pero no avasallarla. La grandeza del régimen de la gens,
pero también su limitación, es que en ella no tienen cabida la dominación ni la
servidumbre. En el interior, no existe aún diferencia entre derechos y deberes;
para el indio no existe el problema de saber si es un derecho o un deber tomar
parte en los negocios sociales, sumarse a una venganza de sangre o aceptar una
compensación; el planteárselo le parecería tan absurdo como preguntarse si
comer, dormir o cazar es un deber o un derecho. Tampoco puede haber allí
división de la tribu o de la gens en clases distintas. Y esto nos conduce al
examen de la base económica de este orden de cosas.
La
población está en extremo espaciada, y sólo es densa en el lugar de residencia
de la tribu, alrededor del cual se extiende en vasto círculo el territorio para
la caza; luego viene la zona neutral del bosque protector que la separa de
otras tribus. La división del trabajo es en absoluto espontánea: sólo existe
entre los dos sexos. El hombre va a la guerra, se dedica a la caza y a la
pesca, procura las materias primas para el alimento y produce los objetos
necesarios para dicho propósito. La mujer cuida de la casa, prepara la comida y
hace los vestidos; guisa, hila y cose. Cada uno es el amo en su dominio: el
hombre en la selva, la mujer en la casa. Cada uno es el propietario de los
instrumentos que elabora y usa: el hombre de sus armas, de sus pertrechos de
caza y pesca; la mujer, de sus trebejos caseros. La economía doméstica es
comunista, común para varias y a menudo para muchas familias[1]. Lo que se hace y se utiliza en común es de
propiedad común: la casa, los huertos, las canoas. Aquí, y sólo aquí, es donde
existe realmente "la propiedad fruto del trabajo personal", que los
jurisconsultos y los economistas atribuyen a la sociedad civilizada y que es el
último subterfugio jurídico en el cual se apoya hoy la propiedad capitalista.
Pero
no en todas partes se detuvieron los hombres en esta etapa. En Asia encontraron
animales que se dejaron primero domesticar y después criar. Antes había que ir
de caza para apoderarse de la hembra del búfalo salvaje; ahora, domesticada,
esta hembra suministraba cada año una cría y, por añadidura, leche. Ciertas
tribus de las más adelantadas -los arios, los semitas y quizás los turanios-,
hicieron de la domesticación y después de la cría y cuidado del ganado su
principal ocupación. Las tribus de pastores se destacaron del resto de la masa
de los bárbaros. Esta fue la primera
gran división social del trabajo. Las tribus pastoriles, no sólo
produjeron muchos más, sino también otros víveres que el resto de los bárbaros.
Tenían sobre ellos la ventaja de poseer más leche, productos lácteos y carne;
además, disponían de pieles, lanas, pelo de cabra, así como de hilos y tejidos,
cuya cantidad aumentaba con la masa de las materias primas. Así fue posible, por
primera vez, establecer un intecambio regular de productos. En los estadios
anteriores no puede haber sino cambios accidentales. Verdad es que una
particular habilidad en la fabricación de las armas y de los instrumentos puede
producir una división transitoria del trabajo. Así, se han encontrado en muchos
sitios restos de talleres, para fabricar instrumentos de sílice, procedentes de
los últimos tiempos de la Edad
de Piedra. Los artífices que ejercitaban en ellos su habilidad debieron de
trabajar por cuenta de la colectividad, como todavía lo hacen los artesanos en
las comunidades gentilicias de la
India. En todo caso, en esta fase del desarrollo sólo podía
haber cambio en el seno mismo de la tribu, y aun eso con carácter excepcional.
Pero en cuanto las tribus pastoriles se separaron del resto de los salvajes,
encontramos enteramente formadas las condiciones necesarias para el cambio
entre los miembros de tribus diferentes y para el desarrollo y consolidación
del cambio como una institución regular. Al principio, el cambio se hizo de
tribu a tribu, por mediación de los jefes de las gens; pero cuando los rebaños
empezaron poco a poco a ser propiedad privada, el cambio entre individuos fue
predominando más y más y acabó por ser la forma única. El principal artículo
que las tribus de pastores ofrecían en cambio a sus vecinos era el ganado; éste
llegó a ser la mercancía que valoraba a todas las demás y se aceptaba con mucho
gusto en todas partes a cambio de ellas; en una palabra, el ganado desempeñó
las funciones de dinero y sirvió como tal ya en aquella época. Con esa rapidez
y precisión se desarrolló desde el comienzo mismo del cambio de mercancías la
necesidad de una mercancía que sirviese de dinero.
El
cultivo de los huertos, probablemente desconocido para los bárbaros asiáticos
del estadio inferior, apareció entre ellos mucho más tarde, en el estadio
medio, como precursor de la agricultura. El clima de las mesetas turánicas no
permite la vida pastoril sin provisiones de forraje para una larga y rigurosa
invernada. Así, pues, era una condición allí necesaria el cultivo pratense y de
cereales. Lo mismo puede decirse de las estepas situadas al norte del Mar
Negro. Pero si al principio se recolectó el grano para el ganado, no tardó en
llegar a ser también un alimento para el hombre. La tierra cultivada continuó
siendo propiedad de la tribu y se entregaba en usufructo primero a la gens,
después a las comunidades de familias y, por último, a los individuos. Estos
debieron de tener ciertos derechos de posesión, pero nada más.
Entre
los descubrimientos industriales de ese estadio, hay dos importantísimos. El
primero es el telar y el segundo, la fundición de minerales y el labrado de los
metales. El cobre, el estaño y el bronce, combinación de los dos primeros, eran
con mucho los más importantes; el bronce suministraba instrumentos y armas,
pero éstos no podían sustituir a los de piedra. Esto sólo le era posible al
hierro, pero aún no se sabía cómo obtenerlo. El oro y la plata comenzaron a
emplearse en alhajas y adornos, y probablemente alcanzaron un valor muy elevado
con relación al cobre y al bronce.
A
consecuencia del desarrollo de todos los ramos de la producción - ganadería,
agricultura, oficios manuales domésticos-, la fuerza de trabajo del hombre iba
haciéndose capaz de crear más productos que los necesarios para sus
sostenimento. También aumentó la suma de trabajo que correspondía diariamente a
cada miembro de la gens, de la comunidad doméstica o de la familia aislada. Era
ya conveniente conseguir más fuerza de trabajo, y la guerra la suministró: los
prisioneros fueron transformados en esclavos. Dadas todas las condiciones
históricas de aquel entonces, la primera gran división social del trabajo, al
aumentar la productividad del trabajo, y por consiguiente la riqueza, y al
extender el campo de la actividad productora, tenía que traer consigo
necesariamente la esclavitud. De la primera gran división social del trabajo
nació la primera gran escisión de la sociedad en dos clases: señores y
esclavos, explotadores y explotados.
Nada
sabemos hasta ahora acerca de cuándo y cómo pasaron los rebaños de propiedad
común de la tribu o de las gens a ser patrimonio de los distintos cabezas de
familia; pero, en lo esencial, ello debió de acontecer en este estadio. Y con
la aparición de los rebaños y las demás riquezas nuevas, se produjo una
revolución en la familia. La industria había sido siempre asunto del hombre;
los medios necesarios para ella eran producidos por él y propiedad suya. Los
rebaños constituían la nueva industria; su domesticación al principio y su
cuidado después, eran obra del hombre. Por eso el ganado le pertenecía, así
como las mercancías y los esclavos que obtenía a cambio de él. Todo el
excedente que dejaba ahora la producción pertenecía al hombre; la mujer participaba
en su consumo, pero no tenía ninguna participación en su propiedad. El
"salvaje", guerrero y cazador, se había conformado con ocupar en la
casa el segundo lugar, después de la mujer; el pastor, "más dulce",
engreído de su riqueza, se puso en primer lugar y relegó al segundo a la mujer.
Y ella no podía quejarse. La división del trabajo en la familia había sido la
base para distribuir la propiedad entre el hombre y la mujer. Esta división del
trabajo en la familia continuaba siendo la misma, pero ahora trastornaba por
completo las relaciones domésticas existentes por la mera razón de que la
división del trabajo fuera de la familia había cambiado. La misma causa que
había asegurado a la mujer su anterior supremacía en la casa -su ocupación
exclusiva en las labores domésticas-, aseguraba ahora la preponderancia del
hombre en el hogar: el trabajo doméstico de la mujer perdía ahora su
importancia comparado con el trabajo productivo del hombre; este trabajo lo era
todo; aquél, un accesorio insignificante. Esto demuestra ya que la emancipación
de la mujer y su igualdad con el hombre son y seguirán siendo imposibles
mientras permanezca excluída del trabajo productivo social y confinada dentro
del trabajo doméstico, que es un trabajo privado. La emancipación de la mujer
no se hace posible sino cuando ésta puede participar en gran escala, en escala
social, en la producción y el trabajo doméstico no le ocupa sino un tiempo
insignificante. Esta condición sólo puede realizarse con la gran industria
moderna, que no solamente permite el trabajo de la mujer en vasta escala, sino
que hasta lo exige y tiende más y más a transformar el trabajo doméstico
privado en una industria pública.
La
supremacía efectiva del hombre en la casa había hecho caer los postreros
obstáculos que se oponían a su poder absoluto. Este poder absoluto lo
consolidaron y eternizaron la caída del derecho materno, la introducción del
derecho paterno y el paso gradual del matrimonio sindiásmico a la monogamia.
Pero esto abrió también una brecha en el orden antiguo de la gens; la familia
particular llegó a ser potencia y se alzó amenazadora frente a la gens.
El
progreso más inmediato nos conduce al estadio superior de la barbarie, período
en que todos los pueblos civilizados pasan su época heroica: la edad de la
espada de hierro, pero también del arado y del hacha de hierro. Al poner este
metal a su servicio, el hombre se hizo dueño de la última y más importante de
las materias primas que representaron en la historia un papel revolucionario;
la última sin contar la patata. El hierro hizo posible la agricultura en
grandes áreas, el desmonte de las más extensas comarcas selváticas; dio al
artesano un instrumento de una dureza y un filo que ninguna piedra y ningún
otro metal de los conocidos entonces podía tener. Todo esto acaeció poco a
poco; el primer hierro era aún a menudo más blando que el bronce. Por eso el
arma de piedra fue desapareciendo con lentitud; no sólo en el canto de
Hildebrando, sino también en la batalla de Hastings, en 1066, aparecen en el
combate las hachas de piedra. Pero el progreso era ya incontenible, menos
intermitente y más rápido. La ciudad, encerrando dentro de su recinto de
murallas, torres y almenas de piedra, casas también de piedra y de ladrillo, se
hizo la residencia central de la tribu o de la confederación de tribus. Fue
esto un progreso considerable en la arquitectura, pero también una señal de
peligro creciente y de necesidad de defensa. La riqueza aumentaba con rapidez,
pero bajo la forma de riqueza individual; el arte de tejer, el labrado de los
metales y otros oficios, cada vez más especializados, dieron una variedad y una
perfección creciente a la producción; la agricultura empezó a suministrar,
además de grano, legumbres y frutas, aceite y vino, cuya preparación habíase
aprendido. Un trabajo tan variado no podía ser ya cumplido por un solo
individuo y se produjo la
segunda gran división del trabajo: los oficios se separaron de la
agricultura. El constante crecimiento de la producción, y con ella de la
productividad del trabajo, aumentó el valor de la fuerza de trabajo del hombre;
la esclavitud, aún en estado naciente y esporádico en el anterior estadio, se
convirtió en un elemento esencial del sistema social. Los esclavos dejaron de
ser simples auxiliares y los llevaban por decenas a trabajar en los campos o en
lose talleres. Al escindirse la producción en las dos ramas principales -la
agricultura y los oficios manuales-, nació la producción directa para el
cambio, la producción mercantil, y con ella el comercio, no sólo en el interior
y en las fronteras de la tribu, sino también por mar. Todo esto tenía aún muy
poco desarrollo. Los metales preciosos empezaban a convertirse en la mercancía
moneda, dominante y universal; sin embargo, no se acuñaban ún y sólo se
cambiaban al peso.
La
diferencia entre ricos y pobres se sumó a la existente entre libres y esclavos;
de la nueva división del trabajo resultó una nueva escisión de la sociedad de
clases. La desproporción de los distintos cabezas de familia destruyó las
antiguas comunidades comunistas domésticas en todas partes donde se habían
mantenido hasta entonces; con ello se puso fin al trabajo común de la tierra
por cuenta de dichas comunidades. El suelo cultivable se distribuyó entre las
familias particulares; al principio de un modo temporal, y más tarde para
siempre; el paso a la propiedad privada completa se realizó poco a poco,
paralelamente al tránsito del matrimonio sindiásmico, a la monogamia. La
familia individual empezó a convertirse en la unidad económica de la sociedad.
La
creciente densidad de la población requirió lazos más estrechos en el interior
y frente al exterior; la confederación de tribus consanguíneas llegó a ser en
todas partes una necesidad, como lo fue muy pronto su fusión y la reunión de
los territorios de las distintas tribus en el territorio común del pueblo. El
jefe militar del pueblo -rex,
basileus, thiudans- llegó a ser un funcionario indispensable y
permanente. La asamblea del pueblo se creció allí donde aún no existía. El jefe
militar, el consejo y la asamblea del pueblo constituían los órganos de la
democracia militar salida de la sociedad gentilicia. Y esta democracia era
militar porque la guerra y la organización para la guerra constituían ya
funciones regulares de la vida del pueblo. Los bienes de los vecinos excitaban
la codicia de los pueblos, para quienes la adquisición de riquezas era ya uno
de los primeros fines de la vida. Eran bárbaros: el saqueo les parecía más
fácil y hasta más honroso que el trabajo productivo. La guerra, hecha
anteriormente sólo para vengar la agresión o con el fin de extender un
territorio que había llegado a ser insuficiente, se libraba ahora sin más
propósito que el saqueo y se convirtió en una industria permanente. Por algo se
alzaban amenazadoras las murallas alrededor de las nuevas ciudades
fortificadas: sus fosos eran la tumba de la gens y sus torres alcanzaban ya la
civilización. En el interior ocurrió lo mismo. Las guerras de rapiña aumentaban
el poder del jefe militar superior, como el de los jefes inferiores; la elección
habitual de sus sucesores en las mismas familias, sobre todo desde que se hubo
introducido el derecho paterno, paso poco a poco a ser sucesión hereditaria,
tolerada al principio, reclamada después y usurpada por último; con ello se
echaron los cimientos de la monarquía y de la nobleza hereditaria. Así los
organismos de la constitución gentilicia fueron rompiendo con las raíces que
tenían en el pueblo, en la gens, en la fratria y en la tribu, con lo que todo
el régimen gentilicio se transformó en su contrario: de una organización de
tribus para la libre regulación de sus propios asuntos, se trocó en una
organización para saquear y oprimir a los vecinos; con arreglo a esto, sus
organismos dejaron de ser instrumento de la voluntad del pueblo y se convirtieron
en organismos independientes para dominar y oprimir al propio pueblo. Esto
nunca hubiera sido posible si el sórdido afán de riquezas no hubiese dividido a
los miembros de la gens en ricos y pobres, "si la diferencia de bienes en
el seno de una misma gens no hubiese transformado la comunidad de intereses en
antagonismo entre los miembros de la gens" (Marx) y si la extensión de la
esclavitud no hubiese comenzado a hacer considerar el hecho de ganarse la vida
por medio del trabajo como un acto digno tan sólo de un esclavo y más
deshonroso que la rapiña.
Henos
ya en los umbrales de la civilización, que se inicia por un nuevo progreso de
la división del trabajo. En el estadio más inferior, los hombres no producían
sino directamente para satisfacer sus propias necesidades; los pocos actos de
cambio que se efectuaban eran aislados y sólo tenían por objeto excedentes
obtenidos por casualidad. En el estadio medio de la barbarie, encontramos ya en
los pueblos pastores una propiedad en forma de ganado, que, si los rebaños son
suficientemente grandes, suministra con regularidad un excedente sobre el
consumo propio; al mismo tiempo encontramos una división del trabajo entre los
pueblos pastores y las tribus atrasadas, sin rebaños; y de ahí dos grados de
producción diferentes uno junto a otro y, por tanto, las condiciones para un
cambio regular. El estadio superior de la barbarie introduce una división más
grande aún del trabajo: entre la agricultura y los oficios manuales; de ahí la
producción cada vez mayor de objetos fabricados directamente para el cambio y
la elevación del cambio entre productores individuales a la categoría de
necesidad vital de la sociedad. La civilización consolida y aumenta todas estas
divisiones del trabajo ya existentes, sobre todo acentuando el contraste entre
la ciudad y el campo (lo cual permite a la ciudad dominar económicamente al
campo, como en la antigüedad, o al campo dominar económicamente a la ciudad,
como en la Edad Media),
y añade una tercera división del trabajo, propio de ella y de capital
importancia, creando una clase que no se ocupa de la producción, sino
únicamente del cambio de los productos: los mercaderes.
Hasta aquí sólo la producción había determinado los procesos de formación de
clases nuevas; las personas que tomaban parte en ella se dividían en directores
y ejecutores o en productores en grande y en pequeña escala. Ahora aparece por
primera vez una clase que, sin tomar la menor parte en la producción, sabe
conquistar su dirección general y avasallar económicamente a los productores;
una clase que se convierte en el intermediario indispensable entre cada dos
productores y los explota a ambos. So pretexto de desembarazarr a los
productores de las fatigas y los riesgos del cambio, de extender la salida de
sus productos hasta los mercados lejanos y llegar a ser así la clase más útil
de la población, se forma una clase de parásitos, una clase de verdaderos
gorrones de la sociedad, que como compensación por servicios en realidad muy
mezquinos se lleva la nata de la producción patria y extranjera, amasa
rápídamente riquezas enormes y adquiere una influencia social proporcionada a
éstas y, por eso mismo, durante el período de la civilización, va ocupando una
posición más y más honorífica y logra un dominio cada vez mayor sobre la producción,
hasta que acaba por dar a luz un producto propio: las crisis comerciales
periódicas.
Verdad
es que en el grado de desarrollo que estamos analizando, la naciente clase de
los mercaderes no sospechaba aún las grandes cosas a que estaba destinada. Pero
se formó y se hizo indispensable, y esto fue suficiente. Con ella apareció el
"dinero metálico", la moneda acuñada, nuevo medio para que el no
productor dominara al productor y a su producción. Se había hallado la
mercancía por excelencia, que encierra en estado latente todas las demás, el
medio mágico que puede transformarse a voluntad en todas las cosas deseables y
deseadas. Quien la poseía era dueño del mundo de la producción. ¿Y quién la
poseyó antes que todos? El mercader. En sus manos, el culto del dinero estaba
bien seguro. El mercader se cuidó de esclarecer que todas las mercancías, y con
ellas todos sus productores, debían prosternarse ante el dinero. Probó de una
manera práctica que todas las demás formas de la riqueza no eran sino una
quimera frente a esta encarnación de riqueza como tal. De entonces acá, nunca
se ha manifestado el poder del dinero con tal brutalidad, con semejante
violencia primitiva como en aquel período de su juventud. Después de la compra
de mercancías por dinero, vinieron los préstamos y con ellos el interés y la
usura. Ninguna legislación posterior arroja tan cruel e irremisiblemente al
deudor a los pies del acreedor usurero, como lo hacían las leyes de la antigua
Atenas y de la antigua Roma; y en ambos casos esas leyes nacieron
espontáneamente, bajo la forma de derecho consuetudinario, sin más compulsión
que la económica.
Junto
a la riqueza en mercancías y en esclavos, junto a la fortuna en dinero,
apareció también la riqueza territorial. El derecho de posesión sobre las parcelas
del suelo, concedido primitivamente a los individuos por la gens o por la
tribu, se había consolidado hasta el punto de que esas parcelas les pertenecían
como bienes hereditarios. Lo que en los últimos tiempos habían reclamado ante
todo era quedar libres de los derechos que tenía sobre esas parcelas la
comunidad gentilicia, derechos que se habían convertido para ellos en una
traba. Esa traba desapareció, pero al poco tiempo desaparecía también la nueva
propiedad territorial. La propiedad plena y libre del suelo no significaba tan
sólo facultad de poseerlo íntegramente, sin restricción alguna, sino que
también quería decir facultad de enajenarlo. Esta facultad no existió mientras
el suelo fue propiedad de la gens. Pero cuando el nuevo propietario suprimió de
una manera definitiva las trabas impuestas por la propiedad suprema de la gens
y de la tribu, rompió también el vínculo que hasta entonces lo unía
indisolublemente con el suelo. Lo que esto significaba se lo enseñó el dinero
descubierto al mismo tiempo que advenía la propiedad privada de la tierra. El
suelo podía ahora convertirse en una mercancía susceptible de ser vendida o
pignorada. Apenas se introdujo la propiedad privada de la tierra, se inventó la
hipoteca (véase Atenas). Así como el heterismo y la prostitución pisan los
talones a la monogamia, de igual modo, a partir de este momento, la hipoteca se
aferra a los faldones de la propiedad inmueble. ¿No quisisteis tener la
propiedad del suelo completa, libre, enajenable? Pues, bien ¡ya la tenéis! <<Tu l'as voulu, George Dandin!>>
[2].
Así,
junto a la extensión del comercio, junto al dinero y la usura, junto a la
propiedad terrotorial y la hipoteca progresaron rápidamente la concentración y
la centralización de la fortuna en manos de una clase poco numerosa, lo que fue
acompañado del empobrecimiento de las masas y del aumento numérico de los
pobres. La nueva aristocracia de la riqueza, en todas partes donde no coincidió
con la antigua nobleza tribal, acabó por arrinconar a ésta (en Atenas, en Roma
y entre los germanos). Y junto con esa división de los hombres libres en clases
con arreglo a sus bienes, se produjo, sobr todo en Grecia, un enorme
acrecentamiento del número de esclavos [3], cuyo trabajo forzado formaba la base de
todo el edificio social.
Veamos
ahora cuál fue la suerte de la gens en el curso de esta revolución social. Era
impotente ante los nuevos elementos que habían crecido sin su concurso. Su
primera condición de existencia era que los miembros de una gens o de una tribu
estuviesen reunidos en el mismo territorio y habitasen en él exclusivamente.
Ese estado de cosas había concluído hacia ya mucho. En todas partes estaban
mezcladas gens y tribus; en todas partes esclavos, clientes y extranjeros
vivían entre los ciudadanos. La vida sedentaria, alcanzada sólo hacia el fin
del Estado medio de la barbarie, veíase alterada con frecuencia por la
movilidad y los cambios de residencia debidos al comercio, a los cambios de
ocupación y a las enajenaciones de la tierra. Los miembros de las uniones
gentilicias no podían reunirse ya para resolver sus propios asuntos comunes; la
gens sólo se ocupaba de cosas de menor importancia, como las fiestas
religiosas, y eso a medias. Junto a las necesidades y los intereses para cuya
defensa eran aptas y se habían formado las uniones gentilicias, la revolución
en las relaciones económicas y la diferenciación social resultante de ésta
habían dado origen a nuevas necesidades y nuevos intereses, que no sólo eran
extraños, sino opuestos en todos los sentidos al antiguo orden gentilicio. Los
intereses de los grupos de artesanos nacidos de la división del trabajo, las
necesidades particulares de la ciudad, opuestas a las del campo, exigían
organismos nuevos; pero cada uno de esos grupos se componía de personas
perteneceientes a las gens, fratrias y tribus más diversas, y hasta de
extranjeros. Esos organismos tenían, pues, que formarse necesariamente fuera
del régimen gentilicio, aparte de él y, por tanto, contra él. Y en cada
corporación de gentiles a su vez se dejaba sentir este conflicto de intereses,
que alcanzaba su punto culminante en la reunión de pobres y ricos, de usureros
y deudores dentro de la misma gens y de la misma tribu. A esto añadíase la masa
de la nueva población extraña a las asociaciones gentilicias, que podía llegar
a ser una fuerza en el país, como sucedió en Roma, y que, al mismo tiempo, era
harto numerosa para poder ser admitida gradualmente en las estirpes y tribus
consanguíneas. Las uniones gentilicias figuraban frente a esa masa como
corporaciones cerradas, privilegiadas; la democracia primitiva, espontánea, se
había transformado en una detestable aristocracia. En una palabra, el régimen
de la gens, fruto de una sociedad que no conocía antagonismos interiores, no
era adecuado sino para una sociedad de esta clase. No tenía más medios
coercitivos que la opinión pública. Pero acababa de surgir una sociedad que, en
virtud de las condiciones económicas generales de su existencia, había tenido
que dividirse en hombres libres y en esclavos, en explotadores ricos y en
explotados pobres; una sociedad que no sólo no podía conciliar estos antagonismos,
sino que, por el contrario, se veía obligada a llevarlos a sus límites
extremos. Una sociedad de este género no podía existir sino en medio de una
lucha abierta e incesante de estas clases entre sí o bajo el dominio de un
tercer poder que, puesto aparentemente por encima de las clases en lucha,
suprimiera sus conflictos abiertos y no permitiera la lucha de clases más que
en el terreno económico, bajo la forma llamada legal. El régimen gentilicio era
ya algo caduco. Fue destruido por la división del trabajo, que dividió la
sociedad en clases, y remplazado por el Estado.
Hemos
estudiado ya una por una las tres formas principales en que el Estado se alza
sobre las ruinas de la gens. Atenas presenta la forma más pura y
preponderantemente de los antagonismos de clase que se desarrollaban en el seno
mismo de la sociedad gentilicia. En Roma la sociedad gentilicia se convirtió en
una aristocracia cerrada en medio de una plebe numerosa y mantenida aparte, sin
derechos, pero con deberes; la victoria de la plebe destruyó la antigua
constitución de la gens e instituyó sobre sus ruinas el Estado, donde no
tardaron en confundirse la aristocracia gentilicia y la plebe. Por último,
entre los germanos vencedores del imperio romano el Estado surgió directamente
de la conquista de vastos territorios extranjeros que el régimen gentilicio era
impotente para dominar. Pero como a esa conquista no iba unida una lucha seria
con la antigua población, ni una división más progresiva del trabajo; como el
grado de desarrollo económico de los vencidos y de los vencedores era casi el
mismo, y, por consiguiente, subsistía la antigua base económica de la sociedad,
la gens pudo sostenerse a través de largos siglos, bajo una forma modificada,
territorial, en la constitución de la marca, y hasta rejuvenecerse durante
cierto tiempo, bajo una forma atenuada, en gens nobles y patricias posteriores
y hasta en gens campesinas como en Dithmarschen[4].
Así,
pues, el Estado no es de ningún modo un poder impuesto desde fuera de la
sociedad; tampoco es "la realidad de la idea moral", "ni la
imagen y la realidad de la razón", como afirma Hegel. Es más bien un
producto de la sociedad cuando llega a un grado de desarrollo determinado; es
la confesión de que esa sociedad se ha enredado en una irremediable
contradicción consigo misma y está dividida por antagonismos irreconciliables,
que es impotente para conjurar. Pero a fin de que estos antagonismos, estas
clases con intereses económicos en pugna no se devoren a sí mismas y no
consuman a la sociedad en una lucha estéril, se hace necesario un poder situado
aparentemente por encima de la sociedad y llamado a amortiguar el choque, a
mantenerlo en los límites del "orden". Y ese poder, nacido de la
sociedad, pero que se pone por encima de ella y se divorcia de ella más y más,
es el Estado.
Frente
a la antigua organización gentilicia, el Estado se caracteriza en primer lugar
por la agrupación de sus súbditos según "divisiones territoriales".
Las antiguas asociaciones gentilicias, constituídas y sostenidas por vínculos
de sangre, habían llegado a ser, según lo hemos visto, insuficientes en gran
parte, porque suponían la unión de los asociados con un territorio determinado,
lo cual había dejado de suceder desde largo tiempo atrás. El territorio no se
había movido, pero los hombres sí. Se tomó como punto de partida la división
territorial, y se dejó a los ciudadanos ejercer sus derechos y sus deberes
sociales donde se hubiesen establecido, independientemente de la gens y de la
tribu. Esta organización de los súbditos del Estado conforme al territorio es
común a todos los Estados. Por eso nos parece natural; pero en anteriores
capítulos hemos visto cuán porfiadas y largas luchas fueron menester antes de
que en Atenas y en Roma pudiera sustituir a la antigua organización gentilicia.
El
segundo rasgo característico es la institución de una "fuerza
pública", que ya no es el pueblo armado. Esta fuerza pública especial
hácese necesaria porque desde la división de la sociedad en clases es ya
imposible una organización armada espontánea de la población. Los esclavos
también formaban parte de la población; los 90.000 ciudadanos de Atenas sólo
constituían una clase privilegiada, frente a los 365.000 esclavos. El ejército
popular de la democracia ateniense era una fuerza pública aristocrática contra
los esclavos, a quienes mantenía sumisos; mas, para tener a raya a los
ciudadanos, se hizo necesaria también una policía, como hemos dicho anteriormente.
Esta fuerza pública existe en todo Estado; y no está formada sólo por hombres
armados, sino también por aditamentos materiales, las cárceles y las
instituciones coercitivas de todo género, que la sociedad gentilicia no
conocía. Puede ser muy poco importante, o hasta casi nula, en las sociedades
donde aún no se han desarrollado los antagonismos de clase y en territorios
lejanos, como sucedió en ciertos lugares y épocas en los Estados Unidos de
América. Pero se fortalece a medida que los antagonismos de clase se exacerban
dentro del Estado y a medida que se hacen más grandes y más poblados los
Estados colindantes. Y si no, examínese nuestra Europa actual, donde la lucha
de clases y la rivalidad en las conquistas han hecho crecer tanto la fuerza
pública, que amenaza con devorar a la sociedad entera y aun al Estado mismo.
Para
sostener en pie esa fuerza pública, se necesitan contribuciones por parte de
los ciudadanos del Estado: los "impuestos". La sociedad gentilicia
nunca tuvo idea de ellos, pero nosotros los conocemos bastante bien. Con los
progresos de la civilización, incluso los impuestos llegan a ser poco; el
Estado libra letras sobre el futuro, contrata empréstitos, contrae "deudas
de Estado". También de esto puede hablarnos, por propia experiencia, la
vieja Europa.
Dueños
de la fuerza pública y del derecho de recaudar los impuestos, los funcionarios,
como órganos de la sociedad, aparecen ahora situados por encima de ésta. El
respeto que se tributaba libre y voluntariamente a los órganos de la constitución
gentilicia ya no les basta, incluso si pudieran ganarlo; vehículos de un Poder
que se ha hecho extraño a la sociedad, necesitan hacerse respetar por medio de
las leyes de excepción, merced a las cuales gozan de una aureola y de una
inviolabilidad particulares. El más despreciable polizonte del Estado
civilizado tiene más <<autoridad>> que todos los órganos del poder
de la sociedad gentilicia reunidos; pero el príncipe más poderoso, el más
grande hombre público o guerrero de la civilización, puede envidiar al más
modesto jefe gentil el respeto espontáneo y universal que se le profesaba. El
uno se movía dentro de la sociedad; el otro se ve forzado a pretender
representar algo que está fuera y por encima de ella. Como el Estado nació de
la necesidad de refrenar los antagonismos de clase, y como, al mismo tiempo,
nació en medio del conflicto de esas clases, es, por regla general, el Estado
de la clase más poderosa, de la clase económicamente dominante, que, con ayuda
de él, se convierte también en la clase políticamente dominante, adquiriendo
con ello nuevos medios para la represión y la explotación de la clase oprimida.
Así, el Estado antiguo era, ante todo, el Estado de los esclavistas para tener
sometidos a los esclavos; el Estado feudal era el órgano de que se valía la
nobleza para tener sujetos a los campesinos siervos, y el moderno Estado
representativo es el instrumento de que se sirve el capital para explotar el
trabajo asalariado. Sin embargo, por excepción, hay períodos en que las clases
en lucha están tan equilibradas, que el poder del Estado, como mediador
aparente, adquiere cierta independencia momentánea respecto a una y otra. En
este caso se halla la monarquía absoluta de los siglos XVII y XVIII, que
mantenía a nivel la balanza entre la nobleza y la burguesía; y en este caso
estuvieron el bonapartismo del Primer Imperio francés [5], y sobre todo el del Segundo, valiéndose de
los proletarios contra la clase media, y de ésta contra aquéllos. La más
reciente producción de esta especie, donde opresores y oprimidos aparecen
igualmente ridículos, es el nuevo imperio alemán de la nación bismarckiana:
aquí se contrapesa a capitalistas y trabajadores unos con otros, y se les
extrae el jugo sin distinción en provecho de los junkers prusianos de
provincias, venidos a menos.
Además,
en la mayor parte de los Estados históricos los derechos concedidos a los
ciudadanos se gradúan con arreglo a su fortuna, y con ello se declara expresamente
que el Estado es un organismo para proteger a la clase que posee contra la
desposeída. Así sucedía ya en Atenas y en Roma, donde la clasificación era por
la cuantía de los bienes de fortuna. Lo mismo sucede en el Estado feudal de la Edad Media, donde el
poder político se distribuyó según la propiedad territorial. Y así lo
observamos en el censo electoral de los Estados representativos modernos. Sin
embargo, este reconocimiento político de la diferencia de fortunas no es nada
esencial. Por el contrario, denota un grado inferior en el desarrollo del
Estado. La forma más elevada del Estado, la república democrática, que en
nuestras condiciones sociales modernas se va haciendo una necesidad cada vez
más ineludible, y que es la única forma de Estado bajo la cual puede darse la
batalla última y definitiva entre el proletariado y la burguesía, no reconoce
oficialmente diferencias de fortuna. En ella la riqueza ejerce su poder
indirectamente, pero por ello mismo de un modo más seguro. De una parte, bajo la
forma de corrupción directa de los funcionarios, de lo cual es América un
modelo clásico, y, de otra parte, bajo la forma de alianza entre el gobierno y la Bolsa. Esta alianza se
realiza con tanta mayor facilidad, cuanto más crecen las deudas del Estado y
más van concentrando en sus manos las sociedades por acciones, no sólo el
transporte, sino también la producción misma, haciendo de la Bolsa su centro. Fuera de
América, la nueva república francesa es un patente ejemplo de ello, y la buena
vieja Suiza también ha hecho su aportación en este terreno. Pero que la
república democrática no es imprescindible para esa unión fraternal entre la Bolsa y el gobierno, lo
prueba, además de Inglaterra, el nuevo imperio alemán, donde no puede decirse a
quién ha elevado más arriba el sufragio universal, si a Bismarck o a
Bleichröder. Y, por último, la clase poseedora impera de un modo directo por
medio del sufragio universal. Mientras la clase oprimida -- en nuestro caso el
proletariado-- no está madura para libertarse ella misma, su mayoría reconoce
el orden social de hoy como el único posible, y políticamente forma la cola de
la clase capitalista, su extrema izquierda. Pero a medida que va madurando para
emanciparse ella misma, se constituye como un partido independiente, elige sus
propios representantes y no los de los capitalistas. El sufragio universal es,
de esta suerte, el índice de la madurez de la clase obrera. No puede llegar ni
llegará nunca a más en el Estado actual, pero esto es bastante. El día en que
el termómetro del sufragio universal marque para los trabajadores el punto de
ebullición, ellos sabrán, lo mismo que los capitalistas, qué deben hacer.
Por
tanto, el Estado no ha existido eternamente. Ha habido sociedades que se las
arreglaron sin él, que no tuvieron la menor noción del Estado ni de su poder.
Al llegar a cierta fase del desarrollo económico, que estaba ligada
necesariamente a la división de la sociedad en clases, esta división hizo del
Estado una necesidad. Ahora nos aproximamos con rapidez a una fase de
desarrollo de la producción en que la existencia de estas clases no sólo deja
de ser una necesidad, sino que se convierte positivamente en un obstáculo para
la producción. Las clases desaparecerán de un modo tan inevitable como
surgieron en su día. Con la desaparición de las clases desaparecerá
inevitablemente el Estado. La sociedad, reorganizando de un modo nuevo la
producción sobre la base de una asociación libre de productores iguales,
enviará toda la máquina del Estado al lugar que entonces le ha de corresponder:
al museo de antigüedades, junto a la rueca y al hacha de bronce.
Por
todo lo que hemos dicho, la civilización es, pues, el estadio de desarrollo de
la sociedad en que la división del trabajo, el cambio entre individuos que de
ella deriva, y la producción mercantil que abarca a una y otro, alcanzan su
pleno desarrollo y ocasionan una revolución en toda la sociedad anterior.
En
todos los estadios anteriores de la sociedad, la producción era esencialmente
colectiva y el consumo se efectuaba también bajo un régimen de reparto directo
de los productos, en el seno de pequeñas o grandes colectividades comunistas.
Esa producción colectiva se realizaba dentro de los más estrechos límites, pero
llevaba aparejado el dominio de los productores sobre el proceso de la
producción y sobre su producto. Estos sabían qué era del producto: lo
consumían, no salía de sus manos. Y mientras la producción se efectuó sobre
esta base, no pudo sobreponerse a los productores, ni hacer surgir frente a
ellos el espectro de poderes extraños, cual sucede regular e inevitablemente en
la civilización.
Pero
en este modo de producir se introdujo lentamente la división del trabajo, la
cual minó la comunidad de producción y de apropiación, erigió en regla
predominante la apropiación individual, y de ese modo creó el cambio entre
individuos (ya examinamos anteriormente cómo). Poco a poco, la producción
mercantil se hizo la forma dominante.
Con
la producción mercantil, producción no ya para el consumo personal, sino para
el cambio, los productos pasan necesariamente de unas manos a otras. El
productor se separa de su producto en el cambio, y ya no sabe qué se hace de
él. Tan pronto como el dinero, y con él el mercader, interviene como
intermediario entre los productores, se complica más el sistema de cambio y se
vuelve todavía más incierto el destino final de los productos. Los mercaderes
son muchos y ninguno de ellos sabe lo que hacen los demás. Ahora las mercancías
no sólo van de mano en mano, sino de mercado en mercado; los productores han
dejado ya de ser dueños de la producción total de las condiciones de su propia
vida, y los comerciantes tampoco han llegado a serlo. Los productos y la
producción están entregados al azar.
Pero
el azar no es más que uno de los polos de una interdependencia, el otro polo de
la cual se llama necesidad. En la naturaleza, donde también parece dominar el
azar, hace mucho tiempo que hemos dernostrado en cada dominio particular la
necesidad inmanente y las leyes internas que se afirman en aquel azar. Y lo que
es cierto para la naturaleza, también lo es para la sociedad. Cuanto más escapa
del control consciente del hombre y se sobrepone a él una actividad social, una
serie de procesos sociales, cuando más abandonada parece esa actividad al puro
azar, tanto más las leyes propias, inmanentes, de dicho azar, se manifiestan
como una necesidad natural. Leyes análogas rigen las eventualidades de la
producción mercantil y del cambio de las mercancías; frente al productor y al
comerciante aislados, surgen como factores extraños y desconocidos, cuya
naturaleza es preciso desentrañar y estudiar con suma meticulosidad. Estas
leyes económicas de la producción mercantil se modifican según los diversos
grados de desarrollo de esta forma de producir; pero, en general, todo el
período de la civilización está regido por ellas. Hoy, el producto domina aún
al productor; hoy, toda la producción social está aún regulada, no conforme a
un plan elaborado en común, sino por leyes ciegas que se imponen con la
violencia de los elementos, en último término, en las tempestades de las crisis
comerciales periódicas.
Hemos
visto cómo en un estadio bastante temprano del desarrollo de la producción, la
fuerza de trabajo del hombre llega a ser apta para suministrar un producto
mucho más cuantioso de lo que exige el sustento de los productores, y cómo este
estadio de desarrollo es, en lo esencial, el mismo donde nacen la división del
trabajo y el cambio entre individuos. No tardó mucho en ser descubierta la gran
<<verdad>> de que el hombre también podía servir de mercancía, de
que la fuerza de trabajo del hombre podía llegar a ser un objeto de cambio y de
consumo si se hacía del hombre un esclavo. Apenas comenzaron los hombres a
practicar el cambio, ellos mismos se vieron cambiados. La voz activa se
convirtió en voz pasiva, independientemente de la voluntad de los hombres.
Con
la esclavitud, que alcanzó su desarrollo máximo bajo la civilización, realizóse
la primera gran escisión de la sociedad en una clase explotadora y una clase
explotada. Esta escisión se ha sostenido durante todo el período civilizado. La
esclavitud es la primera forma de la explotación, la forma propia del mundo
antiguo; le suceden la servidumbre, en la Edad Media, y el trabajo asalariado en los
tiempos modernos. Estas son las tres grandes formas del avasallamiento, que
caracterizan las tres grandes épocas de la civilización; ésta va siempre
acompañada de la esclavitud, franca al principio, más o menos disfrazada
después.
El
estadio de la producción de mercancías, con el que comienza la civilización, se
distinguc desde el punto de vista económico por la introducción: 1) de la
moneda metálica, y con ella del capital en dinero, del interés y de la usura;
2) de los mercaderes, como clase intermediaria entre los productores; 3) de la
propiedad privada de la tierra y de la hipoteca, y 4) del trabajo de los
esclavos como forma dominante de la producción. La forma de familia que
corresponde a la civilización y vence definitivamente con ella es la monogamia,
la supremacía del hombre sobre la mujer, y la familia individual como unidad
económica de la sociedad. La fuerza cohesiva de la sociedad civilizada la
constituye el Estado, que, en todos los períodos típicos, es exclusivamente el
Estado de la clase dominante y, en todos los casos, una máquina esencialmente
destinada a reprimir a la clase oprimida y explotada. También es característico
de la civilización, por una parte, fijar la oposición entre la ciudad y el
campo como base de toda la división del trabajo social; y, por otra parte, introducir
los testamentos, por medio de los cuales el propietario puede disponer de sus
bienes aun después de su muerte. Esta institución, que es un golpe directo a la
antigua constitución de la gens, era desconocida en Atenas aun en los tiempos
de Solón; se introdujo muy pronto en Roma, pero ignoramos en qué época [6]. En Alemania la implantaron los clérigos
para que los cándidos alemanes pudiesen instituir con toda libertad legados a
favor de la Iglesia.
Con
este régimen como base, la civilización ha realizado cosas de las que distaba
muchísimo de ser capaz la antigua sociedad gentilicia. Pero las ha llevado a
cabo poniendo en movimiento los impulsos y pasiones más viles de los hombres y
a costa de sus mejores disposiciones. La codicia vulgar ha sido la fuerza
motriz de la civilización desde sus primeros días hasta hoy, su único objetivo
determinante es la riqueza, otra vez la riqueza y siempre la riqueza, pero no
la de la sociedad, sino la de tal o cual miserable individuo. Si a pesar de eso
han correspondido a la civilización el desarrollo creciente de la ciencia y
reiterados períodos del más opulento esplendor del arte, sólo ha acontecido así
porque sin ello hubieran sido imposibles, en toda su plenitud, las actuales
realizaciones en la acumulación de riquezas.
Siendo
la base de la civilización la explotación de una clase por otra, su desarrollo
se opera en una constante contradicción. Cada progreso de la producción es al mismo
tiempo un retroceso en la situación de la clase oprimida, es decir, de la
inmensa mayoría. Cada beneficio para unos es por necesidad un perjuicio para
otros; cada grado de emancipación conseguido por una clase es un nuevo elemento
de opresión para la otra. La prueba más elocuente de esto nos la da la
introducción de la maquinaria, cuyos efectos conoce hoy el mundo entero. Y si,
como hemos visto, entre los bárbaros apenas puede establecerse la diferencia
entre los derechos y los deberes, la civilización señala entre ellos una
diferencia y un contraste que saltan a la vista del hombre menos inteligente,
en el sentido de que da casi todos los derechos a una clase y casi todos los
deberes a la otra.
Pero
eso no debe ser. Lo que es bueno para la clase dominante, debe ser bueno para
la sociedad con la cual se identifica aquélla. Por ello, cuanto más progresa la
civilización, más obligada se cree a cubrir con el manto de la caridad los
males que ha engendrado fatalmente, a pintarlos de color de rosa o a negarlos.
En una palabra, introduce una hipocresía convencional que no conocían las
primitivas formas de la sociedad ni aun los primeros grados de la civilización,
y que llega a su cima en la declaración: la explotación de la clase oprimida es
ejercida por la clase explotadora exclusiva y únicamente en beneficio de la
clase explotada; y si esta última no lo reconoce así y hasta se muestra
rebelde, esto constituye por su parte la más negra ingratitud hacia sus
bienhechores, los explotadores [7].
Y,
para concluir, véase el juicio que acerca de la civilización emite Morgan:
Los
hermanos se harán la guerra y se convertirán en asesinos unos de otros; hijos de hermanas romperán
sus lazos de estirpe>>.
Desde
el advenimiento dc la civilización ha llegado a ser tan enorme el
acrecentamiento de la riqueza, tan diversas las formas de este acrecentamiento,
tan extensa su aplicación y tan hábil su administración en beneficio de los
propietarios, que esa riqueza se
ha constituido en una fuerza irreductible opuesta al pueblo. La inteligencia humana se ve impotente
y desconcertada ante su propia creación. Pero, sin embargo, llegará
un tiempo en que la razón humana sea suficientemente fuerte para dominar a la
riqueza, en que fije las relaciones del Estado con la propiedad que éste
protege y los límites de los derechos de los propietarios. Los intereses de la
sociedad son absolutamente superiores a los intereses individuales, y unos y
otros deben concertarse en una relación justa y armónica. La simple caza de la
riqueza no es el destino final de la humanidad, a lo menos si el progreso ha de
ser la ley del porvenir como lo ha sido la del pasado. El tiempo transcurrido
desde el advenimiento de la civilización no es más que una fracción ínfima de
la existencia pasada de la humanidad, una fracción ínfima de las épocas por
venir. La disolución de la sociedad se yergue amenazadora ante nosotros, como
el término de una carrera histórica cuya única meta es la riqueza, porque
semejante carrera encierra los elementos de su propia ruina. La democracia en
la administración, la fraternidad en la sociedad, la igualdad de derechos y la
instrucción general, inaugurarán la próxima etapa superior de la sociedad, para
la cual laboran constantemente la experiencia, la razón y la ciencia. Será un renacimiento de la libertad,
la igualdad y la fraternidad de las antiguas gens, pero bajo una forma superior>>.
(Morgan, "La
Sociedad Antigua", pág. 552.)
Escrito
por Engels en marzo-junio de 1884. Se publica según el texto de la 4ª edición
de 1891. Vio la luz como edición aparte en Zurich, en 1884. Traducido del
alemán.